Este libro es el diario de una marcha a pie de seis días por el norte de la provincia de Soria. Los apuntes paisajísticos y las peripecias de la excursión se alternan en el texto con breves reflexiones sobre un puñado de temas: el yo y los otros, la soledad y la libertad, el pesimismo y la esperanza, la enfermedad, la pasión por los caminos y las dudas sobre la escritura. Hay también tres o cuatro alusiones al final de una historia de amor. En el relato está muy presente la naturaleza, así como el destrozo producido por los molinos de metal y la desolación de los pueblos abandonados que jalonan la ruta. Atravesando parajes de una belleza austera, Víctor Colden encadena recuerdos, silba canciones y se hace preguntas, conversa con las personas que va encontrando y dialoga con autores como Stevenson, Machado, Pasolini o el soriano Abel Hernández. Diario, entre la introspección y la confesión, de un caminante que se resiste a buscarse a sí mismo y acaba admitiendo que todo viaje es un viaje interior.
Zenda comparte algunos fragmentos de Mañana me voy, de Víctor Colden (Abada Editores).
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Me gusta pensar en la densidad histórica de los caminos, en los motivos por los que se trazaron y en los fines y propósitos de quienes los recorrieron. Yo voy por ellos sin motivo práctico alguno. ¿Soy un diletante?
el ánimo. En una de las minúsculas huertas, a la salida del pueblo, me ha despedido un ciruelo en flor. Cantaban los pájaros y reía el arroyo de Fuente Fría en el fondo del barranco: una orla blanca entre chopos desnudos.
Cuando marcho por uno de estos caminos, intento imaginarme a las personas que transitaron por ellos siglos atrás. Cuánta soledad, cuántas ilusiones; cuánto vino, cuánta agua y cuánta sed; cuántas risas y amargura, cuántas historias. Es reconfortante sentirse pequeño. Sólo soy uno más.
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El alba es imbatible.
Ayer vi anochecer en la sierra del Alba. He visto en ella, esta mañana, amanecer. Me digo que hay un valor cierto en la redundancia, tan a menudo denostada. En el exceso de mensaje o de sentido, que está bien saber aprovechar en una época en la que nada significa gran cosa.
Yo no elegí la melancolía: la melancolía me constituye irremediablemente. Soy un hombre de atardeceres, pero si me obligaran a elegir, no tendría duda alguna: me quedaría con el alba. ¿Será que en el fondo yo…?
Hay dos dulzuras hermanas, aunque distintas, la del amanecer y la del anochecer. En la calma del crepúsculo vespertino ya sabemos lo que viene luego –lo inevitable–, pero de madrugada, desde que la tiniebla empieza a desteñirse muy poco a poco, todo es posible y resulta difícil no acabar sintiendo algo parecido a la esperanza.
Imbatible es el alba, de una condición superior. Ojalá nunca terminara de amanecer y el sol no dejara de ser una promesa a punto de cumplirse. Yo seguiría caminando en este frío puro, en este silencio puro, en este asomo de luz pura y pudorosa, que nada mancharía.
Un anhelo particular, el de estar siempre empezando. Empezando un día, otro camino, un libro nuevo, lo que sea.
El alba, sí, es imbatible.
Y enseguida llega la aurora: la luz gana color.
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Voy pensando, al caminar, en la chica de los ojos de color avellana. Lo mejor sería que dejara de mirar sus fotos, que procurara olvidarme de su cariño, que la diera por perdida.
«¿Puede uno deshacerse de la melancolía?», me preguntaba en una de sus cartas. Ella lo escribió en francés: «Toi, l’expert en mélancolie, qu’en penses-tu? Peut-on s’en débarrasser?». Yo no soy un experto ni un teórico de nada. Si hubiera contestado a esa carta, le habría respondido… que sí y que no.
La melancolía de su ausencia se irá difuminando, lo sé, como también sé que nunca desaparecerá.
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Por fin he llegado a Sarnago.
Agreste belleza, y desolada, en medio de un silencio limpísimo. Manchas de nieve, frío y amplias vistas que impresionan: las eras y los bancales verdes, los oteros, la sierra de Oncala y el cerro del Castillo.
Belleza agreste, belleza humillada. Herida –¿de muerte?– por los gigantes eólicos que coronan los montes y por la fealdad de los bosques de repoblación. Cuánta razón tenía Unamuno: «Los españoles no están a la altura de sus paisajes»
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Yo también soy trashumante. Voy buscando los pastos más frescos y una impresión duradera de verdad en mi vida
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Qué bien le viene al alma, a veces, una cura de Castilla.
En cuanto puedo busco el norte. Busco Cantabria, busco Galicia, busco Asturias: busco las playas, los montes, los bosques, el verde, la lluvia y el gris.
El Mediterráneo es mi mar y yo vuelvo siempre al sur, donde mi madre guarda lo poco que queda del jardín de mi infancia, el jardín de Inventario del paraíso.
Pero qué bien le viene al alma, a veces…
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«Camino». No me cansaría nunca de decir y oír decir esta palabra, como tampoco me cansaría de leer, escribir y hablar acerca de lo que designa. Hacerlo me obsesionó durante años.
¡Los vocablos del camino! ¿Cuántas veces habré repasado la lista de sinónimos y voces relacionadas que enumera Julio Casares en su Diccionario ideológico? Rúa, veril, vereda; cañada, hijuela, alcorce; trocha, derechera, cuerda, cordel. «Cambera» (esta me la regaló Isidora): en Cantabria, ‘camino de carros’. «Azagador» o «azagadero»: ‘senda por la que las ovejas y cabras tienen que ir azagadas’, o sea, en hilera, una detrás de otra.
Pocas palabras tienen para mí una capacidad de sugestión similar. En ellas está la impronta de las miles de historias de quienes viajaron por los caminos de la vieja España. Historias de arrieros y feriantes, de pastores y postillones, de soldados, chalanes y recoveros. De ventas, posadas, mesones, casas de postas y estafetas. Señera entre esas historias, por supuesto, la del magro caballero y su escudero leal, fatigando carrenderas.
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¿Cuántas cosas he roto en mi vida? ¿Cuántas se me han roto entre las manos? Podría intentar dedicar el tiempo que me quede a componer algunas de ellas. A suturarlas, a enmendarlas, a sanarlas.
Me gusta pensar que la escritura es una forma de hacer eso. Como caminar. Paso a paso –palabra a palabra–, ir cosiendo la herida.
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Autor: Víctor Colden. Título: Mañana me voy. Editorial: Abada. Venta: Todos tus libros.
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