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Luz de vísperas, eterno reencuentro - Zenda
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Luz de vísperas, eterno reencuentro

La vida en los libros es bella, muy bella, porque está llena de espíritus. Un árbol crece entre nosotros y cada rama nos lleva a un lugar distinto, según se mueve en sus recuerdos espléndidos. He visto con él los arrozales de Darjeeling, los prístinos lagos de Sils Maria, los salones de los viejos hoteles...

Hoy la luz jugaba con las sombras en el Jardín del Alma, una isla que alguien construyó un día, tal vez para guardar un secreto. Ahí estaba mi buen amigo, con su inconfundible elegancia sobria, en chaqueta azul marino y el símbolo de la realeza británica en la solapa. Me he vestido acorde con la historia que estoy escribiendo ahora —me dice sonriente—. Lleva consigo L’art de jouir de Michel Onfray y una guía de Londres. El espíritu del artista se nutre de cada detalle, no me cabe duda de que el alma de Mauricio Wiesenthal tiene música, y alas. En esta mañana soleada de septiembre ha conjugado cada apreciación con la poesía, la fuerza de la palabra libre, atemporal, que convierte cada conversación en una danza sensual. Cada vez que me reencuentro con mi querido amigo Mauricio tengo la sensación de entrar en un templo sobrio, acogedor y amable, donde suena de fondo un tango que cuenta una historia. Es habitar el humanismo, siempre como enseñanza en cada una de sus muchas aventuras.

La vida en los libros es bella, muy bella, porque está llena de espíritus.

Un árbol crece entre nosotros y cada rama nos lleva a un lugar distinto, según se mueve en sus recuerdos espléndidos. He visto con él los arrozales de Darjeeling, los prístinos lagos de Sils Maria, los salones de los viejos hoteles de Europa y una Madonna llorando en una calle de Nápoles. He escuchado también la risa de Coco Chanel. Y hoy, en el Jardín del Alma, él mismo me ha cantado una canción en ruso y dos en italiano, porque este escritor, enólogo, artesano y esgrimista, ganador de la medalla de oro de Bellas Artes, fue también cantante en su día.

Europa se debate hoy entre Rusia y el mundo capitalista, como cualquier colonia, desnaturalizada y vaciada de su historia. Nosotros, los viejos europeos, aprendíamos a creer en los ideales caballerescos, porque son la herencia de nuestra propia historia.

Tenía que volver a encontrar ese punto en que la emoción fluye sin romper la medida ni el dominio de la palabra, permitiendo que la frase larga se funda con la corta, el sentimiento con la razón, el ritmo con la melodía y la poesía con la realidad.

"Una vez me dijo que su Nennolina volvería a aparecer en el camino nevado, y llegaría patinando como siempre, para contarle sus historias de niña, aunque en sus ojos habría ya luces y penas de mujer..."

Es mi cuarto encuentro en Zenda con este maestro que derrocha sabiduría templada. Todo se engrandece gracias a su profundo conocimiento del mundo, y de las personas que lo habitan, desde aquel que pide limosna por una callejuela de Nápoles, hasta los que visten de tweed y sedas en un lustroso vagón del Orient Express. Mauricio Wiesenthal no se pierde ni un detalle de la historia que desfila ante sus ojos. Como si fuera un espectador del Titanic que ha disfrutado de las bodegas donde el carbón movía las máquinas, hasta los fastuosos desfiles de roble y porcelana en los compartimentos de primera clase. Al chocar con el iceberg, él hubiera ayudado a desembarcar a todo el pasaje regalándoles una sonrisa cómplice, y se hubiera quedado con esa orquesta, hasta que tocara la última nota, quizá porque él ya ha visto el cielo, y no es un mal lugar para los justos. Una vez me dijo que su Nennolina volvería a aparecer en el camino nevado, y llegaría patinando como siempre, para contarle sus historias de niña, aunque en sus ojos habría ya luces y penas de mujer…

Nennolina venía cada mañana y, tímidamente, se acercaba a la mesa para dejarle las medicinas a su abuelo. Gustav sentía una tierna alegría al ver a la niña. Llevaba siempre su pañuelo de flores en la cabeza y, con sus deditos, se ajustaba el nudo para presentarse bien vestida… parecía venir de las fronteras de un mundo más puro, más ligero y más bello.

Conversando en el Jardín del Alma.

Quería conversar con Mauricio sobre la que yo creo es la obra literaria en la que más ha dejado de sí mismo, Luz de vísperas. Se trata de una novela inmensa, escrita con el estilo de los clásicos centroeuropeos y soviéticos. Son 33 años los que dedicó el maestro a labrar este libro, cuya dimensión ya abruma, pues se diría que está más vivida que escrita. En ella se narra la apasionante vida del escritor Gustav Mayer, ganador del Nobel de Literatura, desde la Gran Guerra, hasta en los días en que Europa sucumbió al nacionalismo, en la segunda contienda mundial. Mayer, enamoradizo e idealista, y contradictorio como la propia Europa, coincide con personajes entrañables, extraordinarios, como son sus grandes amores, la valiente Sara Zucker o su mujer Carlota, la pequeña Nennolina —su gran amor—, y su abuelo Dimitrije, y escritores como Rilke, Mann o Zweig. La música, la literatura, el arte, decoran el espacio invisible e infinito de cada página escrita. Fue creada para leerse despacio, incitando a acompañar en el viaje a estos personajes que hablan, sienten, se enamoran, envejecen… Viven y luchan por algo, y uno siente esa causa como propia. Bellezza épica al estilo de Mann, Stendhal, Dumas, Cervantes, Victor Hugo, Dickens, Tolstoi, Dostoievski, para degustar como solo se hace cuando la mente baja a un segundo plano y entran en juego los entresijos de los sentidos. Como él mismo dice, una novela inconfundiblemente europea, aunque escrita por un español.

La luz de la víspera no es el final. Solo es una luz que embellece contornos, otorgando calidez a la estancia, y regalando la promesa de un nuevo mañana.

¿Por qué esa mirada tuya,
Hoja de Menta,
Ha de prender así, cuando me miras,
El hilo de la muerte al de la vida
Y el rayo de tu luna
Al de mi estrella?
¿Por qué no puede oler la muerte a menta,
y el sufrimiento
a mata de hierbabuena
en tu pelo?
Tu tienes, como la vida,
Luz de vísperas:
Ese calor inútil que se va de largo
En la lumbre
Encendida;
O ese sabor absurdo de lo amargo
Que, a fuerza de ser amargo, hasta parece dulce.

***

ENTREVISTA CON MAURICIO WIESENTHAL

La novela de una novela

—Todo comenzó en los años 70, en el hotel Maloja Kulm de Sils-Maria, y terminó 30 años después, en el mismo lugar. Cuéntanos, querido Mauricio, la génesis y las razones de Luz de vísperas.

—He escrito siempre como he vivido, muy al margen de las modas. No lo hice a propósito, sino porque como escritor no me preocupan en absoluto las usanzas y tendencias de la moda. Y menos aún los “planes oficiales”. Escribo tal como soy, poniendo música a la partitura de mi propia vida. Cuando uno se da cuenta de que sus gustos, sus sentimientos, y los azares y elecciones de su biografía le alejan de los caminos trillados tiene dos opciones: recurrir a un psiquiatra para “corregir” sus inclinaciones o, más sencillamente, aceptar su propia condición. A quien elige esta última vía sólo le queda afinar y conciliar sus “rarezas” en un intento —no siempre fácil— de aprovechar su sentido estético, original o creativo.

"Por eso guardo mi fe, ya que cuando el mundo nos gana una partida en un mal revés, sólo nos queda ese tesoro del espíritu para ser más fuertes que la desgracia"

Dejé la cátedra y mi camino en la carrera académica a los 25 años, cuando me di cuenta —en una meditada y severa elección personal— de que el sueldo seguro y el cumplimento de ese honrado deber me cortaba las alas, pues limitaba el aprendizaje de libertad y de vida que, a mi juicio, eran experiencias necesarias para mi vocación de escritor. La determinación de abandonar mi futuro académico en la universidad me exigió ánimo y valor, pues mi padre era catedrático y soñaba con verme seguir este camino. Pagué mi vocación de escritor independiente con incertidumbres y vaivenes que no puedo recomendar alegremente a nadie, pero he tenido a cambio una vida laboriosa, arriesgada y a veces novelesca. He estudiado sin parar, a la vez que trabajaba en mil oficios distintos para pagarme mis viajes y mi independencia, intentando siempre aprender de buenos maestros. Busqué una vida que podríamos llamar honesta y estética (cada uno tiene sus gustos) y he conseguido servir donde podía ser útil, a veces enseñando o aportando ayuda y entretenimiento. La vida se me fue transformando en novela, a la medida que el mundo se me convertía en Comedia Humana, y hoy me queda el convencimiento de que el mejor camino para un escritor es “hacer”, “aventurarse”, “actuar”, e “interpretar”. De esta forma he visto cómo mi bosque se llenaba de hojas (mis libros) y he tenido días de llanto, de incertidumbre, de risas y de rosas para dar y regalar. No puedo dar lecciones a nadie, y sólo me veo con ánimo para decir que todo lo que nos ofrece la vida en una odisea de trabajos, destierros, guerras, islas, mujeres hospitalarias, cantos de sirenas y reinos de lotos, eso y más nos lo cobra y nos lo quita el mundo en un mal naufragio. Por eso guardo mi fe, ya que cuando el mundo nos gana una partida en un mal revés, sólo nos queda ese tesoro del espíritu para ser más fuertes que la desgracia.

En Roma, 2021.

Subir a la montaña por la vía estrecha y expuesta exige rendir primero un largo camino de aprendizaje, iniciación y ascesis. Y pido, por favor, que nadie me confunda con uno de esos pedagogos que educan a los niños y a los jóvenes en la pretensión de que “nacieron genios”. Mi propuesta es más bien la contraria: aceptar nuestras propias torpezas y limitaciones, trabajar, someternos al estudio y a la higiene de vida, sembrar y soportar muchos años de recolecciones difíciles.

Seguramente debo atribuir a la suerte el haber sido educado por los últimos maestros de la paideia clásica y de la “vieja” cultura europea. Llegué conocer y a tratar a unos personajes —trabajadores, profesores, artistas, mujeres comerciantes honrados— que se movían entre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, en la agonía de Europa, intentando reconstruir con su trabajo las ruinas y reliquias de un mundo roto, restañando heridas, atendiendo necesidades y luchando por despejar nuevos horizontes. Mujeres, hombres y hasta niños compartíamos esa tarea social de responsabilidad y trabajo.

"Nadie como un trilero o un prestidigitador pueden enseñarnos lo importante que es la rapidez para salvar a un amigo de un mal paso, y quizás una abuela sin techo nos dará la oportunidad de aprender lo que significa ser útil a una madre"

Así fui eligiendo a mis maestros. Y aprendí de ellos muchos oficios y tareas que me sirvieron para ganarme la vida (los idiomas, la música, el teatro, la pintura, la esgrima, la fotografía, la química, la enología, la cocina) incluyendo la palabra y el arte de escribir. Dios creó al hombre para que pudiese narrar historias, cuenta una sabia parábola judía. Y también en la Ilíada el viejo Fénix se dirige al joven Aquiles para advertirle que “ha sido educado para realizar hazañas y para pronunciar palabras”. “La base de nuestro ser —ha escrito Claude Levi Strauss— es contar historias”.

Nunca hice clasificaciones de rango, de ejemplaridad ni de oficio entre mis mayores, sino que procuré aprender de todos, pues la vida exige lo mismo audacia que cautela, y tanta astucia como pureza. Hay momentos de soledad en que un hombre o una mujer maltratados sólo encuentran piedad en la mirada de un buen ladrón, y a menudo un cojo será nuestro mejor maestro en la resistencia o una muchacha rebelde nos enseñará a luchar en una barricada donde se juega la libertad o la justicia. Nadie como un trilero o un prestidigitador pueden enseñarnos lo importante que es la rapidez para salvar a un amigo de un mal paso, y quizás una abuela sin techo nos dará la oportunidad de aprender lo que significa ser útil a una madre. Así, por mi afición a leer y a estudiar, encontré fácil escuela en los libros. Y fui eligiendo a mis maestros en el arte de escribir, sin distinguir entre autores trascendentes o frívolos ni entre antiguos y modernos ni entre narradores de aventuras o de relatos románticos. Menos aún he discernido a mis guías o mentores por sexos ni idiomas o nacionalidades o credos. Creo que no los elegí yo, sino que me eligieron ellos mientras iba abriéndome camino como un joven inquieto, viajero y curioso que aprendía todo lo que podía en esa bendita escuela de “reconocer el espíritu”, porque este aliento de vida está en todos los seres animados, aunque a menudo oculto o prisionero. “Tirer l’esprit du cachot” (liberar al espíritu de la mazmorra), canta La Internacional, en su súplica coral de justicia y de lucha.

Es verdad que fui muy trabajador, porque nunca rechacé un quehacer honrado para ganarme la vida. Casi sin darme cuenta me vi metido en las páginas de una novela, y fui aprendiendo ese arte maravilloso en el que —para explicar un misterio o iluminar un rincón del mundo— hay que dibujar primero un tiempo, un espacio, una luz, una sombra, una situación, una presencia, un gesto, una frase y la vida entera de un ser humano. Mejor dos personajes. Aún más apasionante si los protagonistas son 50 y la acción transcurre en mitad de un baile o de un mercado o de un conflicto mundial o de un tumulto (es sabido que una buena película comienza cuando el protagonista entra o sale de una habitación, aunque no precisamente por la puerta). Lo importante es que tengan algo que decir y, sobre todo, que ninguno de ellos lleve exclusivamente la razón.  Las vidas y los actos importan, y no las opiniones.

Pronto descubrí que mis maestros preferidos —Goethe, Cervantes, Hermann Hesse, Jane Austen, Nikos Kazantzakis, Thomas Mann, Balzac, Proust, Stefan Zweig— eran narradores que conocían el arte que en Alemania llamamos Bildungsroman y que podríamos traducir al español por “novela de iniciación” (“formación”, escriben los que pretenden traducir literalmente del alemán, pero esa palabra me parece una pretensión doctrinal, fascista y pedante). Prefiero la misión más humilde de “iniciar”, porque da libertad al desarrollo del lector. En cualquier caso, en esa apasionante idea de la novela me conquistó como forma coral y total de narrar. ¡El Oro del Rhin de la novela! O, dicho en imagen más antigua y humanista: La Batalla de Anghiari o la Capilla Sixtina de la literatura.

"Esbocé la primera versión de esta novela a finales de los años 60, cuando ya se abatía claramente el crepúsculo de ruptura y desmemoria en nuestra cultura"

Así nació, en síntesis, la primera versión de mi novela Luz de Vísperas: un testamento de vida de un europeo que vino al mundo en un tiempo de cancelación de la memoria. Y, como respuesta a este reto —esa destrucción de la cultura “clásica” que permitía a los especuladores sustituir el tesoro del saber por baratijas y commodities que se patrocinaban como rentables modas intelectuales— me empeñé en escribir un testimonio de protesta y de restauración de la cultura europea, como la había aprendido en el testamento de mis mayores. Se trataba, en síntesis, de recuperar a unos personajes perdidos entre los escombros de dos Guerras Mundiales. Había que rescatar un mundo de culturas apasionantes que habían sido sepultadas por la fuerza de dos enormes imperios (Estados Unidos y la URSS, principalmente). Estos dos gigantes —superiores en fuerza y en poder— nos habían salvado de nuestros propios criminales. Para vencer a nazis y fascistas habían dado incluso generosamente su propia sangre y el sacrificio de sus jóvenes, pero a la vez habían aprovechado nuestra ruina para colonizarnos y borrar nuestra memoria. En eso debía consistir Luz de Vísperas (un título que quiere sugerir la penumbra de la noche que se cierne, y la promesa de un nuevo día). Por eso en las ceremonias más solemnes de mi novela una voz de mujer canta el Laudate Dominum de las Vesperae solennes de confessore: esa música sacra de “vísperas” (¡siempre vísperas!) que compuso Mozart y que bien podría representar el espíritu de la cultura europea.

Esbocé la primera versión de esta novela a finales de los años 60, cuando ya se abatía claramente el crepúsculo de ruptura y desmemoria en nuestra cultura. En una época en que tenía que ganarme la vida haciendo mil trabajos y pasando algunas dificultades, publiqué por mi cuenta la primera versión, y me vi obligado a resumir muchas páginas para mantenerme en el presupuesto; eliminé personajes y escenarios, y —aprovechando que conozco bien todos los trabajos de la edición y de la  impresión— compré el papel que pude permitirme, elegí los tipos de letra, corregí los textos con la atención que había aprendido de los antiguos maestros de las artes gráficas, diseñé la portada, compuse con letraset los títulos, y publiqué unos bonitos ejemplares artesanos (encuadernados en tela, con cubierta en papel satinado).

—¿Es tu obra más personal, la que más amas acaso? ¿Sabías, cuando la iniciaste, que iba a acompañarte tanto tiempo?

—Posiblemente sea mi obra más ambiciosa. Los seres humanos no alcanzamos la madurez hasta que no nos “comprometemos” en nuestra tarea y en nuestra responsabilidad social. Fue así como inicié esta novela, cuando ya tenía un bagaje de estudio y de memoria. Como te he dicho, mi único proyecto consistía en reconstruir ese mundo de ayer que había sido destruido por las guerras, pero no como un memorialista o un historiador sino como sólo podía hacerlo un novelista, es decir, rescatándolo para ensamblarlo en el mundo de hoy. Me parecía un experimento original y muy olvidado desde que los poetas helénicos intentaron recuperar y revivir los mitos fundacionales de las civilizaciones. Ese era, para mí, el momento clave que había dado nacimiento a nuestra cultura europea. Estudié a fondo esa revolución cultural. Y me di cuenta de cómo trabajaron. En vez de abandonar y cancelar el pasado, aquellos griegos pensaron que el futuro sin memoria será siempre una “vuelta a la infancia”, a la barbarie y a la inmadurez, si no le ofrecemos un horizonte arqueológico, una referencia histórica y un sentido responsable y adulto, lo mismo que la flecha lleva en su trayectoria la puntería del arquero y el impulso del arco. La moda por la moda es un delirio, y normalmente un plagio de algo que ya existió y parece nuevo sólo a los ignorantes. El progreso exige una base, porque es un ascenso, un avance en grados: un gradual. Por eso los antiguos griegos comenzaron a excavar y a ahondar en la memoria de un mundo sepultado por cataclismos, guerras y erupciones. Aquellos aedos, navegantes, exploradores, comerciantes, guerreros, filósofos, escultores, dramaturgos, poetas y educadores como Sócrates, comenzaron a encontrar tesoros y reliquias escondidos en aquel inmenso campo de peregrinaciones, glaciaciones, terremotos y ruinas que era el mundo antiguo: dioses, mitologías, continentes sumergidos, altares, héroes y escenarios cósmicos. Y así nacieron las epopeyas de Homero, las leyendas de la Atlántida, las Teogonía de Hesíodo que fundamentaron la educación campesina, la escuela cultural de la polis que era una liberación de la barbarie de los pueblos para convertirlos en “sociedades”. Los personajes del teatro de Esquilo, Sófocles y Eurípides crearon los caracteres y valores de la cultura europea (la hibris o soberbia, el ideal de belleza, la disciplina para afinar la areté o virtud, el sentido del honor y toda la escuela de iniciación del mundo clásico). La llamamos paidea porque sus maestros tenían la humildad de acompañar a “niños” en un proceso de iniciación, en vez de sentirse como ciertos ídolos de la modernidad que nos hablan ya desde el metaverso o desde la inteligencia artificial, tan lejos y tan lejos que a los pobres humanos nos parece que nos están hablando desde el apocalipsis.

"Por eso comencé mi novela con un tema misterioso: el acorde musical de Tristán, que tiene en la ópera wagneriana un desarrollo cósmico, erótico y conmovedor"

Pronto me di cuenta de que la novela que yo había pensado en una armonía clásica tomaba una tensión moderna (¡nadie puede vivir fuera de su tiempo!) y me veía obligado a luchar con esa tensión entre el mundo de ayer que estaba describiendo y las disonancias de mi tiempo y mi mundo. El futuro que abría a mis personajes no era un apocalipsis ni un juicio, sino una liberación. Comprendí que estaba “rescatando” a mis personajes del “escenario en el que habían vivido” (las dos últimas guerras mundiales) para traerlos al mundo de hoy, en un juego wagneriano muy interesante, porque los condicionantes y circunstancias que los habían condenado o limitado dejaban de someterlos. Revivían cuando los miraba desde mi tiempo y los hacía traspasar el tramonto y el horizonte de su muerte. A medida que avanzaba en mi obra me dejaba llevar por el vértigo de esa noche que me llevaba a un nuevo día: en las conversaciones de mis personajes surgían frases que cambiaban su sentido al traducirlas al tiempo de hoy, las fachadas de las casas de ya no eran grises y ahumadas como las conocí todavía en mi infancia en la Viena ocupada, la armonía de los valses de aquellas horas de Salzburg me aparecían disonancias desesperadas, la haciendas de Yucatán donde vivió la abuela de mi protagonista se mezclaba en color azul y ocre con mis memorias de México y escuchaba el canto de las muchachas en flor junto a la noria,  y los lugares y escenarios (hoteles, cafés, casas, parques, caminos, trenes, teatros) eran los mismos que ellos habían vivido pero aquellas fotos amarillentas se tornaban del color de mi tiempo.  Hasta el protagonista de mi novela —perseguido y exiliado— cambiaba de nombre, y esa decisión parecía alumbrar otra identidad en su carácter. Me veía envuelto en una epopeya extraña en lo que los amantes se separaban, los enemigos se aliaban, los suicidas se salvaban, y en medio de esa conmoción aparecían armonías inesperadas. Por eso comencé mi novela con un tema misterioso: el acorde musical de Tristán, que tiene en la ópera wagneriana un desarrollo cósmico, erótico y conmovedor: un reflejo de ese mundo de ayer que —cuando todos lo creían sepultado y desaparecido— se transforma en mundo de hoy.

—Hablemos de las mujeres de Gustav: Anna Hofer, Hilde von Halbach, Fritzi, Sara Zucker, Carlota, Christa e Ida… ¡Hasta Lili Marlene! Hay mucho de Scarlett O’Hara en ellas. Cuéntame.

—He disfrutado mucho creando esos personajes de mujer y niña, pues es evidente que un hombre sólo puede entrar en el mundo femenino por vía de espíritu, y no hay nada más divertido que esa experiencia de aprendizaje que mujeres y hombres hacemos para conocernos, jugando con las extrañezas de nuestra constitución animal y hormonal, hasta que al fin descubrimos que esas diferencias físicas y de identidad son también la base de la atracción, del juego erótico, del baile y de la seducción.

M. W. en Londres, 1997.

Esas mujeres tan diferentes son las heroínas de Luz de Vísperas y son las mujeres de mi vida, desde mi abuela materna (la única que conocí), mi madre o las muchachas que me criaron porque formaban parte del servicio y de la familia de casa, hasta mis primeras amigas de juegos, mis primas, mis novias, mis compañeras, y alguna de ellas —como Nennolina— una misteriosa niña que “se me apareció” en una noche de tormentas y milagros en Roma.

"Me llevo como tesoro de la vida el haberme enamorado de mujeres de este temple, aunque alguna de ellas puedan haber olvidado hasta mi nombre. Como San Pablo, creo que es más bello amar que ser amado"

Me dices que te parece ver en alguna de ellas rasgos de carácter que podríamos encontrar en Scarlett O’Hara. No me extraña, porque es mi personaje femenino más admirado, ya que fue creado por una autora que me fascina. A Margaret Mitchell la considero, con mucho, la mejor escritora del siglo XX. Tuvo todo el éxito editorial del mundo, fue desgraciada en el amor e incluso en un destino cruel que —siendo una mujer tan bella y rica de espíritu— la maltrató con varios accidentes. El último de ellos una muerte temprana cuando fue atropellada por un criminal drogado y alcohólico. Margaret era una mujer comprometida además con la lucha feminista de liberación y justicia. No fue nunca bastante aplaudida ni valorada en el ámbito más pedante de la crítica literaria norteamericana, quizás porque era periodista y sureña, y no pertenecía a las escuelas oficiales de la gloria académica. Pero, mal que pese a quien pese, creó personajes que nadie ha podido igualar. Estoy enamorado de Margaret Mitchell, como me enamoro de todas las mujeres valientes, y aún más si son coquetas, caprichosas e independientes (rasgos que, en mi criterio estético, forman parte de la belleza, el espíritu y la elegancia). Me llevo como tesoro de la vida el haberme enamorado de mujeres de este temple, aunque alguna de ellas puedan haber olvidado hasta mi nombre. Como San Pablo, creo que es más bello amar que ser amado. Debe de ser porque soy raro, pero entre victoria tramposa y fracaso elijo una cruz bien llevada, y entre inmortalidad y muerte, elijo siempre una muerte enamorada.

—El culto de la Virgen María está presente en todas partes a lo largo de esta obra. Qué simboliza Ella para ti.

—Alguna vez he contado que, por azares de mi vida —soy hijo de una familia burguesa, repartida y emigrada por diferentes países y lugares de este continente— viví en mi infancia experiencias mágicas para un niño, educándome entre personas que hablaban diferentes idiomas, y sostenían muy distintas ideas y religiones en la mesa pacífica donde nos sentábamos a compartir el pan y el vino. No olvido esas “santas cenas” y “esas pascuas de la memoria”, y a orillas de ese río del exilio lloré mis primeros fracasos, celebré mis primeros amores, sentí mis primeros miedos y me hice escritor y novelista (o sea, amante de los cambios de escenarios, los buenos diálogos y los “personajes”). Estudié luego en España, en Francia y en un colegio religioso de Friburgo donde tuve la suerte de pasar inolvidables días de infancia y adolescencia en el mismo internado donde se había educado Saint-Exupéry. En la capilla del colegio, teníamos la imagen de la Virgen María, rodeada de estrellas. Me cuesta decir “imagen” como si fuese una sombra irreal, porque allí me refugiaba cuando me sentía solo (a menudo, porque no dejaba de ser un extranjero) y aquella “madre” estuvo siempre a mi lado, clara y tierna, dulce y abrazable, incluso en los días en que el retrato de mis padres en mi mesita de noche me parecía borroso, enturbiado quizás por mis tormentas y mis lágrimas.

En Marruecos (1974) cuando escribía sus historias de Marrakech.

Es muy curioso que la palabra espíritu (Geist, en alemán) tenga una presencia cardinal en la filosofía ilustrada europea. La había tenido también el daimon socrático en la enseñanza clásica. El espíritu es la base de la creatividad y la fuerza impulsora del “entusiasmo” (en-tou-siasmos, Dios en nosotros) que distingue a la inspiración en cualquiera vislumbre de sabiduría o en cualquier impulso erótico, caritativo o fecundo de la condición humana.  Me eduqué en la tradición europea de llamar “espíritu” a esa “presencia de ánimo” que, de forma pretendidamente más racionalista, algunos prefieren llamar “genio”, “talento” o “inteligencia”. En Francia, en Alemania, en Suiza, en Austria y en Italia —más que en España— utilizábamos mucho la palabra “espíritu”, incluso cuando nos proponían trabajos escolares sobre el esprit de Wilde, de Kant, de Pasteur, de Miguel Ángel, de Sócrates, de Goethe, de Mozart o del Greco.

"Los jóvenes heridos o caídos no llamaban a sus padres en el abandono de la última hora, sino que invocaban a sus madres y se encomendaban a Nuestra Señora"

Ese sentimiento se había formado probablemente en mi corazón en el hogar donde nací. Cuando hacía mi servicio militar en Farmacia tuvimos que enfrentarnos en el hospital a una grave epidemia de meningitis. Y recuerdo que pasaba las guardias de noche en el laboratorio donde preparaba las recetas y medicinas que me encargaban los médicos. Y, a menudo, aparecía por allí una monjita muy joven —casi una niña— que venía a recoger los remedios para los enfermos. Charlábamos cuatro palabras, porque ella no podía distraerse de su guardia ni de su servicio de caridad. Cada día o cada noche la ambulancia traía a dos o tres muchachos atacados por la enfermedad, quejándose de dolor en la garganta y en la nuca, en un estado preocupante o decididamente grave. No olvido a aquella hermana que aparecía y desaparecía como un relámpago en la penumbra de mi laboratorio. La habitación olía a hierbas medicinales, a yodo, a alcanfor, al alcohol del mechero Bunsen y a un perfume limpio, rosáceo y silvestre que debía ser el de su alma. Recuerdo especialmente un día que llegó con los ojos húmedos, pálida y cansada, derrotada en su belleza y en la alegría que siempre la acompañaba.

—¿Por qué lloras? —le pregunté, y me atreví a apretarle la mano. La retiró enseguida con una sonrisa, pero una de sus lágrimas ya se había derramado sobre mi mano. Los seres humanos nos escribimos cartas de muchas maneras.

—Mi madre me entregó a las monjas del pueblo cuando yo tenía catorce años —me respondió—. Éramos seis, y en nuestra casa no había dinero para mantener a mis hermanos pequeños. Por eso me eduqué en el convento. Y, ahora, cuando uno de esos muchachos me llama Madre me siento tramposa e indigna, porque no sé hacer nada por ellos, ni curarlos ni ayudarles a vivir. Se nos mueren y no sé por qué me eligen a mí para darme la mano en el último momento, cuando dicen: ¡Madre mía! ¿Y por qué a mí?  Una madre que no sabe dar la vida… no es una “madre”.

En esta novela, Luz de Vísperas, describí algunas de estas escenas en el frente de la Primera Guerra Mundial. Los jóvenes heridos o caídos no llamaban a sus padres en el abandono de la última hora, sino que invocaban a sus madres (“¡madre mía!”), y —los que tenían el consuelo de la fe— se encomendaban a Nuestra Señora. La soledad humana sólo puede aliviarse con la fraternidad, y ese sentimiento bendito reclama una madre común. Por eso la madre es la figura más invocada por los moribundos o las personas que sufren. Esa presencia de la mujer y de la madre en la cultura europea es el fundamento de nuestra fe y nuestra civilización. La madre y el “espíritu” (ruah, aliento de vida, es palabra de género femenino en hebreo) son el contrapunto de las figuras masculinas de las culturas patriarcales.

—De todos los personajes, si hay alguien que brilla en todo momento como un anclaje para Gustav Mayer, es Nennolina. Me gustaría que compartieras con nosotros su preciosa historia, porque sé que tú conociste a esa niña.

"De esa experiencia, que llevaré en mi corazón hasta mi última hora, saqué la figura de esa niña y la convertí en protagonista de mi novela Luz de Vísperas"

—Cuando vivía en Roma conocí a una anciana ciega que pedía caridad. Me la encontraba por las noches —a la hora de los enamorados— en alguna esquina, siempre debajo de la imagen de una Madonnina. Hay cientos de esas imágenes barrocas en las esquinas de Roma y debajo de cada edicola, suele haber una luz encendida y, a veces, algunos exvotos con corazones, dijes y manos de plata. En otros tiempos, cuando las calles eran peligrosas, estas imágenes vieron duelos y peleas o recibieron en su soledad la última oración de un pobre desesperado. A veces están iluminadas por cirios y, en mis noches de juventud en Roma, sabe bien la Madonna que sólo tuve dos caminos: la ventana de mi ragazza y la luz de su imagen santa en las esquinas. Allí es donde encontraba a la ciega que vendía flores con la niña.

A veces pasaba el organillero cantando su canción triste: Notte per carità non vieni mai… Noche, por caridad, no vuelvas más… Sei  fatta apposta per farci pená… Te hicieron a posta para hacernos sufrir. Recuerdo bien aquella especie de aparición —la abuela ciega con un pañolón atado en su cabeza— y una niña pequeña que la acompañaba y a la que ella daba el nombre de Nennolina. Le compraba unas flores y las dejaba en el muro, debajo de la Virgen. Y cuando le daba limosna me decía:

Grazie, figlio mio…

Ese “hijo mío” resuena aún en lo más profundo de mi corazón como si fuese la voz de mi madre. Pero era una voz lejana y diferente que venía de lo alto, donde temblaba la lámpara que iluminaba a la Madonna. Y la niña sólo sonreía.

En el Jardín de Alma.

De esa experiencia, que llevaré en mi corazón hasta mi última hora, saqué la figura de esa niña y la convertí en protagonista de mi novela Luz de Vísperas. En una de las versiones que fui haciendo de la obra me acordé de Nennolina y elegí este nombre para crearle al protagonista una “hija adoptiva”. Le inventé una historia, la convertí en zíngara y rumana (recordando quizás mis días de juventud en un circo recorriendo el Danubio), imaginé la figura de su abuelo Dimitri que huía con ella de la mano, porque su familia había muerto en un pueblo incendiado, la recogí, la eduqué, vendí el anillo de mi madre para vestirla guapa, y la amé como si fuese mi propia hija. Cuando la enfermedad terrible me la quitó me di cuenta de que yo no tenía fuerzas para contar esa verdad brutal en medio de los juegos y amores, guerras y bailes, inventos y fantasías de una novela. Pero lo hice. Todo salía de mi corazón, y a veces, me sentía como un boxeador a punto de caer sobre el tapiz, luchando contra un adversario que ya tampoco era capaz de darme un golpe definitivo. No abrazábamos en el cuerpo a cuerpo y casi nos acariciábamos en la agonía del combate.

"Me dan miedo los vítores y aplausos de las masas, en cuanto me recuerdan los desfiles de sambenitados, y las congregaciones nazis y comunistas"

Muchos años después una amiga romana, que había leído mi novela me dijo: “Mauricio, tu Nennolina existió, y no es un invento tuyo”. Vivía en Roma en 1931 y no era gitana ni tenía un abuelo restaurador de iconos y lector de Nietzsche, ni fue recogida por tres doctoras en un hospital de los Alpes, ni aprendió a tocar el violín,  ni muchas cosas que contaste en tu novela. Pero describiste paso a paso su enfermedad, incluso con los nombres de las medicinas que le daban entonces, y describiste su alma alegre y su fe maravillosa. Su tía vive y ha reconocido a su sobrina en tu historia. Mo se llamaba Nennolina sino Antonietta, pero todos la llamaban Nennolina, como tú la nombraste en tu novela.

—Afirma Gustav Mayer —el personaje central de tu novela— que la cultura europea está llena de héroes derrotados y mujeres abandonadas o traicionadas: Don Quijote, Héctor, Ariadna, Ifigenia… ¿Por qué crees que es así? ¿En qué nos condiciona esa herencia?

—Probablemente es una forma distintiva de nuestra vieja cultura, y uno de los atractivos morales y estéticos de Europa. A diferencia de la cultura que han promovido otros imperios modernos, como Estados Unidos, la vejez nos dio otra perspectiva de la vida, y algunos europeos no nos sentimos con ánimo de celebrar a los “vencedores” con ceremonias carnavalescas ni rúas multitudinarias. Me dan miedo los vítores y aplausos de las masas, en cuanto me recuerdan los desfiles de sambenitados, y las congregaciones nazis y comunistas. Los mismos que aplauden a los vencedores suelen ser los que —dos días más tarde— llevan a las víctimas a la guillotina, al Gulag o al campo de exterminio. Ya Nietzsche lo dijo con palabras muy claras: “Estoy tan acostumbrado a jugar y a perder que, cuando gano, me pregunto si no habré hecho trampas”. Nunca he comprendido a los que se creen indígenas puros, propietarios de la tierra, nacionalistas e hijos de un pueblo sin pecado original. Como europeo sé bien que hemos sido víctimas y verdugos, esclavistas y esclavizados, señores feudales y emigrantes, conquistadores y conquistados, saqueadores y saqueados, diablos y santos.

La manera más inmediata de no estar nunca con los verdugos es estar con las víctimas. Y por eso me siento a gusto entre los europeos que no eligieron por maestro y por héroe a un titán, sino a una víctima del odio y del sectarismo: un muchacho despojado de todo, elevado en el dolor de una cruz. Y pusieron a una mujer junto a ese hijo muerto, porque la experiencia más trascendente de la condición animal es que las madres dan a sus criaturas el regalo bendito de la vida junto con una carta encriptada donde —por ley biológica— está escrita la palabra “muerte”. Por eso Miguel Ángel, al devolver el hijo flagelado y muerto al seno materno, y al esculpir el gesto de dolor de esa Mujer (¡tan severamente probada!) ha transformado el drama animal de la Humanidad en Piedad, en amor, en maternidad. Pietà.

"Si los europeos perdemos la voluntad social de estudiar y de trabajar en favor de la civilización y las obras de cultura y de progreso, tendremos un final triste y deprimido, como esos hombres y mujeres que no son capaces de asumir su memoria"

De labios de una madre judía que había estado cuando era una niña en cárceles y campos de exterminio —tenía trece años cuando la deportaron— oí un testimonio humanista muy sobrecogedor. Me contó cómo los conducían a la estación, entre sarcasmos y vejaciones de los guardias fascistas y los militares nazis. Ella recordaba que —antes de subir al tren de ganado donde los metían a empujones— habían permanecido dos días encerrados en una cárcel junto a los presos comunes. Y que, mientras sus vecinos habían asistido indiferentes a la vesania de aquellas repúblicas de verdugos, en su memoria de niña no podía olvidar a uno de los delincuentes encerrados en la cárcel que, al verla pasar por su lado en la fila de “corderos asustados”, la miró con compasión, se quitó su bufanda y se la dio para aliviar su pena. La piedad frente al odio. El espíritu frente a la indiferencia. Nunca la indiferencia. “Cuando se puede dar no se puede morir”, escribió Marceline Desbordes-Valmore, pensando en sus años de pobreza como actriz sin suerte y madre soltera. Si pudiese ahora encontrarla, para no ser brutal no le diría que he visto morir a quien tenía mucho que dar. Pero editaría sus poemas, y corregiría este verso diciendo (como si fuese un fallo de traducción): “cuando se quiere dar no se puede matar”.

Si los europeos perdemos la voluntad social de estudiar y de trabajar en favor de la civilización y las obras de cultura y de progreso, tendremos un final triste y deprimido, como esos hombres y mujeres que no son capaces de asumir su memoria. Los que se creen redimidos o mejores cuando cancelan voluntariamente su historia (como si la conciencia de nuestros actos o nuestras indiferencias no perviviesen para siempre en nuestras víctimas o en los que hemos ofendido) son doblemente miserables. Se apagan disimulando y escondiendo en el rencor y la amargura de su pasado, mientras condenan a sus padres, abandonan y confinan a los que guardan una memoria sincera, arrumban las obras humanas y contemplan sólo los errores ajenos.

—Tu protagonista cree “en algunas cosas que ya no significan nada: la fe, el amor, la belleza, el trabajo paciente por una obra bien hecha y, sobre todo, en la lucha por proteger a los inocentes de los horrores del mal”. ¿En qué crees tú?

—A Gustav Mayer, el protagonista de Luz de Vísperas, le hice compartir sin duda algunos de mis errores y defectos, aunque no es en absoluto personaje autobiográfico. En mis días del circo, a orillas del Danubio, vi actuar a buenos artistas que hacían maravillas en el trapecio, trabajando con una red debajo. Cometían errores, pero el espectáculo era maravilloso, como el redoble de tambores y baterías con que la banda acompañaba los saltos y equilibrios. Pero, entre aquellos artistas, tuve a otro amigo —un trapecista mexicano, un ángel volador y silencioso como los dioses de la lluvia— que me dio la mayor lección de mi fe. Trabajaba siempre sin red. Solo le vi cometer un error en la vida, y no olvido la última mirada de su rostro hermoso, viril y noble, caído en la arena.

Del viejo socialismo humanista heredé un ideal: tejer entre todos una red para que los seres humanos que trabajan y viven en riesgo tengan siempre otra oportunidad. Y de los defensores de la libertad aprendí otra lección, aunque parezca contradictoria: aplaudir con admiración a los seres humanos que eligieron el vuelo del riesgo y nos entregan su trabajo y su obra sin red, hasta el último error.

Mauricio posando con ‘Luz de vísperas’.

Me aburren (aceptemos que el aburrimiento es una sincera opinión crítica) los populistas (o las cupletistas, no sé qué nombre darle al espectáculo), y los que pretenden hacernos creer que los pueblos tienen siempre la justicia, el honor, el poder y la razón, de tal forma que el gobierno se consigue por aclamación y aplauso, y las leyes se dictan por bravura y por decreto. Por encima del pueblo, muy por encima, está la “sociedad”: un pacto de leyes, derechos y deberes, respetos y liturgias, saberes y técnicas, creencias y símbolos, que nos permite crear un sistema de convivencia civilizado y más justo. Esa es la red de la convivencia, la cultura y la civilización.

—México, Suiza, Francia, España, Italia, Austria, Chequia, Suecia, Rusia… son algunos de los escenarios en los que transcurre la novela. ¿Podrías elegir uno solo en donde te gustaría permanecer?

"Para aquellos camaradas comunistas me había convertido en un espectáculo psicológico: un visionario que sólo les pedía tener entre las manos el Evangelio que Dostoievski tenía en su prisión de Siberia y en el que enseñó a leer al pequeño Alíocha"

—Ya me basta con la memoria. Amanezco algunos días con las canciones que aprendí en mi juventud, cuando andaba por los caminos del Yucatán o recorría a caballo los Valles Calchaquíes cantando zambas, o seguía a mis amigos del circo por las orillas del Danubio, o me hospedaba en el castillo de Duino escribiendo mi biografía de Rilke, o daba clases de esgrima en París y hacía de modelo de fotonovelas y cantaba en los cafés, o aprendía a rezar en ruso con mi madrina delante de una altarcito con iconos que ella tenía en su habitación de El Gran Hotel de Estocolmo (¿ves cómo las escenas de mi novela son todas jirones de mi vida?). Recuerdo también cuando escribía en Moscú un libro sobre los Juegos Olímpicos en 1980, llevando una vida de diplomático privilegiado. En la Rusia aislada de Brézhnev no comprendían que un loco como yo no sintiese ningún interés por los avances militares del Imperio Soviético y llevase en el bolsillo un rosario que me obligaba a dar mil explicaciones cada vez que me registraban en una frontera o un control de policía. Lo había comprado clandestinamente a una vieja vendedora de miel, en un mercado de San Petersbugo que estaba frente a la última casa donde vivió Dostoievski. Para aquellos camaradas comunistas me había convertido en un espectáculo “psicológico”: un visionario que sólo les pedía tener entre las manos el Evangelio que Dostoievski tenía en su prisión de Siberia y en el que enseñó a leer al pequeño Alíocha. Pero me lo permitían todo, quizás porque los rusos sienten un respeto extraño y supersticioso por los idiots (pensad en El Idiota de Dostoievski): me escuchaban cuando les cantaba viejas romanzas rusas, se reían felices cuando me vestía una kosovorodtka —la camisa campesina— como Gorki y bailaba el hopák, y me daban incluso habitación en Yásnaia Poliana, en la misma casa donde había vivido Tolstoi.

Luz de vísperas parece estar escrita como Sombras de una confesión, la obra de Gustav Mayer, con “las fórmulas que utilizaban los pintores antiguos para obtener sus pigmentos y los juegos de óptica que encontramos en los maestros del Renacimiento, como veladuras, medias luces y desenfoques”. ¿Es así como querías narrar esta historia? ¿Qué consejo seguiste para escribirla?

—Exactamente así. Un juego de colores es también como un cambio de tonalidad en música, o un juego teatral de vestidos, de máscaras, de perfumes y de escenas. Estoy convencido de que es posible “infiltrarse” en el tiempo y moverse en los espacios de la historia. Para eso hay que prepararse como un comando que se aventura  en un continente lejano donde es necesario manejar diferentes lenguas, conocer a la perfección los lugares (para eso llevaba guías antiguas, sobre todo Baedekers de 1890 a 1920), mimetizarse en el vestido, en los gestos, en las citas y en la cultura que compartían los personajes de ese tiempo (las canciones, los libros, los autores, los personajes famosos, los vinos y comidas), y especialmente conocer los detalles de su vida cotidiana. En las primeras páginas de mi novela Gustav Mayer ya comienza hablando de perfumes con una profesora que ha recibido un Premio Nobel de Química. Perfumes, sabores, y materia, pues mucha materia es lo que acaba sublimándose en Luz de Vísperas, como el humo del incienso; es decir, profumo, iconos (imágenes), vidas humanas y todo convertido en literatura, juego, entretenimiento, camino de iniciación y oración de Espíritu.

—¿Qué alimenta y le da alas a tu Weltinnenraum —te lo digo en alemán, igual que lo nombra tu protagonista—, a tu mundo interior?

—El “mundo interior” es el hábitat del espíritu. Mientras los sentidos arden o se entregan y se inflaman, el espíritu alumbra. Con nuestra carne se enciende la pasión y arde la vida. El saber es una experiencia de alegría y celebración, como la mejor fiesta dionisíaca. En cualquier acto de creación (lo mismo es literatura, que filosofía, figurines de alta costura, cocina o cualquier arte) el “cuerpo en trance” vive una experiencia corpórea musical, tan rica como pueda ser la danza.  El ritmo y la estructura armónica forman parte fundamental del estilo.

"En la dialéctica de la inteligencia a cada reto corresponde una respuesta, y la cultura humanista se basa en la fe o en la esperanza de que, mientras haya un ser humano que formule una pregunta en el universo habrá, en otra dimensión, una Entidad que la oye"

Cuerpo y espíritu no están separados, sino que todo nuestro espíritu está encarnado en forma humana. No existe la pretendida “laicidad” que defienden los racionalistas, porque toda experiencia de la carne —en una higiene de vida cuidadosa y no represiva— acaba sublimándose en un proceso místico o religioso y se convierte en inspiración, espíritu e idea. Ese es el momento dorado —la explosión de la libertad— que no pueden evitar los políticos, los reinos ni las repúblicas teocráticas o las dictaduras. Es la hora de la verdad y de la vida, cuando los libros sellados se abren, los olvidados salen de las sombras y ven sus nombres escritos en los testamentos y las herencias que les usurparon, las mujeres se quitan los velos de la opresión, y los hombres las acompañamos a la lucha. El espíritu es un “banquete” de vida y una fiesta contra la muerte (un convivium diría Dante). Y ese daimon es tan fuerte que, mientras los participantes del Banquete comenzaban a sentir los efectos del vino, sólo Sócrates se mantenía sobrio y lúcido.

—Dice Mayer en la novela que en Europa ya no hay lumbre. Sólo quedan cenizas: un memento. Pero también hablas de un testamento que, te cito: «tiende un lazo entre el ayer y el mañana, convocando a los jóvenes a la esperanza de un ideal que parece muerto, pero está vivo; tan verdadero que, todavía, se siente en las ruinas del claustro de nuestra cultura europea, como el perfume de las hierbas que invaden los lugares solitarios y olvidados». El hilo conductor. El eterno retorno, ¿es así?

—En la dialéctica de la inteligencia a cada reto corresponde una respuesta, y la cultura humanista se basa en la fe o en la esperanza de que, mientras haya un ser humano que formule una pregunta en el universo habrá, en otra dimensión, una Entidad que la oye. No puede definirse como una realidad comprobable, sino como un anhelo humano, y quien quiere negarlo sólo puede recurrir a la represión. El Eterno Retorno es un ideal y una promesa de vida que se repite y se seguirá cumpliendo mientras existan seres animados sobre la faz de la Tierra. En mi novela jugué con este lema de Nietzsche enunciándolo en un tono más bíblico (dado que mi protagonista es judío) como “Lo eterno retorna”.

De manera más elemental y sencilla podría decir que lo Eterno no tiene por qué ser un devenir infinito a través de un tiempo unidimensional, como lo hemos representado en algunas teorías de la Física o en las religiones antiguas, sino que puede ser “cíclico”. Ya Dante vio la eternidad en círculos. El tiempo no es el tic-tac de una máquina amenazante, sino música y rueda, espera entre dos rocíos y dos cosechas, columpio entre dos silencios. Los místicos, como Santa Teresa, San Juan de la Cruz y el Greco poblaron esa visión del firmamento con ángeles y figuras: las Mil y una noches en un reino de niños. Y Mozart, escuchando el movimiento de esas esferas, escribió su armonía cromática en una partitura. Pienso que Einstein intuyó la Relatividad como una nostalgia del Eterno Retorno. Por eso Walter Benjamin decía que a nuestro tiempo le falta el aura. ¿Tendremos aún astrónomos, escultores y poetas que creen las Scienze y las Anunciaciones de un nuevo Renacimiento? Y, si ese es el problema —un oscurecimiento en nuestro mundo— los seres humanos no dejaremos caer a las estrellas. Rastrearemos la luz del Espíritu en otro tiempo y quizás en los telares de las antiguas madres tejedoras, y recompondremos el tapiz de la aurora.

—En Gustav Mayer habitan muchos sentidos ocultos, y posee, como tú, una mezcla de orígenes culturales. ¿Querías volcar en él las virtudes de los escritores de la Europa que tu rescatas, pero también querías salvarlo de sus sombras?

—Es fácil comprobar que tomé intencionadamente rasgos de mis maestros para dibujar la figura de mi protagonista. Ya ves que mi formación como profesor de Historia de la Cultura y mi vida de corresponsal independiente, acostumbrado a aprender muchos oficios y a moverme por muchos países, me fue preparando para el oficio de novelista, habituándome  a los idiomas, enseñándome a conocer a la gente, descubriendo lugares y costumbres, siendo extranjero en muchos mundos y acostumbrándome a comprender las diferencias y a vivir y a pensar en la diáspora con la perspectiva que dan la distancia y la reflexión libre. Podría decir para responder claramente a tu pregunta que, después de haber dedicado más de 60 años al estudio de la cultura y a mi oficio de escritor, me siento como si fuese un “comando” que asumió la misión de infiltrarse en la historia de Europa, especialmente desde las últimas décadas del siglo XIX, hasta los años que ya viví en persona con el fin de la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas. Y Luz de Vísperas es exactamente la crónica de esa aventura, adornada con algunos trucos cinematográficos, teatrales o literarios para entretener al lector. Por eso no es un libro de historia ni una autobiografía, sino pura novela donde se cruzan historias románticas con batallas de un tiempo parecía el fin del mundo, conversaciones interesantes sobre la vida, y las pasiones de unos privilegiados que huyen de la muerte como se refugiaban en el Decamerón de la peste, escenarios de gran belleza —México, España, Viena, Praga, Florencia, Suiza, Suecia—, aventuras de comandos y de espías, hoteles y escondites, montañas y lagos, perfumes y venenos, episodios de guerra y nidos de águila, canciones y colegios, contraseñas misteriosas y unas señales de radio que emiten niños que intentan salvar al mundo, peligros y traiciones, amores y engaños, personajes inolvidables en los que el lector encontrará reflejadas las diferencias y contradicciones que llevaron a los europeos modernos a enfrentarse en revoluciones y guerras fratricidas. Y, en una cabaña de pastores, una muchacha que cada noche canta, a la luz de cabaret de la nevada, Lilí Marlen… Espías en una frontera de montaña que no es precisamente Casablanca.

"He conocido tantos lugares y he leído tantas cartas y revisado tantos archivos de aquellos tiempos que, sin darme cuenta, me vi metido en este escenario de mi novela Luz de Vísperas"

Son los temas de mi vida. He vivido especialmente muy de cerca la biografía de Stefan Zweig, pues tuve la fortuna de conocer a los amigos que le sobrevivieron: Ernst Feder y Richard Friedenthal —sus compañeros en Brasil—, Jules Romain, Bobby el pianista del Hotel Bristol de Salzburg, y Anna Freud, entre otros. Conservo cartas de Ben Huebsch (su editor en Viking Press) autógrafos y libros de su amigo Eugenio Relgis, y tantas otras reliquias de su tiempo. He compartido correspondencia y ratos inolvidables con personas que le estuvieron cercanas, con actrices que llevaron sus obras al cine, con algunos músicos que le trataron en Salzburg o que compusieron temas sobre sus obras. Traté a los libreros de París que le vendían sus colecciones de autógrafos, y he dedicado a su memoria cuanto pueda hacer un discípulo para conocer mejor a su maestro y para explorar a fondo el tiempo en que él vivió. Por eso pude escribir también biografías de personajes que interesaron especialmente a Zweig o tuvieron trato cercano con él, y fui habitando su época, de forma que la conozco y la reconozco como propia. De lugar en lugar, de amigo en amigo, de reliquia en reliquia, de santuario en santuario, pude reconstruir también las biografías de Rainer María Rilke y de León Tolstoi. He conocido tantos lugares, he leído tantas cartas y revisado tantos archivos de aquellos tiempos que, sin darme cuenta, me vi metido en este escenario de mi novela Luz de Vísperas.

En su biblioteca.

Mientras escribía la novela podía hablar con mis personajes, me aparecían en mi estudio como si fuese un juego o un milagro, entraban y salían en una acción dramática tan natural como mi propia vida. Y en ese punto es dónde y cuándo (en espacio y en tiempo) me cautivó la idea de revivir esa época de las dos guerras mundiales —tan trascendental para Europa y para nosotros sus descendientes— en mi novela. Es el siglo de la caída de los imperios, y los protagonistas de mi novela, desde la abuela mexicana hasta los distintos personajes que la componen (austriacos, alemanes, italianos, suizos, franceses, checos, húngaros,  rusos y españoles) viven las últimas batallas coloniales, la caída de los Habsburgo y el desmembramiento de Centroeuropa, el final del reinado del Kaiser, el asesinato de los zares, el advenimiento de la Segunda República y la Guerra Civil Española, sin contar la convulsión de las ideologías y las mayores revoluciones del siglo XX. Elegí esa hora de Europa porque me parecía clave para interpretar y ver la génesis de nuestros problemas contemporáneos, y quien lea la novela comprenderá los terribles dramas que hoy se plantean en Ucrania y seguirán en los próximos años afectando las fronteras orientales de Europa, que son la rompiente donde se abaten los ciclones y los temporales del Imperio Ruso.

—Comentas que toda la primera parte de la novela es “intencionadamente tolstoiana”, pues decidiste narrarla “fuera de los atajos”, en tempo lento o andante. “La novela europea —escribes— no debe olvidar su escuela clásica de crear personajes, en vez de convertirse en puro relato de acción”. ¿Se ha perdido esa forma de contar?

—He aprendido mucho en Tolstoi y creo que es uno de los maestros indiscutibles en el arte de contar novelando. Ya te he dicho que en mis años de aprendizaje tuve la suerte de encontrar refugio en Iásnaia Poliana, donde él había vivido, soportado lo mejor y lo peor de sus historias domésticas, y escrito lo más sustancial de su obra. Le dediqué un pequeño ensayo biográfico (Tolstoi, el viejo León), y mis lectores lo reencontrarán en mi biografía de Rilke (Rainer María Rilke: el vidente y lo oculto), en las páginas donde relato y revivo la peregrinación que Lou Andreas Salomé y Rilke hicieron a Rusia. Mi devoción por Tolstoi me llevó incluso a Estados Unidos para conocer a Alexandra Tolstaia, la hija del novelista, que allí vivió y que se dedicó a maravillosos trabajos de caridad, sobre todo acogiendo a niños rusos.

Es verdad que, en la literatura moderna, quedan pocos creadores de “personajes”. La acción lo domina todo y por eso los relatos novelescos pierden a veces dimensión y orquesta (ruego que me disculpen por hablar tan subjetivamente de mis gustos, cosa que me permito porque soy escritor y en absoluto un crítico). Al final muchas de estas historias insulsas ganan cuando las llevan a la pantalla, porque el teatro y el cine tienen hoy mejores escritores (les llaman guionistas, quizás en un intento de rebajarles su categoría de creadores). Yo creo que Tolstoi y Dostoievski trabajarían hoy para el cine.

—Cuando estalla la Gran Guerra, tu personaje central coge un ferrocarril para refugiarse en Suiza como corresponsal de prensa. Pero en el camino ve un tren de la Cruz Roja que transporta jóvenes heridos y se vuelve atrás. Esta decisión moral (el compromiso humanista) marca su vida y es la clave de la novela. Es exactamente igual que la vida de cualquier persona: ese punto en una bifurcación que dibuja el resto del paisaje. Y en el caso de Gustav Mayer, al parecer fue para bien.

"El protagonista de mi novela se niega a aceptar esa moral acomodaticia que lleva a ciertos individuos a negarse a prestar servicio en una guerra, cuando sus amigos y coetáneos han sido convocados a una tarea, arrancados de sus casas y movilizados"

—La intriga clave que se me fue planteando a medida que escribía la novela es la pregunta terrible de por qué un hombre inteligente y afortunado como Zweig, nacido en la Viena dorada del siglo XIX —arrastrado finalmente al horror moral en la barbarie de Europa— toma la decisión terrible de quitarse la vida. Me pregunté mil veces si nuestro tiempo acaba siendo nuestra predestinación, o las horas de nuestra vida pueden tener —como las clepsidras y los relojes mecánicos— un mecanismo de escape. No será el final de Zweig el destino de mi personaje, ya que Gustav Mayer trasciende ese horror y ese fracaso del tiempo que le tocó vivir. Muchas decisiones que Zweig no tomó —entre ellas participar activamente en la I Guerra Mundial, cuando se escondió como Rilke en trabajos de archivo y oficina— son las “áncoras de escape” que regulan de forma diferente la vida de mi personaje y al hacerlo participar en la guerra cambio su destino final. Porque la vida no puede planificarse desde una perspectiva ideológica, ni siquiera como pacifista, y hay que dar respuesta a la realidad de cada hora “manchándose” en la batalla humana que nos implica a todos en el cumplimiento del deber. El protagonista de mi novela se niega a aceptar esa moral acomodaticia que lleva a ciertos individuos a negarse a prestar servicio en una guerra, cuando sus amigos y coetáneos han sido convocados a una tarea, arrancados de sus casas y movilizados. Son los muchachos menos protegidos, porque no son intelectuales ni “artistas privilegiados”, sino que han sido reclutados en aldeas y familias humildes. Eran también las muchachas, porque a ella no las llevaban —salvo excepciones— a la guerra, pero les llevaban la guerra a su casa. ¿Cómo puede un pedante intelectual crearse un argumento de exención y disculpa para no mancharse en una tragedia, cuando un muchacho recién casado, o una muchacha embarazada o con un niño en brazos están sufriendo el horror de una guerra y las agresiones de un invasor? Esos “dispensados” de mancharse (esos brahmanes de la casta virgen) acaban dejando un rastro de cobardía en sus amores y sus actos.  Comprendo que mi maestro Stefan Zweig tuviese al final de su vida una pregunta ardiente sobre la “condición moral de un artista” a la que respondió de forma definitiva con una resolución trágica (demasiado apasionada para los que le amamos). El camino del escritor no puede ser una vía “farisaica” (los fariseos eran los “separados” por vocación de “pureza”), sino una batalla de compromiso con los que trabajan, los que luchan y se entregan por generosidad, por cumplimiento del deber o por una vocación y una promesa. Más interesantes que los poetas puros me parecen las mujeres y hombres que se comprometen en la lucha, soportando incluso el dolor de “manchar” sus ensueños, porque ahogarse por dar la mano a un náufrago o caer en el intento de ayudar a un necesitado es más bello que morir tocando la lira en la roca Tarpeia, mientras arde Roma. He vivido un tiempo en que —en medio de injusticias y prejuicios brutales— las mujeres nos dieron testimonio de mayor generosidad que el de muchos falsos pacifistas.

—Esta es una obra, en mi opinión, digna del Nobel. ¿Cómo fue recibido tu europeísmo español? ¿Piensas que Luz de vísperas hubiera merecido más atención en su momento por parte de la crítica?

—Gracias por tu simpática y divertida generosidad al concederme grandes méritos. Esta novela es larga y exige atención, aunque es verdad que, en contrapartida, he podido ver que sus lectores han encontrado en ella disfrute y entretenimiento. Tampoco tuve nunca mayores pretensiones. Con lo que lo que se gana en la prensa honesta no creo que un crítico joven pueden permitirse leer y juzgar una obra de tan largo aliento, cuando además no está incluida en las listas de actualidad. Agradezco a los comentaristas que —cuando no tenían tiempo para sacrificar a la obra— no me “hayan cogido por la solapa” metiéndome tres o cuatro bofetones. He tenido la satisfacción de tener respuestas muy sustanciosas de grandes lectores.

"Por desgracia, la Europa de síntesis que he soñado siempre, ni nacionalista ni sectaria, sino unida por la universalidad humanista de la cultura y del espíritu, está muy lejos de ser una realidad"

Por lo demás no era habitual que un autor contemporáneo escribiese en lengua española una novela crítica (o sea, muy fundamentada en la tradición centroeuropea) sobre Europa. Los españoles hemos hecho cosas muy grandes en la novela picaresca pero también cosas monumentales en la literatura más culta y humanista. No sé por qué nos celebran sólo cuando publicamos novelas ambientadas en repúblicas dictatoriales, escritas en un léxico primario (justo las cuatro palabras que sirven a unos personajes ignorantes y sin mucho espíritu, herméticos y lacónicos), todo ello con un naturalismo genial y sobrecogedor. Esas novelas sembradas de violencia, de venganzas familiares, de párrocos y confesores oscuros, de viudas negras, de mujeres cabreadas y de navajeros chulos están muy ajenas a mi formación, a mi carácter y a mi espíritu. ¡Qué más quisiera yo que poseer también esa escuela picaresca para dar disfrute y contento a los lectores de ese género tan literario? ¿Pero es que un español —con un apellido alemán y judío— no puede permitirse la osadía de escribir en  pura lengua española una obra en las claves de la novela europea? Por desgracia, la Europa de síntesis que he soñado siempre, ni nacionalista ni sectaria, sino unida por la universalidad humanista de la cultura y del espíritu, está muy lejos de ser una realidad.

—Me gusta tu definición de literatura “Yo creo en una literatura de la sensualidad, donde el pensamiento (que debe de estar presente) no marchite las frutas, los aromas, los colores y la vida”. ¿Es una conclusión a la que se llega en la madurez del escritor, o siempre fue así?

—No quiero repetirme, pero Luz de Vísperas comienza con una conversación sobre perfumes que mantienen una profesora francesa a la que acaban de conceder un Premio Nobel y el protagonista de mi obra. Los sentidos son todos, como decía Diderot, “formas diferentes de palpar y tocar”, diferentes vías de comunicación entre los seres animados, la naturaleza y los objetos. Un mundo sin sentidos (sin comunicación sensorial) no puede ser sabio ni civilizado, y menos aún “social”. Prohibir caprichosamente alimentos y bebidas, desconocer una cocina, imponer una forma de vestir y censurar un color o un perfume me parecen incluso delitos más graves que censurar un artículo de prensa. ¿Te has dado cuenta de que todas las dictaduras y las teocracias reprimen enseguida el mercado, el lujo, el pelo largo, la cocina, los perfumes, el teatro, el baile y los sentidos?

—¿Qué representan las “noches de fuego” de Pascal para el artista?

—Este es el leit-motiv que da unidad y ritmo a toda la novela: las arias del espíritu. Es un tema “orquestal” que —sin una referencia explícita— he utilizado a menudo en mis libros, y ruego a mis lectores que acepten esta referencia musical porque en mi obra he trabajado mucho ese aspecto armónico y contrapuntístico de la literatura. En la composición orquestal que di a Luz de Vísperas, busqué esa rebelión contra las modas racionalistas, los delirios ultraístas y el naturalismo. Y oculté en mi prosa, con toda la cautela que pude, ese recurso musical y renacentista que ya trajeron Boscán de Italia y Garcilaso de su exilio en el Danubio, y que se encuentra en muchos maestros de la literatura española.

"El Discurso del Método comienza cuando, en una madrugada de sueños y visiones, Descartes se ve delante de una zarza ardiente y comprende que ha encontrado un camino de luz en la oscuridad del discurso racionalista"

Tienes razón al pedirme explicaciones claras sobre esas “arias del espíritu” que utilizo en la paleta armónica de mi obra. Y para que nuestros lectores sepan en qué laberintos y banquetes acabamos de meternos (Geist, lo llamaba Hegel, esprit en Descartes o en Pascal, blithe spirit en Shelley, y spirito en Dante), explicaremos algo sobre las “noches de fuego”, fiestas de luz y de consuelo, madrugadas en las que —estando reunidos los discípulos en torno a la Señora— brillan las estrellas, vuelan las cortinas, los cuerpos parecen convertirse en llamas, se siente un perfume, se escucha una música dulcísima (así la definió nuestro pensador García Morente) y los hombres y mujeres comienzan a hablar en mil lenguas, entendiéndose sin embargo entre ellos.  Digamos que todos los sabios —desde Sócrates hasta Hegel— han tenido que aprender a «pensar con el corazón» (así lo llamaba Rilke). Por eso el gran Descartes no comenzó su Discurso del Método con una elucubración racionalista, sino con los recuerdos más sencillos de su juventud. Las matemáticas son también una página de la memoria, el álgebra es una forma del existir y la filosofía es sólo una lectura inteligente del “gran libro de la vida”. El Discurso del Método comienza cuando, en una madrugada de sueños y visiones, Descartes se ve delante de una zarza ardiente y comprende que ha encontrado un camino de luz en la oscuridad del discurso racionalista. Había dado ese volatín de funámbulo (ese misterioso salto en el razonamiento) que dieron todos los sabios, desde Diógenes a Pitágoras, desde Buda hasta Nietzsche, y que hace difícil comprenderlos si no recurrimos a la “sabiduría del corazón”. Era un 10 de noviembre de 1619: una noche fría en que Descartes se había refugiado en una habitación, en lo más escondido del silencio, al calor de una estufa de porcelana.  Y, en un trance, se vio rodeado de estrellas, y vio un libro abierto con un verso que decía: «Quod vitae sectabor iter?» (¿Qué camino seguiré en la vida?). ¡Siempre la búsqueda del camino de iniciación!  Y en vez de pensar que estaba volviéndose loco nuestro sabio reaccionó igual que lo había hecho san Pablo al caer del caballo, cuando fue derribado por una luz fulgurante: «¿Qué queréis, Señor, que haga?» ¡Qué bella forma de responder a una llamada, con el verbo «hacer»! Cuando un rayo claro de fuerza interior nos motiva a “hacer” —sin atemorizarnos ni maniatarnos en un tormento mental— es que estamos oyendo la voz de la inteligencia y del espíritu. Y Descartes se estremeció, sintiéndose llamado a algo que su razón no había previsto. Hasta aquel momento no había alcanzado a pensar que el Espíritu se inflama como una lengua de fuego sobre las frentes, igual que arde en las zarzas.

Así lo había visto y sentido también Pascal, cuando en una «noche de fuego» —desde las diez y media hasta la medianoche—, el lunes 23 de noviembre de 1654, escuchó la música callada de la Revelación. Aunque era un hombre de fe, su mente estaba entonces ocupada en otros pensamientos, y acababa de escribir el Tratado del triángulo aritmético. Vio una llama de fuego que él identificó con la «presencia ardiente». Le invadía un sentimiento de seguridad, alegría y paz, interrumpido a veces por el arrepentimiento de no haber seguido siempre el camino de Jesús y por el temor de que ese éxtasis dulcísimo no le durase eternamente. No podía retener los hilos de sus lágrimas, como si una fuente manase de su corazón. Y sentía tan claramente que el alma humana había sido creada en la grandeza y en el espíritu, y no para las sombras, que quería andar ya para siempre asido a Dios con esta paz interior. Se daba cuenta de que pensaba con el corazón. Y, de su puño y letra, escribió las palabras que había «sentido», las envolvió en un pergamino y las cosió al forro de su casaca. Durante ocho años —hasta el día de su muerte— cosió y descosió este papel en sus vestidos, cada vez que los renovaba. Los que piensan con la razón sin completar esa luz con otras veladuras y matices de la experiencia humana pueden llamarlos implemente un «amuleto». Pero es una «reliquia». Ya ves que el título de Luz de Vísperas que di a mi novela tiene muchos significados musicales y ocultos que pueden ayudar a entender cómo y por qué obran algunos de mis personajes.

—Una vez me dijiste que nunca quisiste ser extemporáneo, pero que escribes lo que tienes en el corazón y que eres buen español. Te hago una pregunta que tú mismo me escribiste ¿por qué no podemos ser admitidos en Europa como representantes de una cultura europea de “mestizaje y conciliación” que es propiamente nuestra?

—Sin otra razón que mi apellido algunos fascistas o nacionalistas han esparcido gratuitamente el infundio de que soy apátrida. Sé que es una forma que tienen los racistas de difamar y sembrar odio sobre los que no somos nacionalistas. En mi caso soy español en ejercicio y en servicio, y los españoles, tenemos afortunadamente el apellido, la raza, la identidad sexual y la religión que nos permite nuestra sociedad democrática y libre. Podrían considerarme un exiliado —cosa que acepto con dignidad cuando no me siento aceptado en alguna tribu racista— pero no soy un apátrida. En humildes pero empeñadas tareas he colaborado con mi patria y con mis conciudadanos bastante más que aportan y se comprometen algunos lindos ociosos, ya sean subvencionados, poetas de la divina manduca o rentistas. Aprendí de mis maestros a trabajar incluso en fiestas de guardar, si es por servir. He escrito miles de páginas en la noche y en la madrugada, antes de ir a trabajar cada mañana a una oficina o dar unas clases, porque tuve que ganarme la vida con mil oficios para ser siempre un escritor independiente.

"La patria es una realidad inteligible y espiritual, y se puede sentir hacia ella una devoción tan pacífica y serena como el amor que tenemos a nuestros mayores y a nuestro hogar, mientras que la nación es un concepto político, feudal y sujeto a la conciencia catastral de propiedad"

Pienso que el espíritu europeo no debe encarnarse en una simple asociación económica ni en una federación de naciones, porque lo que verdaderamente puede unirnos —sin olvidar la rica historia y la aleccionadora memoria de nuestras patrias— es el espíritu humanista que desde tiempos muy remotos estimuló nuestro progreso moral y social. Y esa base fundacional me lleva a pensar que o llegamos a formar una “confraternidad” (cada esfera semántica tiene sus coherencias, y del espíritu es propia la hermandad), o fracasaremos en el intento de convertir Europa en “una sociedad de naciones”, de la que ya tenemos un melancólico y aliquebrado ejemplo.

Con Mauricio en el Jardín del Alma.

Pero —al otro lado de la universalidad del espíritu y de la conciencia humanista— hay gente muy hermética y clasista que cree que quien hace el esfuerzo moral de “desclasarse” o “desclasificarse” pierde su identidad, y que “ser europeo” es dejar de ser francés o español, o alemán, o lo que usted quiera. Como si las patrias a las que pertenecemos no pudiesen existir sin las nacionalidades, cuando es justamente al revés. La patria es una realidad inteligible y espiritual, y se puede sentir hacia ella una devoción tan pacífica y serena como el amor que tenemos a nuestros mayores y a nuestro hogar, mientras que la nación es un concepto político, feudal y sujeto a la conciencia catastral de propiedad. En una sociedad democrática y justa los más desafortunados en riqueza material pueden reclamar el amparo de una patria, y por el contrario está claro que —cuantas menos propiedades tienen un hombre, una mujer o una familia— a menos tocan en el reparto feudal de las nacionalidades. Todos los sentimientos y valores que las patrias unen, las naciones los convierten en exclusiones y guerras, porque además los “nacionalismos” necesitan crear agravios y diferencias para mantener sus fronteras. Las naciones se originaron en realidad como asociaciones de defensa frente a agresiones exteriores. Pero hoy los europeos sólo podemos organizar nuestra defensa con asociaciones más auténticas y globales. La patria, confraternidad humana y social, es una institución tan natural como el hogar o la familia, y puede ser ajustada siempre a pacto, ley y justicia. Mientras que la nación, como instrumento de poder de los Estados, acaba dependiendo de los poderes ejecutivos y, en los peores casos, de tiranos o caciques que humillan a los ciudadanos gestionando a su antojo la ley.

—¿Qué es lo que en tu criterio convierte una novela en una buena historia? ¿En qué momento sucede esa magia?

—Una buena novela existirá siempre que una mujer o un hombre sean capaces de vivir una vida arriesgada o interesante, trabajando además días y noches para transformarla y convertirla en relato, sin otro beneficio propio que dar de comer a todos los que luego vivirán de esa historia. También hay que tener suerte para tatuarse la cara de una novia o de un novio en el pecho (eso es escribir una novela) y que, al cabo de cien años, todo el mundo siga yéndose a la cama con tu novia o con tu novio. Permíteme recurrir al buen humor, porque quiero presentar una protesta formal contra esa idea de que es lícito decretar que la obra de un creador pasa a ser de “libre dominio público” en un tiempo determinado después de su muerte. ¿Por qué?

—En el epílogo de esta obra dices que “dejas buena parte de mi vida, la más bonita; porque no sólo está vivida, sino también interpretada. No hay nada más duro para un novelista que quitarse de encima la exaltación de su propia historia, cuando la da por acabada”. ¿Cómo se sale de una obra en la que los personajes ya parecen tener su propia existencia? ¿Qué dejaste ahí? ¿La echas de menos?

—La vida es una metamorfosis. También de esa forma nuestros quehaceres se convierten, gracias a nuestro espíritu y nuestra inteligencia, en quesoñares. Los personajes de esta novela ya se me han convertido en sueños. A veces se me aparecen y hablo con ellos, pero me doy cuenta de que se han liberado de la estructura de mi relato y viven ya independientes, en un ensueño o en el fluido musical del tiempo.

—“Lo más bello de todo es una estrella”, fueron las últimas palabras que escribió Nennolina en su Diario. ¿Qué es lo más bello que has visto tú?

—Encontré a una niña que —en una noche brumosa y oscura— me enseñó a ver una estrella. La adopté como hija, y se me fue hace ya tantos años que hoy podría ser mi madre. “Amor ch’a nullo amato amar perdona” (“Amor que a nadie amado amar perdona” o “Amor que incita a amar al que es amado”), escribió Dante en un misterioso terceto que es otro leit-motiv de mi novela. Cuando los nuestros se van nos queda la certidumbre del salmo: “Tú no puedes volver a mí, pero yo sé que iré hacia ti”.

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Susana Rizo

Soy historiadora del arte-documentalista, y prisionera de Zenda desde sus orígenes. Escribir es un reto constante, y este lugar es el mejor para aprender, pues estoy rodeada de maestros.@SusanaRizo5

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J. Arturo
J. Arturo
3 años hace

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