Desperté con el cañón del revólver apuntándome entre los ojos.
—¿Cómo sabes que es un enano?
—No podría estar ahí metido si no fuera un enano.
Cada vez que mi esposa sentía un ruido, sacaba el revólver de la caja de zapatos, le ponía las seis balas y me despertaba con la sutileza de un carcelero en Guantánamo.
Escuchamos golpes, quejidos, el siseo de una tela rasgándose. Salí de la cama empuñando el revólver. Caminamos por el pasillo, descalzos y en puntas de pie. La llama descolorida de la estufa titubeaba en la oscuridad. Había alguien saliendo de un agujero en el sillón, entre los almohadones y el respaldo, ahí donde la semana anterior se me había caído el control de la tele. Pero no era un enano.
Bajé el arma cuando reconocí a Manuel, un amigo de la infancia al que no había visto en más de diez años. Miraba a su alrededor con los ojos entrecerrados, como si le molestara la luz, con la cabeza ladeada en un gesto señil. Parecía confundido. Yo también estaba confundido porque pensaba que Manuel se había matado con la moto. Al menos eso me habían dicho, pero nunca lo vi muerto porque, entre una cosa y la otra, al final no pude ir al velorio.
Sus movimientos entrecortados y torpes me hicieron acordar a esos videos en tono sepia del siglo pasado en los que todos usan sombreros y vestidos. Se tambaleaba y le crujían los huesos como si estuviera desacostumbrado a usar el cuerpo.
Caminó por la casa arrastrando los pies, tocando los muebles y los adornos, revolviendo los cajones. Hasta que lo llamé por su nombre, me miró con esos ojos de pescado muerto y rumió unas palabras incomprensibles.
Después de un rato de hacer preguntas que Manuel nunca respondió, mi esposa y yo volvimos a la cama. Le di una frazada para que se tapara las piernas y lo dejamos sentado frente a la estufa. Antes de acostarme, guardé el revólver dentro de la caja de zapatos.
—¿Cuánto tiempo se va a quedar? —quiso saber mi esposa.
—No sé. Mañana le pregunto.
—Vas a tener que coser ese sillón —fue lo último que dijo antes de darse vuelta y empezar a roncar. Me lo repitió todas las noches y yo siempre le respondía «sí, mañana lo hago».
Pero pasaron tres semanas y la rutina, las excusas para no ir a un velorio y la heladera rota hicieron que nos olvidáramos del sillón. Manuel seguía viviendo con nosotros porque no pude localizar a ningún familiar que se hiciera cargo. Al menos su presencia no significaba un gasto extra: no comía ni tomaba ni se quejaba cuando le apagábamos la luz. Pasaba la mayor parte del tiempo destartalado como un títere sobre la silla, mirando la pared vacía con la tristeza del que contempla la tumba descuidada de un ser querido.
Hasta que un fin de semana fuimos a visitar a mis suegros y cuando volvimos a casa nos encontramos con una docena de personas en el comedor. Amarillos y huesudos, arrastrando los pies, con los brazos y la cabeza oscilando como si fueran de trapo. Todos hablaban a la vez, pero no hablaban entre ellos; cada uno estaba teniendo su propia conversación, su plegaria sombría, su canción de cuna. Se chocaban uno contra el otro y ni siquiera se miraban. Noté que había alguien más saliendo del agujero en el sillón: una muchacha alta y casi desnuda, con el pelo chamuscado.
Reconocí a varios familiares y amigos que suponía muertos, aunque tampoco había podido ir a sus velorios. Cambiaban cosas de lugar, reacomodaban los adornos y los muebles, haciendo espacio, dejando huecos.
Miré a Manuel, sentado frente a la estufa, con la cara hundida en la palpitante luz naranja. Pero no me devolvió la mirada porque estaba concentrado en otra cosa. Había encontrado el revólver en la caja de zapatos. Lo contemplaba con su tristeza idiota mientras lo giraba como a un trompo sobre la mesa. Recordé que lo había guardado con las balas puestas, pensando en descargarlo al otro día.
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