Se nos va el año y apenas hemos reparado en el recuerdo y la memoria del grandísimo Marcel Proust, que murió un 18 de noviembre de 1922, a la edad de 51 años, de una neumonía, de una bronquitis mal curada, como aseguran algunos de sus biógrafos. De hecho, fue tan inesperado su fallecimiento, que su hermano Robert tuvo que ocuparse de organizar una gran porción de su obra que fue apareciendo de manera póstuma.
La producción de Proust, y muy especialmente ese genial monumento a la sensibilidad, a la exquisitez, al rigor y a la elegancia, titulado En busca del tiempo perdido, influyó, sobremanera, en toda la literatura del siglo XX. Sin Proust y, acaso, sin James Joyce, todo hubiera sido muy distinto, y hubiéramos estado repitiendo los viejos esquemas decimonónicos durante unas cuantas décadas más.
El escritor francés fue, desde su más tierna infancia, un tipo que derrochó inteligencia, al tiempo que mantuvo una denodada lucha contra su mala salud y su fragilidad de espíritu. En su juventud, destacó por su elegancia en el vestir —con su eterna flor prendida en el ojal de su chaqueta— y, sobre todo, por el encanto de su charla que dejaba boquiabiertas a las damas de gran mundo en los salones de la época. Aunque era bien conocida su inclinación sexual y su amor secreto hacia uno de los hijos del famoso escritor Alphonse Daudet, Proust nunca quiso reconocerlo abiertamente. No en vano, durante esos mismos años, otro de los más grandes de la literatura universal, Oscar Wilde, se hallaba en prisión, acusado de homosexual.
Su inquietud y su desbordada inteligencia le llevaron a estudiar tres carreras universitarias: Derecho, Letras y Filosofía, que fueron decisivas en su formación y en su modo de entender la vida, pero que, finalmente, nunca ejerció —a excepción de unos cuantos meses como abogado— porque en su mente sólo cabía una obsesión: convertirse en escritor. Y tanto fue así que, como podía permitírselo por su condición de hombre nacido en el seno de una familia de muy buen pasar, terminó encerrándose en su piso del bulevar parisino de Haussmann donde mandó cubrir las paredes de corcho para aislarse de los ruidos y dedicarse, en cuerpo y alma, a su obra magna.
Fue, según contó una de sus criadas, un personaje que escribía, leía y vivía de noche, y se acostaba con las primeras luces del día. Y lo conseguía a base de grandes cantidades de café y de comer sólo lo indispensable para mantenerse lúcido. Sin embargo, a pesar de su intenso trabajo y de su inquebrantable fe, el primer tomo de En busca del tiempo perdido no tuvo la acogida que él esperaba.
Uno de los escritores más influyentes de su tiempo, André Gide, fue el responsable de rechazar la publicación de esa primera entrega —que, como luego reconocería, no leyó a fondo y, por lo tanto, no entendió en su integridad—, aunque se arrepintiera de ello durante el resto de su vida. Proust se ocupó de autofinanciarse la edición, y siguió adelante en su empeño de llevar a cabo un total de siete volúmenes, que salieron a la luz entre 1913 y 1927.
En busca del tiempo perdido se inicia —es lo que casi todo el mundo sabe, igual que se conoce sólo el principio del Quijote– con una magdalena —que, en los primeros manuscritos, era pan tostado y hasta un biscote— mojada en una taza de té, lo que sirve como recurso de evocación de un momento de felicidad. Sin duda, la magdalena más famosa de la historia.
Como muchos de los más grandes escritores de la literatura universal —Cervantes o Alejandro Dumas son dos buenos ejemplos—, Marcel Proust murió olvidado y sumido en la pobreza aquel 18 de noviembre de 1922. Cuentan que la palabra «madre» —por la que sentía una devoción casi enfermiza— fue la que salió de su boca antes de exhalar el último suspiro.
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