¿Por qué motivo puede decidir un autor escribir sobre algo de lo que no tiene ni idea? No lo sé, para mí también es un misterio. Cada historia nace de un pálpito, de una sensación absolutamente irracional. Si tienes una idea, tienes una historia: sólo debes trabajarla. Así nació Un lugar a donde ir. Por distintas circunstancias, las cuevas cántabras se habían colado en mi vida: no de una forma arrasadora, y menos con lucecitas de neón que dijesen «nuevo y potencial best seller». Al contrario: ¿a quién demonios iba a interesarle la Historia Universal, los complejos kársticos, los milagros de la ciencia, en una novela de misterio? A mí. Sólo a mí. Pero si había llegado hasta aquél punto no era para estancarme, sino para arriesgar. «Pues hagámoslo», pensé. Y recordé a Juan Gómez Jurado en Valencia Negra de 2016, contándole al público que había comenzado a pergeñar su novela Cicatriz, tras ver un costurón en el rostro de una chica de su gimnasio. Sonreí entonces con alivio, comprendiendo que no era la única que tenía aquella clase de pálpitos decisivos para poder comenzar a tejer historias.
Cuando comencé a escribir la novela, ¿sabía qué iba a contar? Por supuesto. Soy una escritora perfectamente seria. Tengo un montón de esquemas y libretas de notas que lo acreditan. Sin embargo, meses antes, cuando decidí escribir la novela con la única idea de las «cuevas» en mi cabeza, ¿sabía qué era lo que iba a contar, cuál sería el mensaje implícito? No, en absoluto. ¿Tenía la más remota idea de geología o de arqueología? Tampoco. Tuve que documentarme durante muchas semanas para, por fin, encontrar lo que buscaba y sentarme ante el ordenador. ¿Cómo lo hice? Con toda clase de argucias, como siempre. Comprando muchos libros y llamando a muchas puertas: guardia civil, forenses, arqueólogos, músicos, museos, oficinas de turismo, ayuntamientos, Fábrica Nacional de Moneda y Timbre de Madrid. Y algunos más.
—¿Diga?
—Hola, buenos días. Me llamo María Oruña. Estoy escribiendo una historia en la que tienen gran peso las cavidades cántabras, quería saber si podría hablar con algún arqueólogo o responsable…
—Pero, ¿llama usted de la Universidad?
—Quién, ¿yo? No. —«Soy escritora», pienso. Pero me da una vergüenza mortal decirlo, porque por entonces todavía no sé exactamente qué soy: ¿abogada, investigadora, madre, escritora? ¿Todo a la vez? —Eeeh… no, no, yo… escribo. Escribo novelas.
—Novelas —repite mi interlocutor, despacio. Presiento que no vamos bien.
—Sí señor, novelas de misterio. No quiero molestar…
—Novelas de misterio. Con cuevas —repite de forma deliberadamente lenta el hombre al otro lado, haciéndome sonreír ante este juego, en el que tengo todas las de perder.
—Sí, bueno, el año pasado publiqué Puerto Escondido…—aventuro. («Que le suene de algo, que le suene, joder»)
—Ah, me suena. —(«¡Bravo!») —Una de submarinistas, ¿no?
—No. («Mierda»).
Y en este momento, justo en este instante del diálogo, y creo que gracias a mis años como abogada, despliego todo el armamento de oratoria imaginable para conseguir hablar con alguien que pueda contarme por qué dedica su vida entera a buscar el conocimiento. Por qué busca tantas verdades entre huesos y agujeros de la Tierra. Y lo consigo: varios días después me pasan con el responsable. Y acabamos tomando una caña, y aprendo muchísimo de sus gestos, de su forma de mirar, de esa ilusión infinita por cada descubrimiento. Aprendo, incorporo, aderezo: construyo personajes. Y al día siguiente quedo con otro arqueólogo, que me muestra una estancia de trabajo en la que, de inmediato, decido asesinar a alguien. Literariamente, claro. A lo mejor a la trama no le hacía falta, pero los pálpitos son así. Y al día siguiente me voy a una cueva, en esta ocasión la de Hornos de la Peña. No, no va a salir en la novela, pero todavía no lo sé. Visitaré muchas cavidades antes de decidir cuáles son las adecuadas. En ésta, sólo pueden entrar cuatro personas por visita: me dan un farolillo cual minero del siglo XIX y adentro. Respira, siente, huele: esto vas a tener que pasarlo a papel. Y no voy sola, me llevo un hombre de mi edad y a otro de cinco años. El primero, es mi compañero de aventuras, el marido que acepta con una sonrisa audaz todas mis ocurrencias. El segundo, mi hijo: potencial aventurero, que ya asimila como normal buscar historias en toda clase de escenarios.
Y así, entre viaje y viaje, visitando bibliotecas, charlando con expertos, voy dando forma a esa arquitectura sólida que, para el lector, debe ser ligera. Que esto parezca fácil, que en la última página todo tenga sentido, que logremos un juego en equilibrio. Que haya logrado contar un misterio y, además, un pensamiento: que cada personaje haya encontrado una motivación y un buen lugar hacia el que dirigirse. Un lugar a donde ir.
Una vez, Laura Fernández, del periódico El Mundo, medio en serio medio en broma, me bautizó como la «arqueóloga del crimen». Le expliqué cómo escribía: yo sólo tenía una idea primitiva, una frase, y sobre ella me ponía a trabajar. Cuanto más investigaba, más se dibujaba la trama. Y lo hacía sin mi ayuda, como si la historia siempre hubiese estado ahí, esperando a que yo llegase y le soplase el polvo, como un arqueólogo que pasa su pincel sobre un tesoro cubierto de arena.
Y aquí, como en todas las buenas novelas, al terminar debemos regresar al principio: si tienes una idea, tienes una historia.
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Autor: María Oruña. Título: Un lugar a donde ir. Editorial: Destino. Venta: Amazon, Fnac
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