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Mala estrella, un cuento de Cuca García Lorente - Zenda
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Mala estrella, un cuento de Cuca García Lorente

‘Kiss by the Window’, Edvard Münch Habrá quienes conozcan a Cuca García Lorente como profesional del interiorismo y la decoración. Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas por la UCM, empresaria, experta interiorista, televisiva en ocasiones, especializada en branding y comunicación; a mí lo que más me gusta de Cuca es su curiosidad y su entusiasmo...

‘Kiss by the Window’, Edvard Münch

Habrá quienes conozcan a Cuca García Lorente como profesional del interiorismo y la decoración. Licenciada en Publicidad y Relaciones Públicas por la UCM, empresaria, experta interiorista, televisiva en ocasiones, especializada en branding y comunicación; a mí lo que más me gusta de Cuca es su curiosidad y su entusiasmo por aprender. Y, en concreto, el entusiasmo por iniciarse en entresijos de la literatura que nos ha traído hasta aquí.

El cuento del mes de noviembre de la Escuela de Imaginadores está velado por las sombras, envuelto en un aura turbia que nos hace dudar de lo que vemos y de lo que oímos. A Cuca García Lorente le interesan las personas, las relaciones y la música de las palabras. Sin embargo, esta vez con su relato se ha internado en la zona oscura, en la bruma más allá de la cual no hay vuelta atrás. «Mala estrella» también es un relato de amor.

***

Mala estrella

Rodeó la casa por el porche de madera, y como otras veces se asomó a la ventana de su habitación. Se adivinaba el color verde de la barandilla, ahora desgastada por la falta de cuidados. Durante años, cada tarde, había repetido ese recorrido desde el pueblo hasta la casa de la colina. Antes de llamar a la puerta se quedaba ahí, extasiado, observando a Anita. La mayoría de las veces la veía bailando con la música muy alta. Saltaba de la cama al suelo estirando los brazos y las piernas, casi volando, retorciéndose y moviendo su cuerpo menudo con gracia y energía, con una suavidad que de pronto se tornaba violenta, como con rabia. Escuchaba su respiración agitada, como un animal herido, por encima de la música. Cuando esta paraba se quedaba jadeando inmóvil un rato largo, hasta que su pecho, desbocado y tembloroso, se calmaba. Entonces, dirigiéndose a un público imaginario, se inclinaba solemne, sonriendo, cambiando de postura con cada saludo, como si estuviera en un escenario. Él la miraba fascinado y confundido, rendido a las emociones que le provocaba aquel ser puro y delicado. Otras tardes, la encontraba sentada en el suelo hecha un ovillo, abrazando sus piernas, con la cara apoyada en las rodillas y la mirada perdida. Una belleza rebosante de tristeza rodeaba su cuerpo. No podía dejar de mirarla. Sentía que lloraba sin lágrimas, con una emoción profunda que el paso de los años no había conseguido borrar de su memoria.

Tampoco podía olvidar el último día que la vio. Estaban solos en la casa y le pidió que bailara.

—¿Ya no me vas a mirar al otro lado de la ventana? —le dijo mientras ponía la música.

Se acercó y con el pie descalzo, le empujó suavemente hasta el suelo de la habitación. Comenzó a bailar entregada, excitada, moviéndose a su alrededor al ritmo de la música. Cuando se acabó, temblaba sonrojada. Se inclinó como para saludar, pero se dejó caer sobre él, entregándose como un animal herido, delicada y violenta, como con rabia, y entonces empezó a contar. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…

***

Se acercó más a la ventana, y como si el tiempo se hubiera congelado en sus recuerdos, le pareció ver a Anita, acurrucada, meciéndose en el suelo, moviéndose de atrás adelante y repitiendo números con la mirada descarriada y la voz quebrada, dulce y violenta, como con rabia.

—¿Los años no te han enseñado a dejar de hocicar? —La voz latosa y tosca de su amigo le sorprendió. Llevaba una escopeta colgada del hombro—. Creo que ya te había dejado claro que aquí no eres bien recibido.

—Hola, César, no he venido a verte a ti. ¿Y esa niña?

El hombre comenzó a reír.

—Esa niña… ¿Has visto un fantasma? No pensaba que fueras tan estúpido.

—No entiendo. ¿Dónde está Anita?

—¿De verdad eres tan tonto como pareces? Sal ahora mismo de mis tierras. Y no vuelvas nunca más.

***

Antes de que el hombre empuñara la escopeta para encañonarle, miró hacia la ventana y vio a la niña pegada al cristal. Ella le miró y se agachó para esconderse. Su mirada triste se quedó clavada en su retina. César corrió hacia la habitación olvidándose por un momento de él; aprovechó la circunstancia para escapar ladera abajo hasta llegar al pueblo.

Sintió las miradas de los vecinos detrás de las desvencijadas ventanas, casi todas cerradas. No había nadie en la calle. Avanzaba sin rumbo, aturdido por un ensordecedor silencio que parecía retumbar en las fachadas de las casas. Esa tierra le mostraba una elipsis infinita en su memoria. El vacío del lugar escondía, en cada una de sus piedras, ahogados gritos de ausencia, soledad y miedo.

Se abrió la puerta de una cuadra y una mano tiró de él hacia adentro.

—La ha matado. No hemos hecho nada y al final la ha matado.

La voz en la penumbra le sonó familiar.

—¿Pascua? —preguntó temeroso.

—Hace mucho que nadie pronunciaba mi nombre —balbuceó.

—Pascua, amigo.

Alargó los brazos buscándole en la oscuridad mientras le oía sollozar.

—Ya es tarde. Te lo dije, y ahora ya es tarde.

La voz de Pascua se apagó lentamente y el silencio llenó de nuevo el espacio. Sus ojos se hicieron a la oscuridad y comenzó a distinguir algunas sombras. Comederos de animales y un poco más al fondo algunos bultos apoyados en la pared de adobe. Se acercó llamándole de nuevo, Pascua. Pero allí solo había aperos de trabajo y ropa colgando de un clavo.

Abrió la puerta para que entrara la luz. Se sintió ridículo buscando al padre de Anita en aquel chiscón abandonado. Llevaba muerto más de veinte años. Salió de nuevo a la calle. Necesitaba respirar. Pasó por delante de su casa antes de llegar al cementerio. El tejado se había desplomado y la naturaleza había recuperado un terreno que siempre le había pertenecido. Tan solo la chimenea de piedra permanecía en su lugar, como un tótem inmenso sobre el que expiar su culpa. Cobarde, eres un cobarde, parecía escuchar.

Aquella noche, él se sentía más vivo que nunca. Su sangre palpitante, fluyó y vibró con la de Anita en una danza inevitable, dulce y violenta, sustituyendo la rabia por amor, entregándose el uno al otro para siempre. Pascua se lo dijo. Mientras corría exultante colina abajo lo llamó. Él siguió adelante rugiendo Amo a tu hija, Pascua, amo a Anita, perdiéndose en la negrura de la noche. El viejo lo llamó desde la dehesa, llévala lejos, hijo, sácala de aquí. Aléjala de su hermano. Pero su voz medrosa no atinó a alcanzar el ímpetu de un corazón enamorado que continuó su carrera gritando su amor a las estrellas. Las mismas estrellas que contaba Anita mirando al cielo cuando César la buscaba por las noches.

***

Casi oscurecía cuando llegó al cementerio. La reja estaba rota y atrapada entre las zarzas que parecían escudar el descanso eterno del parque. Consiguió atravesar la barrera sorteando la maleza. Una sensación extraña de vacío y agitación recorrió su cuerpo. La misma que vio reflejada en los ojos de César aquella noche cuando le contó que amaba a su hermana. Entonces su amigo bramó como una bestia en celo, con la voz opaca y la mirada descarriada. Con ira se lanzó a su cuello intentando ahogar una llama que había prendido para siempre. Consiguió zafarse y escapar al bosque, y corrió arrebatado después colina arriba implorando y gritando a la noche, en un augurio de dolor y muerte. Al cruzar la dehesa, Pascua gemía Ya es tarde, ahora ya es tarde. Entonces no vio que el hombre iba herido de muerte. Llegó a la casa buscando a Anita y al asomarse la encontró tumbada en el suelo con la mirada quebrada. En su boca dulce y roja, se dibujaba una sonrisa de sosiego. La sangre aún manaba de su pecho y mostraba un último atisbo de vida al buscar la ventana para mirar al cielo. César empuñaba una escopeta. La perra ya no está más y aquí no eres bien recibido, le dijo desafiante y tranquilo.

La nostalgia y el miedo dieron paso a un estremecimiento. Era noche cerrada y comenzó a sentir mucho frío. Estaba allí, aunque fuera tarde. Una sensación extraña, de ansiedad y náusea, le hizo temblar mientras caminaba perdido y sin rumbo entre las tumbas. Tropezó y cayó al suelo. El miedo se apoderó de él al leer su nombre sobre una piedra. Pensó en Anita, encerrada en esa habitación para siempre. Entonces se acostó sobre su tumba y mirando al cielo empezó a contar estrellas Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez. Un, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez…

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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