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Mala yerba - Jaim Royo - Ediciones Tolstoievski - Zenda
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Mala yerba, de Jaim Royo

Ediciones Tolstoievski publica Mala Yerba, la nueva novela del escritor Jaim Royo, anteriormente conocido como Jaime Royo-Villanova. En 2010, un grave accidente lo mantuvo varios años alejado de la actividad literaria. Hasta ahora. A continuación os ofrecemos las primeras páginas de esta novela.    Los personajes de esta trilogía son galletas de jengibre. 1. La música...

Ediciones Tolstoievski publica Mala Yerba, la nueva novela del escritor Jaim Royo, anteriormente conocido como Jaime Royo-Villanova. En 2010, un grave accidente lo mantuvo varios años alejado de la actividad literaria. Hasta ahora. A continuación os ofrecemos las primeras páginas de esta novela. 

 

Los personajes de esta trilogía son galletas de jengibre.

1. La música de Swell

La inocencia del amor no atenúa sus consecuencias.

Todo loco elige dos cosas:

Avanzar hacia el Temor.

Argumentar en contra del Temor.

El loco camina en dirección al abismo mientras farfulla en contra del abismo. Quien padece una psicopatología trata asiduamente con la mentira, pero en su fuero interno sabe que la única posibilidad de sanación está en dirigirse hacia aquello que le hace temblar, lo que subyace y palpita, lo amenazante, cuyo poder de atracción es más intenso que las fuerzas gravitacionales que rigen el orden elíptico de los planetas. Y aunque la inteligencia le prevenga, es incapaz de resistirse al poder que lo reclama. La enajenación es un diálogo entre la conciencia y el ego. Los síntomas son los gritos de este ante la imposibilidad de elevarse sobre aquella; cada fobia, la concreción de un pavor desconocido que, en última instancia, llamamos verdad.

Sin embargo, mientras que el malvado pretende ser juez, el loco acepta ser juzgado. Así, éste depende de un decreto mientras que aquél ha sellado su propia sentencia.

La voz del Acusador ha de ser nítida.

Estresar a la mente.

Esta es la historia de cómo el destino opera a corazón abierto.

—Estoy cansada. Corría el mes de mayo y esas fueron las primeras palabras que me dirigió. Ni siquiera me había dado cuenta de que empujaba el columpio contiguo al de mi hija, Any.

—Yo al principio me aburría —contesté, dando por hecho que se refería al cuidado de los niños.

—Los padres del colegio hemos hecho un círculo que nos evita el aburrimiento.

Me reí.

—En mi caso logré evitar el aburrimiento sin necesidad de círculo —dije.

—¡Eso es todavía mejor!

Enseguida se marchó detrás de su pequeño, al que llamaba One, y que corría como un cohete de la NASA que hubiera perdido el reactor trasero.

—¿Cómo te llamas? —le grité a ella.

Y, volviéndose a medias, contestó azarosamente que Swell. Un delicado vínculo se creó entonces. La vida buscando en los meandros del perpetuo frío.

—Yo Harry —susurré sin que me oyese.

Dos días después de nuestra conversación la invité a tomar café. Nos sentamos en la terraza contigua al parque infantil donde jugaban Any y One, y, allí, bajo un sol tímido, me confió su vida. Lo hizo con celeridad, como si algo urgente dependiera de aquel momento. Se desahogó en mí, un desconocido padre solitario con la generosidad que sólo un alma desesperada es capaz de ofrecer. Era viuda. Hacía un año que su marido, León Tyler, había muerto en accidente de tráfico. «Estaba muy cansada» volvió a decirme esta vez refiriéndose su relación, y, saltándose cualquier pudor con una liviandad que indicaba su frágil estado, añadió que su fallecimiento había sido un alivio para ella y que, hasta entonces, no se había atrevido a confesárselo a nadie.

Así me abrió las puertas de su vida.

‡ ‡ ‡

Swell tuvo el primer ataque de pánico a los catorce años.

La mañana en que fue a formalizar la matrícula de ingreso al instituto nada extraño había sucedido: pensar en las vacaciones, desayunar con su hermano, «mamá comiendo muy rápido pasteles, a toda velocidad, como si fueran a desaparecer; pero ella siempre comía así». Después coger un autobús y colocar sobre los muslos una carpeta con los documentos dispuestos en el orden por el que se los iban a solicitar; luego un semáforo rojo, un perro de la correa, el sol de julio y las vallas publicitarias, las escaleras del instituto salpicadas de otros estudiantes. Pasillo, sala, ventanilla. Y de pronto los sonidos ralentizados. «Tengo la piel de gallina. ¿Qué pasa?» Se frota los ojos. Trata de inscribir una letra dentro de la cuadrícula correspondiente del impreso. La punta del bolígrafo. La tinta azul, intensa. Una tinta agresiva. «No mires. ¿A qué?» Ganas de ir al baño. La sala cuadrangular. El murmullo creciente. Los músculos isquiocavernosos contraí- dos. Las rodillas hacia dentro, arrejuntadas. La tibieza de la orina en sus muslos. Una mancha expansiva y lenta. «Voy a morir». La sangre abalanzándose por las arterias femorales. Mira a sus zapatos. No los reconoce. Están a kilómetros de distancia.

Echó a correr.

No sabe cómo llegó a casa.

Estaba sucia y mojada y vomitando.

Le fue diagnosticada agorafobia y recetado un fármaco con efecto ansiolítico. Comenzó un tratamiento de terapia conductual que le enseñó a establecer un patrón de respuesta fisiológica al pánico, pero a partir de aquella mañana la ansiedad se convirtió en su isla.

—Me acostaba pensando que me iba a morir y me levantaba controlando la respiración.

El segundo ataque lo tuvo trece meses después, mientras veía Los peores años de nuestra vida . La película pertenece al género de humor. El guion parte de un estereotipo: Alberto (Gabino Diego) es «un soñador enamorado del amor que suspira por encontrar a la mujer de su vida ». En realidad, Alberto es un donjuán camuflado que juega al desencanto porque le da buenos resultados. No está cabreado con el mundo. El mundo es el escenario de sus capturas.

La dulce Swell se identifica con la superficie patosa de Gabino Diego.

Su subconsciente lo hace con la máscara de Alberto.

Ella no entiende la tensión que la resquebraja.

Rumia ideas, pavor y pretextos. La presión aumenta. La razón da vueltas. El perfecto orden tiembla. El magma asciende, alcanza la capa granítica de los esquemas fijos. Abre canales de conciencia. Anti-sinapsis. Los largos paseos del enfermo. Se niega a saber y a su pesar sabe. El loco se encoge, se agarra la cabeza. «Una siente que va a perder el control», dice Swell. «¿El control?» Todas esas razonables excusas. La expulsión es violenta. Escoria volcánica cubre el cielo, una columna eruptiva a la vista de quienes, tomando distancia, contemplan sobrecogidos los síntomas psicopatológicos del paciente: sudor en los ojos, caminar veloz, encogida, pasos cortos, rápidos, un rastro de heces.

Lo mejor de la película es la música de Michel Camilo, jazz. Un piano indiferente que gira cristalino y ligero que sin embargo no evitó que las laderas, valles y colinas de Swell fueran arrasadas. Le recetaron paroxetina. Veintidós gramos al día. Entre los posibles efectos adversos se cita la aparición de pensamientos de suicidio. «Es más probable que le suceda esto si es usted adulto joven».

‡ ‡ ‡

A Swell le gustan los churros porque su abuelo se los compraba de niña; la ropa, porque su madre tenía una tienda de vestidos. Sólo sabe que el pánico la acosa, no entiende por qué. Un pánico abstracto que ella identifica a situaciones concretas para combatirlo; pero el ansia que alberga nada tiene que ver con el desorden, las multitudes o los espacios abiertos. Ordenar y limpiar compulsivamente son meros ensayos. El gran estreno llega cuando la vida crea un escenario en el que el guion es la obra y la obra es el guion. Dentro y fuera lo mismo. Los temores se plantean entonces. Eso fue lo que nos pasó.

‡ ‡ ‡

El telón se levanta en 2006, cuando Swell comienza a trabajar en TOA como Coordinadora de Exposiciones y 4 Pianista dominicano de jazz. Allí conoció a León Tyler, el padre de One.

—El típico bohemio, todas estaban locas por él.

De acuerdo a la escala de inteligencia Stanford-Binet publicada por Lewis Terman en 1916, una puntuación superior a 175 en un test de C.I. se denomina superdotación intelectual profunda. Les pasa a unas dos mil personas en el planeta. León Tyler estaba entre ellos.

Le gustaban las motos.

Tenía una Harley.

Dormía con un hacha debajo de la cama.

Era escultor y fotógrafo. Lo suficientemente listo para tener además un buen trabajo. Luego hablaré de su trabajo. En cuanto al arte, creo que era mejor fotógrafo que escultor. Swell me dejó ver sus álbumes y catálogos. En realidad, me entregó todo el material del difunto. Dieciocho cajas de objetos personales, cinco agendas, un iPhone, un ordenador y un disco duro. No sé por qué lo hizo. En todo caso, me puse a investigar aquellos documentos con la meticulosidad de un funcionario.

Sinopis de Mala yerba, de Jaim Royo

Un hombre, tres historias.

Harry se enamoró de Swell. Antes se había enamorado de María. Después Harry se enamoró de Sabrina. Harry es sólo un hombre que perdió a su mujer, su trabajo y su casa en un solo día. Harry empezó a dormir en su coche. Harry terminó en un psiquiátrico. Harry tocó fondo, pero se salvó. Le habían podado el ego y tenía un compromiso irrenunciable con la verdad. Nunca diría palabras de amor por decirlas. Nunca sería falsamente amable, nunca encubriría las excusas, la hipocresía. Tras su caída, sólo será capaz de enamorarse de mujeres tan al límite como él.

Tres historias de amor en las que el amor cobra una nueva dimensión: la totalidad del abismo. Tres historias de amor a las que sólo Harry podría haber sobrevivido.

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Autor: Jaim Royo. Título: Mala yerba. Editorial: Ediciones Tolstoievski. Venta: Web de la editorial

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