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Madame Zero y la hermosa indiferencia, de Sarah Hall - Zenda
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Madame Zero y la hermosa indiferencia, de Sarah Hall

Madame Zero y la hermosa indiferencia (Alianza editorial) conforman un grupo de relatos perturbadores y eróticos, sorprendentes y certeros, que confirman a Sarah Hall como una de las grandes escritoras británicas de su generación. Sus personajes, ya se trate de un ama de casa frustrada que busca un apasionado encuentro, de una joven que contempla...

Madame Zero y la hermosa indiferencia (Alianza editorial) conforman un grupo de relatos perturbadores y eróticos, sorprendentes y certeros, que confirman a Sarah Hall como una de las grandes escritoras británicas de su generación. Sus personajes, ya se trate de un ama de casa frustrada que busca un apasionado encuentro, de una joven que contempla la muerte de su novio o de las fobias de una niña, son verdaderos supervivientes azotados entre oscuras pasiones y deseos que afloran a la superficie. De este libro, que llega a las librerías el 13 de septiembre, ha dicho The Guardian: «La carga erótica de la prosa de Hall y su violenta fuerza física coexisten con la sensación de aislamiento de sus personajes: cada uno es un mundo en sí mismo, que guarda su profundidad y su misterio”.

 

Señora Fox

Que él quiere a su mujer es indudable. Cuando está en el trabajo, se pasa el día deseando verla. En el tren, de vuelta a casa, va leyendo, mirando las estaciones de los pueblos de la periferia, el terreno robado por las urbanizaciones, las franjas de tierra de aspecto mineral y los penachos de las nubes. Se la imagina dejando caer el albornoz mientras cruza el dormitorio. Normalmente él llega primero, cuando ella aún está en el coche, volviendo de la oficina. Se sirve una copa y se reclina en el sofá. Cuando se abre la puerta, se excita. Hace un esfuerzo para esperar a que ella entre, lo vea y le cuente cómo le ha ido el día, pero no tiene paciencia. Ha entrado en la cocina y está quitándose el abrigo y los zapatos. Su silueta, su fragancia con aroma a rosa marchita.

Hola, cariño, dice al verlo.

La forma de sus ojos, casi persas, aunque es inglesa. Su cintura y sus caderas debajo de la falda azul. Observa sus movimientos, al fregadero, a la mesa, a la silla en la que se sienta, despacio, con gracia femenina.

Por debajo del hoyuelo del cuello, entre el escote de la blusa, gotea una delicada cadena de oro en la que lleva colgado el anillo de boda.

Hola.

Se inclina para darle un beso, con las manos en los bolsillos. Un placer tan sencillo: es suya y puede besarla. Uno de los dos prepara la cena: esto es el mundo moderno y los dos son capaces, los dos están ocupados. Cenan y a veces toman vino. Hablan o escuchan música; nada especial. Todavía no tienen hijos.

Después suben y se preparan para irse a la cama. Él se lava la cara y hace pis. Le gusta conservar las huellas del día en el cuerpo. No se pone nada para dormir. Ella tampoco, pero se ha duchado, y el pelo del color del trigo se vuelve más oscuro ahora que está húmedo. Tiene una piel suavísima, sin ondulaciones en las nalgas. El vello púbico se endurece cuando se seca, cruje al rozarlo con la mano, contrasta con lo que hay dentro. Un misterio que él quiere resolver todas las noches. Tienen posturas preferidas que les hacen sentirse y parecer distintos uno para el otro. El truco está en separarse un poco. El truco está en saber morder y hablar con una voz que no es la propia. Cuando terminan, ella va al cuarto de baño, se lava y vuelve a la cama. Él duerme de maravilla, sin soñar.

Naturalmente, eso no es verdad. Ningún hombre está completamente satisfecho. Se distrae con pensamientos eróticos y a veces se irrita con ella. No paga las facturas a tiempo. Es desordenada en el cuarto de baño, y él tiene que recoger a diario los montones de toallas húmedas. A veces consume pornografía, cuando está de viaje por asuntos de trabajo. Fantasea con otras mujeres: unas se parecen a antiguas novias, otras a ella. Si ve una mujer que lo excita, en el trabajo o en el tren, piensa en la alternativa, en el recambio. Pero cuando estos momentos se esfuman y vuelve a la realidad, siente un miedo de vértigo, se imagina que la pierde y se da cuenta de lo importante que es para él. Es la ausencia lo que define la importancia de las cosas.

Y ¿qué hay de esta mujer? En cierto modo es imposible conocerla, como sucede con todas las mujeres inteligentes. Su esencia es variable, aunque eso no significa que sea calculadora: simplemente intenta sobrevivir. Le ha sido infiel una sola vez. Es una mujer deseable, pero los encantos sexuales no bastan para despertar adoración. Algo que le ocurrió en la infancia la ha convertido en una persona reservada. No tiene exigencias románticas, no reclama seguridad, y él la adora por eso. El que menos quiere es siempre el que recibe más amor. Después de lavarse, cuando vuelve a la cama con él, tiene sueños subterráneos, sueña con bosques, madrigueras y pasadizos oscuros, raíces y tierra. En el bolso, con el maquillaje y el dinero, lleva una pelotita morada. Es un objeto inútil, pero se empeña en conservarlo, nadie sabe por qué. Se llama Sophia.

Viven en una casa moderna, en un pueblo de los alrededores de la ciudad. Los colores de la casa son como los de la tierra cultivada: verde col, marrón, lino. Ángulos duros, superficies alargadas, cajones invisibles que se cierran con suavidad. La hipoteca es alta. Han invertido en ladrillo, en la idea del hogar. Los jueves viene a limpiar la asistenta. Las casas de la zona son parecidas: de nueva construcción, en pleno campo, en lo que antes eran brezales.

Una mañana, cuando se levanta, ve a su mujer vomitando en el váter. Está arrodillada, dando arcadas, pero no expulsa nada. Está agarrada a la taza. Cuando se inclina hacia delante, las muescas de la columna se desplazan hacia arriba por debajo de la piel. La protuberancia de los huesos, la boca muy abierta y los chasquidos de la garganta crean una escena desconcertante. Su mujer nunca se pone enferma. Le apoya una mano en el hombro.

¿Estás bien? ¿Necesitas algo?

Ella se vuelve a mirarlo. Tiene los ojos brillantes, febriles, y un brillo cobrizo en la piel. Dice que no con la cabeza. El malestar ha pasado. Cierra la tapa del váter, tira de la cadena y se incorpora. Se inclina sobre el lavabo y bebe directamente del grifo, a tragos largos, no a sorbitos. Se seca la boca con una toalla.

Estoy bien.

Posa la mano un momento en el pecho de él y vuelve al dormitorio. Empieza a vestirse, se sube la cremallera de la falda, acomoda los talones en los zapatos.

No voy a desayunar. Tomaré algo después. Nos vemos esta noche.

Se despide de él con un beso. Tiene el aliento ligeramente agrio. Él oye el portazo de la puerta y el ruido del motor del coche. Su mujer es de constitución fuerte. Pocas veces tiene que quedarse en la cama. El año en que se conocieron tuvieron que extirparle un bulto. Le abrieron el abdomen, y ese mismo día se levantó y estuvo paseando por los pasillos del hospital. Va a la cocina y se prepara un huevo. Después sale a trabajar.

Empieza a darle vueltas a lo que ha pasado y se va preocupando a lo largo del día. Pero esa tarde, cuando vuelven a casa, todo presagia cosas buenas. Ella se encuentra bien, incluso está radiante: ha firmado un contrato para la venta de un edificio de oficinas satélite. Ya no tiene ese color verdoso en la piel. Lleva el pelo suelto sobre los hombros. Lo acerca, tirando de la corbata.

Gracias por ser tan cariñoso esta mañana.

Se besan. Él se tranquiliza, aunque no sabe por qué se ha preocupado. Le saca la blusa y desliza los dedos por debajo de la cinturilla de la falda. Ella parece estar dispuesta. Suben y se desnudan uno al otro. Se agacha delante de ella. Una franja de pelo ancha, sin depilar, le cubre la parte superior de los muslos. El sabor le recuerda a un río. Tardan más de lo habitual. Él se debate entre el inmenso placer del clímax y el aplazamiento. Ella no se corre, pero está fogosa. Al final, él no puede aguantar más.

Cenan tarde —cereales en la cama— y derraman la leche de los cuencos, como niños. Se ríen de esta pequeña aventura doméstica, como si acabaran de conocerse.

Mañana empieza el fin de semana y el tiempo se convierte en un lujo. Pero ella no se queda durmiendo hasta tarde, como de costumbre. Cuando él se despierta, su mujer ya se ha levantado y está en el baño. Oye el ruido del agua mezclado con otro: una especie de grito ahogado con el que se expresa el dolor de una quemadura o un corte, un grito como el de un pájaro, aunque más fuerte. Lo oye una vez, dos veces. ¿Está enferma otra vez? Llama a la puerta.

¿Sophia?

No contesta. Es una mujer celosa de su intimidad y lo que pueda pasarle solo es asunto suyo. Quizá esté incubando una gripe. Se va a la cocina para hacer café. Ella no tarda en bajar.

Se ha lavado y vestido, pero no tiene buen aspecto. Está demacrada, tiene la cara contraída y unas ojeras muy oscuras, como si hubiera pasado mala noche.

Pobrecilla, dice él. ¿Qué te apetece hacer hoy? Podemos quedarnos tranquilamente en casa si no te encuentras bien.

Quiero dar un paseo, dice ella. Me apetece tomar el aire. Le prepara una tostada pero ella apenas da dos bocados y deja en el plato lo que ha masticado, un montoncito mojado y marrón. No para de mirar por la ventana.

¿Quieres que salgamos a pasear ya?, le pregunta.

Ella asiente con la cabeza y se levanta. En la puerta de atrás, se calza unas botas de cuero, se pone una cazadora y una bufanda amarilla y espera con impaciencia mientras él encuentra el chaquetón. Echan a andar por el callejón sin salida, rodeado de casas del color del brezo, y pasan por delante de donde juegan los niños, al final de la calle, por el foso de hormigón con montículos cónicos donde patinan. Aún es temprano y no hay nadie. Se presiente la escarcha en los aleros que miran al norte. Un tenue sol de octubre ha comenzado su tarea bajo el velo de niebla de la mañana. Cruzan la puerta que da al campo y se adentran entre los árboles diminutos: fresnos jóvenes que han plantado hace poco, alrededor de los bosques más antiguos. A unos tres kilómetros, al otro lado del brezal, en dirección a la ciudad, las excavadoras están nivelando el terreno para ampliar las carreteras.

Sophia va deprisa por el camino de tierra, quizá intenta desprenderse del virus, de la enfermedad, de lo que está alterando su organismo. El camino sube y baja, entregado a un juego indulgente. Hay helechos y matas de yerba, ramitas cruzadas, despojos de hojas, frágiles recuerdos del ajo silvestre y las flores del verano. En el centro del campo sobreviven algunos árboles más viejos, con las ramas pesadas, la corteza pelada y los troncos cubiertos de líquenes anaranjados. Los pájaros entran y salen como flechas entre los matorrales. La luz atraviesa el aire: una luz dorada, terrenal, aunque con un toque sagrado.

Sigue adelante. No hablan pero van juntos, en un silencio cordial. Él se permite distraerse un rato con pensamientos irracionales: su mujer tiene un cáncer indescifrable y voluble que acabará consumiéndola; el dolor será una condena y él la velará en las horas fatídicas sin separarse de su cama. Vivir sin ella será espantoso. El recuerdo será como una herida para él. Pero ve que anda con paso firme, va por delante de él, y sabe que está en forma y sana. Mueve el cuerpo con energía. Entonces, ¿qué le pasa? ¿No es feliz? ¿Tiene algún conflicto? No se atreve a preguntar.

Los bosques empiezan a espesarse: robles y abedules. Un arrendajo atraviesa volando los matorrales y se posa en la tierra, cerca de él: admira el color azul primario de las alas antes de que empiece a sacudirlas. Sophia vuelve la cabeza bruscamente y sigue al pájaro con la mirada. Corrige el paso y empieza a andar de una manera extraña, de puntillas, con las rodillas flexionadas y los talones levantados. Después se inclina hacia delante, en una posición tensa y forzada, y echa a correr. Corre con todas sus fuerzas. Levanta terrones de turba y llamaradas de hojas con los pies. Le brilla el pelo, que adquiere un tono amoratado bajo el sol de cromo. Va a toda velocidad, como si la persiguieran.

¡Eh!, la llama. ¡Eh! ¡Para! ¿Adónde vas?

Ella afloja el ritmo y se detiene a unos cincuenta metros. Se agacha en el camino, mientras él se acerca deprisa, y sacude el cuerpo para intentar quedarse quieta. La alcanza.

¿A qué ha venido eso, cariño?

Ella vuelve la cabeza y sonríe. Le pasa algo en la cara. La escultura de los huesos no es la misma. Tiene los labios finos y la nariz como una hoja de acero oscura. Los dientes amarillos y pequeños. Las pestañas que enmarcan los ojos del color de la avellana se han vuelto más densas y las cejas parecen más juntas: tiene una expresión que él no ha visto nunca, una mirada casi suplicante. Es un truco de la luz de esta mañana de otoño en Inglaterra que deforma las cosas. El color profundo de las sombras que proyectan las copas de los árboles. Parpadea. Ve que ella vuelve a mirar al bosque. Se inclina, apoya las manos en el suelo y levanta el trasero. Se ha quitado las botas y se aleja. De nuevo echa a correr, a cuatro patas, más pegada a la tierra, más veloz y más elegante. Corre y se vuelve cada vez más pequeña, corre y se vuelve cada vez más pequeña, corre a la luz del sol enrojecido, con el pelo teñido de rojo y la cazadora caída; su cuerpo y su piel roja se relajan poco a poco. Corre. De su espalda cuelga de repente una cosa impúdica, con la punta blanca. La bufanda amarilla se arrastra por el brezo. Se desprende de todo vestigio.

Se detiene, al alcance de su voz, no vaya él a quedarse mudo. Vuelve la cabeza por encima del hombro. Los ojos color topacio. La cara chamuscada. Una raposa.

La luz de octubre no es menos traicionera que cualquier otra. Cantan los pájaros. Se marchitan las plantas. La luna, pálida y sesgada en el horizonte, se está poniendo. Todo sigue su curso, lento o veloz. Observa a la zorra que está en el camino, delante de él. Su mujer echará andar en cualquier momento entre las matas. Saldrá arrastrándose del nódulo de helechos enmarañados. Se rendirá ante los matojos que tanto parecen atraerla. Qué cosa tan rara, susurrará, señalando el camino.

En esto piensa, parado bajo el sol de la mañana, y se resiste a creerlo. Los insectos pasan de tallo en tallo. La brisa susurra entre los árboles.

En el camino hay una criatura brillante que lo está mirando; no se mueve, no se asusta, no huye. No. Da media vuelta y levanta la cola a un lado como un cetro en llamas. Tiene las extremidades esbeltas y el hocico fino. Una franja blanca de la mandíbula al pecho. La cabeza adelantada y baja, como si mirara hacia el futuro por encima de la tierra. Está perplejo, atrapado en pensamientos inútiles, lo niega, se asusta, hasta que una voz solitaria atraviesa el caos. Lo has visto, lo has visto, lo has visto. Pronuncia las palabras a medias, nada tiene sentido. Y entonces, ella se acerca trotando por el camino, como un perro que vuelve con su amo.

Instinto y valor. Mil proyectos salvajes. ¿No debería huir a las fronteras, ahuyentar a patadas ese mundo creado por el hombre? Viene hacia él, con un cuerpo evasivo y atlético y unas piernas elegantes con calcetines negros. Hace un momento era Sophia. Se queda quieto. Su diálogo mental se interrumpe. La ve sentarse a sus pies, con la cola erguida. Las orejas sublimes, formidables. Los ojos del mismo color que el pelaje. Se arrodilla y, con una ternura exquisita, le acaricia el cuello, que sería suave si el pelo no estuviera cubierto por una fina capa de grasa.

¿Qué puede decidirse en un momento sin cuestionar toda una vida? Recoge la cazadora de los arbustos. Se la echa por encima con cuidado —ella no se resiste—, le pasa los brazos despacio por debajo del cuerpo y la levanta. Tiene el peso de un mamífero mediano. Huele a almizcle, a glándulas y, levísimamente, a su perfume de rosa sucia.
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Autor: Sarah Hall. Título: Madame Zero y la hermosa indiferencia. Editorial: Alianza. Venta: AmazonFnac 

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