Hoy vengo a hablar sobre la película más fatalista de toda la historia del cine, que también es una de las más hermosas que haya tenido oportunidad de ver mi menda. El muelle de las brumas (1938) es su título y el gran Marcel Carné su artífice. Cumbre del realismo poético francés de los años 30, todo el infortunio que gravita en sus secuencias no es sino el presagio del nuevo apocalipsis que se cernía sobre una Europa amenazada por los dos totalitarismos más despiadados que la historia de la humanidad registra. Nazismo y comunismo —comunismo y nazismo, a cuál más despreciable— se disponían a hacer correr la sangre como nunca se había visto y todo el pesimismo, que el futuro auguraba, quedó plasmado en el cine galo de aquella época. Especialmente en un muelle del puerto de Le Havre retratado por nuestro cineasta. Un lugar al que —quiero creer— volvió Aki Kaurismäki en 2011 para rodar una de sus cintas, de esos simpáticos filmes llenos de esperanza, que también aplaudo en su justa medida.
Ya sumiéndose en esas brumas de las que nadie puede salir, Jean se encuentra con un vagabundo borracho que le introduce en el bar Panamá, una taberna de mala muerte que capitaliza la vida del lugar. Allí conocerá a Michael Krauss, un pintor que donde ve a un nadador imagina a un ahogado. Ante tanta desazón no es de extrañar que se disponga a suicidarse. Antes de poner fin a sus días, lega a Jean su ropa, su dinero y sus documentos de identidad, que, en tales circunstancias, es como decir una nueva vida. Eso sí, tan maldita, como la que el desertor intenta dejar atrás, olvidada en la milicia.
Cuando Nelly (Michèle Morgan) irrumpe en el Panamá, lo hace huyendo de Zabel (Michel Simon), un perista que es también su protector: la bella Nelly es una huérfana de 17 años. Aunque la joven acude al Panamá para encontrarse con Maurice, su novio, con quien sueña abandonar esas brumas que atrapan a los desdichados con inexorable magnetismo, Maurice no aparece. Jean y Nelly no tardan en quedar prendados el uno del otro y el amanecer —que en Marcel Carné suele ser más dramático que el anochecer— les sorprende paseando entre esa niebla de la que no hay salida. Entra entonces en escena Lucien (Pierre Brasseur), el líder de los hampones de las brumas. En otro tiempo, Nelly también había coqueteado con los malotes. Pero sus amoríos con Lucien ya han terminado. Así que Jean no duda en golpear al matón cuando la molesta.
Más paseos por ese puerto de la fatalidad que debe tanto al buen hacer de Alexander Trauner —el director artístico que habría de recrear con idéntico acierto que la pesadumbre del gran Carné las alegrías de Billy Wilder en Bésame tonto (1964) y las de William Wyler en Cómo robar un millón (1966)— como al de Eugen Schüfftan, el director de fotografía… Y llega esa noche en la que todos los habitantes del fatídico puerto salen a pasear sus espectros como las almas en pena que de hecho son. Jean vuelve a humillar a Lucien en los coches de choque de una pequeña feria que intenta en vano animar el lugar.
Esa será la madrugada en que Jean y Nelly consumen su amor en un hotel cercano al mar. A diferencia de la mayoría de las películas en las que aparece, el mar aquí no simboliza la libertad. Muy por el contrario, es una inmensa barrera infranqueable. Aunque tenga el pasaje, Jean nunca viajará a Venezuela, como anuncia a Nelly. Porque los desdichados que pululan por el muelle de las brumas están abocados a la fatalidad sin remisión. Ni siquiera el amor consigue redimirlos. Dan ganas de vitorear a la derrota y a la mala suerte ante tanta belleza.
Aunque Nelly es el ángel de este pequeño infierno, sus besos no llevan al final feliz. Es más, casi cabe decir que distinguimos en ella una dulce imagen de La Parca. Todos los que la aman están sentenciados por la Camarada Seca: el cadáver de Maurice aparece junto al uniforme de Jean. Según confiesa él mismo a la muchacha, ha sido Zabel quien le ha dado muerte por celos. Zabel hallará la muerte a manos de Jean cuando comienza a maltratar a Nelly y Jean morirá abatido por un disparo de Lucien. Su último aliento se le irá confesándole a Nelly su amor. No hay duda, esta es la película más fatalista de toda la historia del cine —de hecho, nunca fue estrenada comercialmente—, pero también la de un romanticismo más desesperado.
La crítica tradicional, aunque concede a Muelle de las brumas y Le jour se lève (1939) ese primerísimo puesto que merecen en la filmografía ideal de la pantalla francesa en el periodo que nos ocupa, relega al gran Marcel Carné (París 1909; île-de-France, 1996) a un segundo puesto respecto a René Clair y Jean Renoir. Esto se debe a que Renoir —otro de los grandes de la pantalla del país vecino y del cine mundial, por supuesto, con independencia de sus inquietudes comunistas de los años 30—, aún recientes sus grandes filmes rodados al dictado del Frente Popular francés —Toni (1935), El crimen de Monsieur Lange (1936), Los bajos fondos (1936)— sentenció, con esa gratuidad y con esa vehemencia que la izquierda estigmatiza a todo aquel que le conviene, que El muelle de las brumas era una película “fascista”.
Alguien tan poco sospechoso de fascista como Jacques Prévert —uno de los grandes poetas franceses del pasado siglo y guionista por excelencia del realismo poético—, tenido por anarquista, ofreció pelea a Renoir y éste hizo públicas las debidas puntualizaciones.
Pero los virulentos ataques que, ya en las postrimerías de los años 50, lanzó contra el gran Carné la Nouvelle Vague —mi admiraba Nouvelle Vague por otro lado—, que tenía en Jean Renoir a uno de sus favoritos, se deben a aquellas acusaciones gratuitas que Renoir vertió contra El muelle de las brumas. Sin olvidar, naturalmente, que Carné era el máximo representante del “cine de papá”, que, cuando los maestros de la Nouvelle ejercían la crítica en Cahiers du Cinemá, llamaban a esa pantalla autóctona —ya antigua, ciertamente— que querían desplazar de la cartelera para ocupar su espacio ellos mismos cuando empezasen a estrenar sus primeras realizaciones.
Devoto como soy de aquella nueva ola francesa desde mi primer visionado de La noche americana (François Truffaut, 1973), quiero dejar constancia de que en modo alguno comparto sus diatribas contra el gran Marcel Carné. El genio que realizó El muelle de las brumas, casi siempre en colaboración con Jacques Prévert, los músicos Maurice Joubert o Joseph Kosma, el decorador Alexandre Trauner y Jean Gabin, es el más nítido y mejor exponente del realismo poético. Tanto fue así que, tras Las puertas de la noche (1946), la última película que algunos adscriben a esa estética que tanto nos conmueve, la filmografía del maestro fue un largo y siempre interesante declinar.
“Un día de 1942, impaciente como estaba por ver la película de Marcel Carné Les visiteurs du soir, que proyectaban por fin en mi barrio, en el cine Pigalle, decidí faltar a la escuela”, escribe el gran Truffaut en Las películas de mi vida (1976), ya apuntando a esa rectificación que acabaría por llevarle a reivindicar en público a Carné a modo de desagravio. “El filme me gustó mucho. Esa misma tarde, mi tía, que estudiaba violín en el Conservatorio, pasó por casa para llevarme al cine. También ella había elegido Les visiteurs du soir, y, como por supuesto yo no iba a confesar que ya la había visto, tuve que volverla a ver disimulando para que no se diera cuenta. Fue exactamente entonces cuando comprendí hasta qué punto puede ser emocionante profundizar más y más en una obra que se admira y llegar a hacerse la ilusión de que uno revive su creación”.
Muchos años antes, cuando Carné ejercía la crítica en publicaciones como Cinémagazine, Cinémamode y Hebdo Film —de esta última también fue redactor jefe— se preguntaba: “¿Cuándo saldrá el cine a la calle?” con “cierta indignación” al ver cómo “el cine se encerraba y se aislaba, huía de la vida y se complacía en el decorado y el artificio (…). ¿Populismo, diréis? Ni la palabra ni el hecho nos asustan; reflejar el ambiente difícil en que viven esas gentes no será mejor que reflejar el ambiente demasiado caldeado de los dancings”.
Fascinado con el trabajo de Josef von Sternberg, Murnau, Lupu-Pick y Jacques Feyder, Carné fue asistente de Clair en Bajo los techos de París (1930) como habría de serlo de Feyder en Pensión Mimosas y La kermesse heroica, ambas de 1935.
Ya en su primer largometraje como director, Jenny (1936), el gran Carné cuenta con un guión de Jacques Prévert. Pero no será hasta Muelle de las brumas cuando ese universo por el que tanto le admiramos aflore convirtiendo el puerto de Le Havre en un momento impreciso entre los padecimientos del pasado y los anhelos inalcanzables del futuro. A decir verdad, la única concesión al realismo son los marginados que pueblan dichas brumas en las que el amor es imposible, la felicidad breve y el triunfo de los villanos inevitable.
Sostiene Sadoul —uno de los grandes historiadores del cine y uno de los surrealistas que se reconvirtieron al estalinismo, por cierto— que semejante destino es “una expresión del orden social”. Tal vez por eso, en 1940, los verdaderos fascistas, los del gobierno de Vichy, acusaron a Muelle de las brumas de ser, junto con Sartre y Gide, una de las principales causas de la derrota de las armas francesas ante el invasor alemán. Carné se desmarcó recordando que el artista ha de ser el barómetro de su época, sin que se le pueda condenar por sus malos augurios.
Antes de las acusaciones —de aquellas de los colaboracionistas y de las del tribunal de depuración de los antiguos colaboracionistas al que tuvo que enfrentarse por haber seguido trabajando con el invasor alemán—, Carné se había ratificado en el realismo poético con Hôtel du Nord (1938). Aunque aún no cuenta ni con Jacques Prévert ni con Jean Gabin, es una cinta tan fatalista que su asunto gira en torno a Renée (Annabella) y Pierre (Jean-Pierre Aumont), quienes deciden suicidarse en el establecimiento aludido en el título. Más de lo mismo, de alguna manera, viene a ser la propuesta de Le jour se léve (1939) en la que se cuenta la peripecia de un obrero que, tras cometer un crimen, busca refugio en un inmueble donde será rodeado por la policía. Estos tres títulos, la trilogía por antonomasia del realismo poético, sintonizan plenamente con la sensibilidad del Frente Popular que, sin embargo, condenó a Carné en El muelle de las brumas.
Durante la ocupación, al igual que se vieron obligados a hacer cuantos siguieron trabajando frente al invasor alemán, tuvo que recurrir a temas mucho más fantásticos. Nacen así Les visiteurs du soir (1942), una fábula galante ambientada en las postrimerías del siglo XVI, y Les enfants du paradis (1945) un cuento trágico localizado asimismo en épocas pretéritas.
Pretérito igualmente se ha quedado el realismo poético tras la liberación, aunque Carné sigue aferrándose a él en títulos como La Marié du Port (1950), Juliette o la clef des songes (1951) y El aire de París (1954). A partir de una adaptación de Simenon —Tres habitaciones en Manhattan (1965)— su carrera fue un declinar sin remisión.
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