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Manuel Marlasca: "Los delincuentes son gente poco interesante; ningún asesino pinta el Duomo" - Zenda
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Manuel Marlasca: «Los delincuentes son gente poco interesante; ningún asesino pinta el Duomo»

Conversamos en un bar cercano a «La Pringue»: —Entre el mito del buen salvaje y el Homo homini lupus, usted, ¿con qué se queda? —Yo creo que no hay buen salvaje, que esa teoría antigua de que los hombres nacemos buenos por naturaleza, y de que la sociedad nos va pervirtiendo y creando comportamientos malos,...

Manuel Marlasca (Madrid, 1967) es miembro de esa estirpe legendaria y menguante de linces ibéricos del periodismo patrio que forman los reporteros. Hijo y nieto de periodistas, criado, casi literalmente, en la redacción de un diario —y qué redacción de qué diario—, considera que el trabajo del informador debe consistir en ver, preguntar y contar. Sin más. Aparta de sí el foco ególatra y lo proyecta sobre el sujeto/objeto del que hay que hablar. Cree en el poder de las historias y las narra con minuciosidad, elegancia y la dosis justa de tensión. Su último libro, Cazaré al monstruo por ti (Alrevés, 2019), es buena prueba de ello. Trata sobre la Operación Candy y sobre ese grupo de policías que capturó al pederasta de Ciudad Lineal, Ángel Antonio Ortiz. El ensayo agarra al lector por el cuello desde su primera página, aumenta su presión a medida que avanza el relato y se relaja en el momento en el que los perros pastores descubren a un lobo con piel de camaleón. No hay rastro de pornografía visceral ni emocional. Sí que hay mucha empatía. Es una obra amarga, sobria y, en definitiva, un ejercicio de, más o menos, 300 páginas de reporterismo bien hecho.

Conversamos en un bar cercano a «La Pringue»:

—Entre el mito del buen salvaje y el Homo homini lupus, usted, ¿con qué se queda?

"Yo creo que no hay buen salvaje, que esa teoría antigua de que los hombres nacemos buenos por naturaleza, y de que la sociedad nos va pervirtiendo y creando comportamientos malos, no es cierta"

—Yo creo que no hay buen salvaje, que esa teoría antigua de que los hombres nacemos buenos por naturaleza, y de que la sociedad nos va pervirtiendo y creando comportamientos malos, no es cierta. Hay gente, y lo he aprendido a lo largo de estos 31 años, intrínsecamente mala. Gente que hace el mal, que disfruta haciendo el mal, que no tiene ninguna capacidad de empatía con nadie, y lo que sí que te queda claro, cuando uno hace periodismo de sucesos, es eso: que hay gente verdaderamente malvada. Afortunadamente, como dice ese viejo dicho, en el mundo también hay ovejas, lobos y luego hay perros que cuidan de que las ovejas no sean asaltadas por los lobos. Y este libro es un ejemplo de eso: de los perros que se dedican a proteger al rebaño de los lobos.

—¿Ha visto el Mal, con mayúscula, en los ojos de un hombre?

—Varias veces. España es un país muy seguro, con unos índices de criminalidad bastante bajos, pero no estamos exentos, ni mucho menos, de criminales de lo más malvado, de lo peor. Siempre pongo una barrera, una línea, que acaba en Puerto Hurraco: es el último crimen de la España negra, de escopeta lobera, por causas ancestrales, y el primero que nos hace entrar en la era moderna del crimen, que son los crímenes de Alcàsser: un tipo que mata sin ninguna motivación, por el placer de matar, por el placer de dominar a tres chicas, y que había aprendido con crímenes anteriores. Antonio Anglés había secuestrado a una chica, la dejó viva, la chica se liberó de ese secuestro del que era objeto, le denunció y acabó en la cárcel. Entonces, Anglés sabía que, en su siguiente delito, no tenía que dejar supervivientes. Ese es un criminal al que no estábamos acostumbrados en España. Es un criminal anglosajón, si quieres. El criminal sin motivo, que mata por una cuestión pragmática. Ese es Antonio Anglés. Luego ha habido muchos. Hemos tenido asesinos en serie, como Alfredo Galán, el Asesino de la Baraja; hemos tenido a criminales capaces de asar en una barbacoa a sus hijos, como José Bretón, y hacerlos desaparecer… Es decir, que tenemos un amplio catálogo de criminalidad. La criminalidad es consustancial a la idiosincrasia de un país.

—Y, en este ecosistema de lobos, ovejas y perros, ¿dónde encaja el periodista?

"El periodista tiene que ser eso: nada más que un periodista. Tiene que quitarse del foco"

—El periodista tiene que ser eso: nada más que un periodista. Tiene que quitarse del foco. Es una obsesión que tengo en el ejercicio de mi profesión. Siempre. Hace tiempo, no sé por qué, alguien giró el foco, lo viró en dirección al periodista, como si el periodista tuviese que tener algún tipo de protagonismo o algún tipo de presencia en el cuadro de la realidad. El periodista debe ser alguien que va a los sitios, que escucha, que anota, que pregunta y que luego cuenta, exclusivamente. El periodista tiene que dar testimonio y que contar, en este caso, la realidad de la criminalidad y de quienes la persiguen. No me gusta ese género del «periodismo Tintín», así lo llamo yo, donde parece que, al llegar a un lugar, el periodista se ve obligado a contar cómo ha llegado… Es tu trabajo. Lo aprendí hace muchos años, en la Guerra de Yugoslavia. En Bosnia, concretamente. Viajé allí en compañía de Javier Espinosa, y Javier Espinosa, que llevaba ya unos tiros dados y unas cuantas guerras y había estado en Yugoslavia unas cuantas veces, una noche, en las afueras de Sarajevo, me lo dijo: «Tú y yo venimos aquí porque nos pagan, nos pagan la estancia, el hotel, pero nos iremos tarde o temprano. La gente que está aquí, entre las líneas serbo-bosnia y bosnia, se va a quedar aquí. Y a lo mejor siguen vivos o no siguen vivos. Lo importante es poner el foco sobre ellos». Y aquella lección que me dio Javier se me ha quedado grabada. Y para cualquier género del periodismo sirve.

—¿Ese foco lo giró la televisión?

—La televisión es un género muy propio para el «periodismo Tintín». La televisión, por el poder que tiene, por la repercusión que tiene, por la enorme vanidad y los enormes egos que hay en televisión… El ego es algo consustancial al periodista, pero si hay un periodista con ego es el periodista de televisión. Y, seguramente, para engordar o alimentar parte de ese ego, los periodistas giraron ese foco y lo pusieron sobre ellos mismos cuando, verdaderamente, creo que no es necesario. Hay reportajes en televisión magníficos en los que el periodista lo único que hace es ser portador de ese foco y enseñar lo que está pasando. Sin embargo, es un género que tiene éxito y que sigue funcionando y que seguimos viendo: reportajes en los que el periodista se convierte, poco más o menos, en protagonista de esa noticia. Tampoco es exclusivo de la televisión. Creo que hay periodismo en prensa, periodismo impreso, en el que se ha pervertido eso.

—Y en el digital. Me acuerdo del patinazo bárbaro de El Español con Julen, el niño que cayó al pozo en Totalán.

"Cuando hay alguien con una enfermedad mental que comete un crimen, es un crimen que no tiene ninguna historia, ni móvil, ni recorrido, ni investigación"

—Luego dijeron… hicieron malabares, sí. El periodismo digital es una cosa maravillosa. Es decir, yo no soy un irredento digital, ni mucho menos. Utilizo las nuevas tecnologías, por supuesto, para informarme, soy consumidor de productos digitales. Vuestra revista es un ejemplo de lo que yo consumo. Pero creo que el periodismo digital sí que ha cometido o ha llevado a varias cosas: a la esclavitud del SEO; a la esclavitud de que crímenes que, en otros momentos, seguramente, serían crímenes sin historia, como decía el profesor García Andrade de los crímenes de los locos: cuando hay alguien con una enfermedad mental que comete un crimen, es un crimen que no tiene ninguna historia, ni móvil, ni recorrido, ni investigación. Tampoco para la policía. Sin embargo, la esclavitud del SEO convierte a asesinos, como el que hace poco hubo en Madrid, un chaval que mató a su madre, la descuartizó y la repartió en la casa en tupperwares, en «El caníbal de Ventas». Yo no sé nada de SEO, ¿eh?, pero imagino que esas palabras daban un montón de accesos y de clics, y entonces esa dictadura del clickbait hace que temas que, verdaderamente, ni criminológicamente ni siquiera humanamente tienen interés, más allá de que es el crimen de un loco, se conviertan en crímenes reproducidos una y otra vez en las páginas digitales. Y luego, la otra esclavitud que nos ha traído el periodismo digital es el de que hay que contar las cosas antes y no bien. Yo he escrito un libro para contar la Operación Candy bien. Entiendo que no siempre se puede hacer así, evidentemente, pero al niño Julen lo habían localizado no sé cuántos días antes de cuando verdaderamente lo localizaron, según varios medios digitales. Y así pasa muchas veces. No es que sea yo un gran amante de esa serie, sí que lo soy de Aaron Sorkin, pero en The Newsroom hay un momento en que hay un atentado contra una congresista, o una senadora, creo recordar, esta se debate entre la vida y la muerte, y entonces, un productor o algo así, dice: «Una muerte la certifica un médico, nunca un periodista». En España hemos matado ya, en algunos medios digitales, a bastantes personas.

—¿Usted quería ser periodista de sucesos, o la especialización vino sobre la marcha?

—Yo quería ser periodista, casi como una especie de maldición familiar. Soy nieto de periodistas, hijo de periodistas y, prácticamente, me crié en una redacción, la redacción del diario Pueblo, donde un día conocí a Arturo Pérez-Reverte. Que un día os hable de las bailarinas brasileñas que llevaron al periódico una noche (Risas). Entonces, me crié ahí. Mis padres estaban separados, desde que era muy pequeño, y mi padre se tenía que hacer cargo de mí los viernes y, como no tenía otro sitio en el que dejarme, me llevaba al periódico. Yo pasaba los fines de semana en el periódico metido, así que poca elección tuve. Yo quería ser periodista, sin más. Lo que pasa es que cuando llegué a la redacción del extinto diario Ya, en 1987, en ese verano llegué de prácticas y empecé a trabajar en cultura, y estaba tan feliz entrevistando a Tom Sharpe, a directores de cine… Era un terreno que me apetecía. Y cuando en enero del 88 se fue del diario la persona que hacía sucesos, el director, Ramón Pi, me dijo: «Te puedo hacer un contrato de seis meses si haces sucesos, es donde queda un hueco». Y así empezó. Fue una casualidad. Y, una vez recorrido este tiempo, todos estos años, sería muy difícil que yo cambiara de especialidad, porque me gusta mucho.

—Entre otros trabajos, usted, durante casi diez años, fue reportero en Interviú. ¿Es el reportero una especie en extinción, el lince ibérico del periodismo contemporáneo?

"Ahora ser freelance es morir de hambre y de melancolía"

—Me sigo considerando reportero, de hecho. Y procuro ejercer ese oficio como tal. Por eso, en cuanto puedo me escapo de la redacción, vengo a ver a fuentes de información, y, cuando ocurre algo, me gusta irme a los sitios. De hecho, ya en televisión, he estado desplazado a varios lugares. ¿Es el reportero el lince ibérico? Completamente, completamente. Esto sí que es un drama, porque opinar es muy fácil y muy barato. Llenar las televisiones y los periódicos de opinadores es muy fácil y muy barato; pagar a reporteros es caro. Y cuando los medios de comunicación, no voy a decir que desgraciadamente, sino por las circunstancias del mercado, han pasado de estar en manos de editores, como era antes —ya que los grandes editores, como Luca de Tena, condes de Godó, Antonio Asensio, o Polanco han desaparecido—, a estar en manos de fondos de inversión, de empresarios, de bancos —que poco saben lo que es un reportero o la información propia, sino que ven números—, poco les interesa la calidad de lo que sale. Entonces, alguien se dio cuenta de que se llenaban muchas páginas de periódicos con opinión y que salía muy barato: le pagas una tertulia o un artículo a alguien, y ya está. Los reporteros somos gente cara. Tú tienes un patrimonio, que es tu agenda, los contactos y las fuentes. Y sí que quedan, y muy buenos reporteros, pero es una especie en extinción. Además, no hay una renovación: cuando yo empecé en esto, aprendí de mis mayores. Gente como Jesús Duva, Ricardo Domínguez, de ABC, me iban enseñando las artes de este oficio. Que había que venir a las instalaciones policiales, aunque no tuvieses nada, a tomarte un café con los policías, a preguntar por sus familias, a fidelizar las fuentes. Y eso ya no se hace. Y cuando te desplazas por ahí y ves todavía reporteros y crónicas que son verdaderamente buenas, te reconfortas con la profesión, pero siempre sabiendo que, efectivamente, es el lince ibérico del periodismo. ¿La alternativa cuál es? Antes de la crisis del 2008 eran los freelance. Y había magníficos reporteros freelance. Pero ahora, ser freelance es morir de hambre y de melancolía. Con lo que pagan en los medios…

—Hábleme del sitio en el que Jeosm le ha fotografiado.

—Ancestralmente, eso se conoce como «La Pringue» y es la Brigada Policial Judicial. Si alguien quiere ser policía, por lo menos así era antes, y era madrileño o tenía algo que ver con Madrid, quería entrar en «La Pringue». Lo que hay en «La Pringue» es investigación pura y dura: se persigue el tráfico de drogas a gran escala; el crimen organizado; están los que, para mí, son la cumbre de la policía, los investigadores de homicidios, quienes pueden reconfortar a alguien cuando ha perdido a un ser querido, decirle: «Toma, aquí está el tipo que segó la vida de tu ser querido». Es un sitio en el que se investiga. Habrá gente a la que le guste más la seguridad ciudadana, ponerse un casco y un chaleco y controlar el orden público, pero los policías a los que le gusta la investigación…

—Es su Meca.

—Sí, sí, sin duda. «La Pringue» tiene una larguísima historia de éxitos, de investigaciones complejísimas. Desde el secuestro y asesinato de Anabel Segura hasta la investigación de Alfredo Galán. Por supuesto, la Operación Candy. Aquí se ha detenido a uno de los hermanos Ochoa… Siempre, tradicionalmente, han trabajado los mejores investigadores que tenía la Policía en Madrid. Entonces, es un sitio con un sabor muy especial. Aquí hay grupos con los que podía pasar horas y horas escuchando sus historias, como los grupos de atracos. Te cuentan cómo ha cambiado el estilo de los atracadores, cómo ahora vuelven los atracadores con setenta años que ya cumplieron prisión y siguen atracando bancos, algunos con enfermedades terminales… Son historias alucinantes. Entonces, yo disfruto mucho aquí, insito, aunque no tenga un bloc y un boli, escuchándoles hablar nada más.

—¿Cuándo supo que escribiría este libro?

"La investigación la conocía: había leído el sumario, las diligencias, los atestados, pero quería saber lo que no estaba en los atestados, lo que había en la piel de esos policías"

—Cuando Alrevés y Marta Robles me encargaron un libro true crime. Me gusta poco la palabra, a ver si le encontramos una traducción al castellano, ¿vale? (Risas) Me dieron a elegir el tema y pensé en esta operación porque la seguí, como tantos otros periodistas, durante el desarrollo de la misma, pero sabía que se habían quedado muchas cosas sin contar. ¿Por qué? Porque el perfil de los policías que habían participado en ella era muy bajo. Era gente muy poco amiga de hablar con la prensa, y yo apenas tuve acceso a ellos durante la investigación, incluso cuando culminó. Siempre dieron la cara los jefes. Nunca accedí al tipo que había hecho el atestado, al instructor de las diligencias, al que había hecho la detención. Eran gente a la que, sencillamente, no le gustaba la prensa y, políticamente, se decidió que quienes daban la cara eran los jefes. Yo sabía que habían quedado muchas cosas por contar y, sobre todo, tenía algunos detalles del desgaste personal y de las cicatrices que dejó en ellos esta operación. Entonces, quería ahondar, profundizar sobre eso, y me planteé como reto hacerlo. La investigación la conocía: había leído el sumario, las diligencias, los atestados, pero quería saber lo que no estaba en los atestados, lo que había en la piel de esos policías.

—Se agradece mucho la elegancia, la ausencia de, digamos, pornografía en el libro. Le confesaré que buena parte de la obra la leí con una sensación parecida al estrangulamiento, y que empecé a respirar en la parte en que los agentes descubren la identidad del pederasta.

—Quería trasladar la sensación que tenían los policías. La sensación de estar persiguiendo a un fantasma, a alguien que pasaba tan inadvertido que, en mitad de un dispositivo como el de la Operación Candy, era capaz todavía de llevarse a las niñas. Era alguien invisible. Esa angustia la he querido plasmar en el libro. Ese correr de los días en el que sabían que iba a llegar un nuevo ataque, que hacía buen tiempo, que había muchos niños en la calle, que probablemente se iba a llevar a otra niña. El empeño mío, y lo hablé con ellos para que me dijesen si esas sensaciones eran ciertas, era mostrar eso: la sensación de estar ahí metidos, analizando y mirando datos, teléfonos, coches, sabiendo que pronto iban a salir a la calle porque iba a haber otro ataque. Y la esperanza que había, y esto es terrible, pero es así, y pasa en cualquier agresor en serie era la de que, al final, estos casos se resuelven por acumulación de delitos: a más delitos, más descuidos, más posibilidades de que haya una cámara, un testigo, un resto biológico. Y, en este caso, fue así.

—Hábleme de Antonio Ángel Ortiz.

"La figura de Antonio Ángel Ortiz es casi lo que menos me interesa de este libro"

—La figura de Antonio Ángel Ortiz es casi lo que menos me interesa de este libro. Es un delincuente con una plasticidad criminal enorme. Plasticidad criminal es, en criminología, un tipo capaz de cometer varios delitos y de muy distinta índole. Fue detenido por secuestro, por robos con violencia, estaba en una banda de extorsionadores búlgaros, en otra de ladrones italianos… Y luego tiene este gusto por agredir sexualmente a niñas, cuanto más menudas, mejor. Pero no es un Álvaro Iglesias, Nanysex, que es un tipo que fue detenido hace años. Fue el primer gran productor de pornografía infantil que hubo en España. Buscaba a niños por toda España. Incluso estuvo a punto de abrir una guardería. Abusaba de niños muy pequeños, lo grababa y lo difundía. Y con el nick Nanysex se convirtió en una leyenda en el mundo de la pornografía infantil. La Policía dio con él y es un tipo con una pulsión tan enfermiza que, en prisión, le han pillado que sus amigos pederastas le enviaban revistas de Crecer feliz y Ser padres. Se excitaba con los bebés. Para que te hagas una idea del nivel de pulsión. Con Ortiz es distinto. Tenía una vida sexual convencional, digamos, y además tiene esta debilidad por atacar a niñas. Él se ufana de otros delitos, incluso dice que eran necesarios, pero le avergüenzan estos delitos. Por eso nunca los ha reconocido. (Piensa) Siempre digo una cosa, y, a medida que pasa el tiempo y voy conociendo casos, creo que tengo razón: los delincuentes son gente muy poco interesante. Los asesinos, los violadores… El Hannibal Lecter que dibujó Thomas Harris en la novela y Lethem en el cine no existe en realidad. No hay ningún asesino que pinte el Duomo ni que cocine el hígado de sus víctimas. Son gente bastante más cutre, más de zapatilla. Al final, el asesino es José Bretón, que tiene voz de pito y es un tipo intrascendente. Hemos tenido a asesinos que aprendían, como Joaquín Ferrándiz, que asesinó a cinco mujeres en Castellón. Era un tío que iba aprendiendo con cada crimen, que iba perfeccionándose. En cuanto detienen a un camionero al que le atribuyen sus crímenes, él deja de matar porque sabe que hay un tío en prisión. Pero tampoco era un tipo verdaderamente interesante. Y Ortiz está, probablemente, entre los menos interesantes de los delincuentes.

—He entendido el libro como un homenaje a los policías de la Operación Candy.

—Probablemente. De manera involuntaria, si quieres, ha sido un homenaje a ese grupo Candy, al jefe de la brigada, por lo que vivieron. Digo involuntariamente, porque el libro no nació con esa idea, sino con la de tratar de reflejar lo que vivieron esos policías. Y luego es un homenaje a más gente. Escribiendo el libro, te das cuenta de la valentía de alguna de las familias, de las niñas.

—Qué niña tan extraordinaria, por cierto, es Paula.

—Paula es un personaje maravilloso. Su madre es un personaje maravilloso. Y después de verlas a las dos, en las declaraciones en el juzgado, en la rueda de reconocimiento, te das cuenta del coraje, de la valentía y de algo que… (Piensa) tiene la obligación de olvidar, pero también tiene la obligación de recordar. Ese momento, ese crack es increíble y se aprecia en las imágenes, en la voz de la niña, en su madre… Cómo ese último ese esfuerzo, ese «venga, lo cuentas por última vez y no lo vuelves a contar nunca…». El esfuerzo de la jueza, de los funcionarios de los juzgados, los psicólogos, el esfuerzo que hicieron para que todo quedase perfectamente cimentado y no tuviese ninguna escapatoria…

—No se puede decir lo mismo de políticos como Salvador Victoria.

"Incluso se dudó del grupo Candy desde la propia Policía. Y la única que mostró su apoyo inquebrantable fue Cifuentes. En ese sentido, el comportamiento que tuvo fue impecable"

—Mira, cualquier cosa en la que se meta la política, la pudre. La pudre. Pudre la cultura, el fútbol y pudre la policía. Y alguien se dio cuenta, hace muchos años, de que con la Policía y la Guardia Civil se podían obtener réditos políticos. Y era un buen escaparate para vender o aniquilar a alguien. Y, en este caso, lo que hizo gente como Salvador Victoria, que tenía una guerra particular con Cristina Cifuentes, entonces delegada del Gobierno, fue utilizar la Operación Candy y esta investigación, lo que él consideraba un fracaso de investigación, como herramienta política contra Cristina Cifuentes. Me puse en el pellejo de los policías que se estaban dejando la vida, a los que se les paró la vida durante la investigación, a los que aparcaron todo, a sus familias, etcétera, cuando leían a Salvador Victoria decir que esta operación tenía que ponerse en manos de la Guardia Civil y de los especialistas… Claro, esto, en el ánimo de esta gente no hizo mella, porque esta gente está hecha de una pasta distinta, pero, desde luego, el papel de los políticos fue muy, muy discutible. Incluso se dudó del grupo Candy desde la propia Policía. Y la única que mostró su apoyo inquebrantable fue Cifuentes. En ese sentido, el comportamiento que tuvo fue impecable.

—¿Sintió alguna vez vergüenza ajena viendo el trato mediático del caso? La teoría conspiranoica de la cortina de humo para desviar la atención de la dimisión de Gallardón es aberrante.

—¡Puff! (Risas) En España nos gusta la conspiración más que a un tonto un lápiz. Y hay cientos de casos con teorías conspiratorias. Estoy pensando… Desde el caso Alcàsser, donde algunos medios alimentaron teorías conspiratorias, y algunos personajes se hicieron millonarios. Decían que las chicas fueron víctimas de una especie de grupo de políticos que grababan snuff movies. Esto se llegó a decir en televisión. Incluso, el delegado del Gobierno de Alicante, que demandó a Pepe Navarro y a Ignacio Blanco, recibió la justicia cuando ya estaba muerto. La justicia dijo que aquello era una aberración, pero le dio la razón estando muerto. Del 11-M ni os cuento. Y con el caso Marta del Castillo igual. Es una gigantesca cuenta pendiente que tiene la justicia, hay una inmensa deuda con los padres de esa chica, y también ha servido para elaborar teorías de la conspiración, donde se conectaba con el PSOE a través de que la novia del hermano de Miguel Carcaño pues es cierto que era hija de una dirigente del PSOE. Las conspiraciones nos gustan mucho. Y a la prensa, por una extraña razón, entiendo que comercial, o a determinada prensa, le gusta alimentar las conspiraciones. Hace poco, con el tema de Totalán, pasó un poco lo mismo. También había teorías que decían más o menos que el padre almacenaba droga en ese agujero, y que el niño cayó allí y por eso echaron tierra… Y ya no hablo más de fake news. Toda la vida se ha llamado «mal periodismo». ¿Vergüenza ajena cuando ves determinados tratamientos? Sí. Además, muchas veces no te das cuenta de que los temas que se tratan en la crónica negra, o en la nota roja, como dicen en Sudamérica, son temas muy delicados, donde estás jugando con gente que ha perdido un familiar, o que va a acabar en la cárcel algún familiar suyo… (Piensa) Mira, te voy a hacer una confesión. Ha llegado el momento.

—Adelante.

"Solamente por lo que le hizo a Xia, Ortiz se merecía los 70 años de condena que tiene"

—Yo era muy joven, creo que fue en el 93. Secuestraron a Anabel Segura, una chica de La Moraleja, mientras hacía footing. Fueron dos tipos: Emilio Muñoz Guadix y Cándido Ortiz. Eso nunca fue un secuestro, sino que la asesinaron la misma noche. No habían preparado un secuestro en condiciones, les había visto la cara y la asesinaron. Entonces, durante un tiempo simularon un secuestro, hubo dos intentos fallidos de rescate, no había pruebas de vida, y tal. Entonces era reportero en El Mundo. Y yo publiqué, en fechas próximas a la Navidad, un reportaje en el que decía que la Policía estaba convencida de que Anabel Segura había sido asesinada. Se seguía barajando la hipótesis del secuestro y, públicamente, lo que había era un secuestro. Muy poco tiempo después, como una semana después, cuando todavía se escribían crismas navideños, recibí un crisma del padre de Anabel Segura y deseaba unas fiestas mejores que ellos, porque su hija pequeña, la hermana de Anabel, se había enterado leyendo mi noticia de que su hermana había sido asesinada. Hostias. Aquella lección no la voy a olvidar jamás. Entonces, sé que cuando escribo o cuento cosas las puede leer la hermana de alguien. ¿Esto quiere decir que vas a falsear la verdad? No. Pero en cualquier investigación de un delito grave, el trabajo de la Guardia Civil o la Policía es poner un gigantesco foco sobre todo lo que rodea a un secuestrado o un asesinado. En ese foco no quedan zonas de sombra nunca, y todos tenemos zonas de sombra en nuestras vidas. Yo el primero. Tengo zonas de sombra que no quisiera que, si me matasen o secuestrasen, salieran a la luz. Entonces, el periodista debe contextualizar esas zonas de sombra. Hace poco, por ejemplo, hubo un caso donde se ha puesto al descubierto toda la vida privada de una víctima. Es el caso de Javier Ardines, el concejal de Llanes. Tenía una relación. Evidentemente, eso no puedes ocultarlo, porque el crimen está motivado por esa relación. Pero Javier Ardines tenía muchas más amantes. Y eso aparece en los atestados. Bueno, pues ya está, debe seguir permaneciendo en los atestados.

—Para finalizar, ¿cómo se encuentran ahora las víctimas?

—Pues salvo a la que llamo Xia, están más o menos bien. Paula ha estado mimada permanentemente y vigilada. Tiene episodios de malos sueños, digamos, y temores de que vuelva a pasarle algo así. Daisy es la que tiene mejor pronóstico de todas ellas. A Lúa, la primera niña, le pasa un poco lo que a Paula: tiene de vez en cuando algún miedo, algún temor. Y los daños de Xia yo creo que son irreversibles: física y psíquicamente está destrozada. Va a tener que pasar revisiones toda su vida por el destrozo que le hizo este tipo. Para que te hagas una idea: cuando la Policía intentó llevarla al escenario del secuestro, para que reprodujera el camino, daba dos pasos y se retorcía y se quedaba bloqueada. Cualquier figura masculina la asocia a su agresor y no quiere ver a ninguna figura masculina. Ese daño es irreparable. Ya solamente, por lo que le hizo a Xia, Ortiz se merecía los 70 años de condena que tiene.

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Jesús Fernández Úbeda

Jesús Fernández Úbeda (Ciudad Real, 1989) es periodista por obra y gracia —o desgracia— de la Universidad Complutense de Madrid. Escribe en Zenda y en Libertad Digital. Además, ha cubierto un par de giras de Enrique Bunbury y escribió el press release de su último álbum, Expectativas. También hizo de compilador, o como se diga, en El último pistolero, de Raúl del Pozo. Aterrizaje forzoso (Cultiva Libros, 2018) es su primer libro. En Twitter @jfubeda89

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