Madrid se despereza un miércoles de finales de septiembre. Se levantan los cierres, abren las tiendas, se disponen las terrazas de los bares. En el Café del Nuncio una joven coloca pequeños floreros sobre una de esas mesitas plegables de madera. Un tipo con cinta en el pelo saluda alzando la mano. Está hablando por teléfono. Este gallego es el actor Luis Zahera (Santiago de Compostela, 1966), que va a pedirse una manzanilla. Cuenta que ahora está leyendo las biografías de Stefan Zweig, aunque lamenta no tener tanto tiempo para ello. Está demandado. Su filmografía lo avala: As bestas, El reino, Celda 211, Que Dios nos perdone, Mientras dure la guerra… Y en televisión: Luar, Mareas vivas, Vivir sin permiso… Pero este picheleiro —ganador de dos Premios Goya y «chico Sorogoyen»— se considera un actor de televisión aunque haya hecho cine y teatro.
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—¿Cuántos errores se pueden cometer en la vida?
—En mi caso bastantes. Tengo cuatro hermanas mayores que yo que siempre me decían: «eres muy infantil y muy ingenuo». Y como que tardé tiempo en darme cuenta de que eso era así: si eres infantil e ingenuo cometes errores. Estoy sanamente convencido. Me liberó bastante darme cuenta. Hay muchas cosas que me quedaron grabadas de mi madre y esa —que se aprende de los errores— creo que es irrefutable; todos cometimos errores. Yo cometí bastantes errores en los 80, las sustancias… Yo qué sé. Era complicado. Pero creo que finalmente mis hermanas tenían razón. Libera saberlo. Como esa frase de la Cope: «la verdad nos hará libres». Será evangélica o bíblica, pero tiene un punto de cierto: la verdad te hace libre. Y a mis 57 me voy dando cuenta que soy bastante ingenuo y bastante infantil. No iban mal mis hermanas.
—¿De bueno era usted tonto?
—Sí, un poco. Yo fui tonto conmigo mismo. La sabiduría popular, el refrán, supongo que tendrá su parte de razón. Creo que hay que ser sincero y honesto en las entrevistas, y yo fui muy tonto conmigo mismo. No tengo ningún problema en decirlo. Cuando tenía 30 o 40 años me envenenaba con mis hermanas cuando tenía esta conversación. Pero ahora no, ahora les doy la razón. Que a los 40 años te digan que eres muy ingenuo o muy niño te da en el ego, que es el demonio, que no existe, porque el demonio somos nosotros mismos. Pero ahora estamos haciendo esta entrevista tú y yo agradablemente y sonriendo los dos.
—Juapo, juapo… non e, pero ter ten un pelaso…
—(Risas) Eso lo decía mi abuela. Si alguien era feísimo, ella decía: «Bueno, pero tiene unos ojos muy bonitos». Hay un personaje en Mareas vivas que siempre dice otra frase muy gallega: «Pensáis que sois la hostia y dais puta pena». Me encanta. Pasa mucho con los gallegos. Ahora que hablas de refranes, una vez le oí al monologuista Quico Cadaval —un intelectual puro y duro, una autoridad— decir: «Galicia es un país que intenta suicidarse y no lo consigue». Pensaba que era una frase de él, pero hablé con Manuel Rivas y me contó que era de [Ramón María del] Valle-Inclán. Todo esto porque pensamos que somos la hostia y damos puta pena. Conecté con esa frase. [Alfonso Rodríguez] Castelao también citaba eso de que el problema de Galicia somos los gallegos.
—Escribía Paul Auster en La habitación cerrada: «Nadie puede cruzar la frontera que lo separa del otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo». Le haré una pregunta que le hice a José Sacristán: ¿actúa o interpreta para ser quien quiere ser, o para ser quien no quiere?
—Yo creo que poco a poco vas teniendo acceso a ti mismo. Actuar es jugar. Siempre digo esa cosa súper blanca, naïf, de que vuelves a ser aquel niño. Hay algo en actuar de imaginar, de ser otro, de llenar una caja vacía con cosas, pero la imagen que más me viene es la de jugar, como cuando jugaba al escondite con mis hermanas. Yo no jugaba al fútbol. Se jugaba al brilé, a la comba… Mira, de lo infantil e ingenuo que era, yo pensaba que a todo el mundo le encantaba su trabajo. Tardé mogollón en descubrir que tienes una parte privilegiada por trabajar en lo que te gusta, y eso ya es un plus. ¿Qué te respondió Sacristán? Siento mucha curiosidad.
—«Nunca hay que perder de vista al crío». Me hablaba de cuando jugaba a los indios en Chinchón.
—Es que hay algo divertidísimo. Si me dan a interpretar al pederasta más turbio del clero, me divertiría lo mismo. Hay algo divertidísimo en mi profesión, algo lúdico. Hay una cosa infantil de agarrarse al personaje que es maravillosa.
—Usted, de hecho, jugaba a hacerse autoentrevistas.
—(Risas) ¡Claro! Yo ensayaba las respuestas: «Bueno… Me alegra que me hagas esa pregunta…». Todo lo que oía, fórmulas de los actores políticos… ¡Actores políticos! Me llamaba la atención. En mi ingenuidad y en mi mundo infantil yo me montaba mi película. Eran entrevistas larguísimas.
—¿Qué edad tenía?
—Ya estaba con el teatro de aficionados. Debía tener 19 o 20 o por ahí.
—¿En DITEA?
—DITEA… Difusión del Teatro de Aficionado. Era de Agustín Magán, otro intelectual como Quico Cadaval. Pepe Domingo Castaño también empezó en DITEA. Se formó en 1962 y Agustín Magán se carteaba con Albert Boadella. Yo les llamo «gente de antes», gente de la posguerra, del franquismo horroroso, a la que conocías ya muy mayor, con 3.000 obras de teatro. Agustín Magán me dijo una cosa una vez que tenía algo de premonitorio: «Eres un desastre de actor pero te va a ir muy bien en esto». Abominaba del teatro profesional, algo que jamás entendí de él, un tipo que tuvo muchísimas ofertas. Se embarcó en el teatro de aficionados y siempre decía que había que tener un trabajo «de verdad». A lo mejor era sabiduría; este trabajo es azar.
—También fue importante para usted Xosé Ramón Gayoso. ¿Qué le sucedió con los percebes?
—(Risas) Yo no estaba presente, pero me lo contó. Me gustó ese ejercicio de sinceridad. No hay nada más que le guste a Gayoso que los percebes. Una asociación que fue al programa [Luar] le había invitado a un montón de percebes, pero le debieron hacer una broma. Hay un tipo de restaurante donde los tapan para que aguanten el vapor cuando te los dan y Gayoso estaba convencido de que aquello tan grande y tapado que le habían dado estaba lleno de percebes. El caso es que se los llevó a casa en el coche. Cuando llegó y quitó el trapo vio que los percebes eran de porcelana.
—Pero no fue una broma hacer de borracho para Roberto Vidal Bolaño. ¿Cómo era él?
—Era un pitillo. No te dabas cuenta de con quién estabas trabajando. Era un autor extraordinario. Hicimos dos montajes con él maravillosos que triunfaron muchísimo. Yo era un niño que acababa de llegar de Nueva York y él me recogió. No era capaz de ir a los castings. Un día le llamé porque me enteré que le faltaba una persona en un reparto. Él no me conocía de nada y yo entonces no tenía nombre artístico. Bueno, al final me citó en una coctelería de Santiago, al lado del casino. El papel era de un borracho y me pidió que lo hiciera allí mismo, en el bar. Así empezó todo, haciendo de borracho con Roberto. Gracias a Dios, como decía mi mamá, fue todo mínimamente bien.
—Con razón decía su madre que era usted muy «trabajadoriño».
—Sí, siempre lo fui. A mi madre le encantaba trabajar, igual que a mi padre. Se hablaba del trabajo, del trabajo… Y yo me enganché un poco al trabajo.
—Y trabajó de tramoyista, ¿verdad?
—Sí, fui tramoyista. Con Agustín Magán. Estaba en el teatro de aficionados, como te digo, pero no me atrevía a ir a los castings, entonces hacía de tramoya del Centro Dramático Gallego, en todos aquellos montajes de Mario Gas. Recuerdo que había un casting para O mozo que chegou de lonxe y no me presenté. Mira, 55.000 años después, pienso que si hubiera ido a ese casting me lo hubieran dado. No sé por qué, pero no me atreví; tenía miedo, era ingenuo e infantil. Ahora tengo pocos, pero tuve muchos miedos. La religión, la educación que teníamos aquella, que era una sartenada de hostias, de hermanos que te decían unos delirios…
—¿Era el hermano Espantoso el que le pegaba?
—Yo pensé que era un hermano, pero no. Me llegué a encontrar con un familiar suyo al que le llegó la onda del monólogo [Chungo]. Me dijo que estaba mintiendo de su tío porque resulta que no era hermano, sino profesor. Era un civil que estaba contratado.
—Pero las hostias se las daba igual.
—Sí. Nos daba el hermano Fanfú, el hermano Agustín —apodado El Loco— y el hermano Luis Torres, que nos metía unas hostias… Me meé en clase del miedo que me daba que se me acercara aquel señor, que era un tipo calvo y extremadamente peludo. Iba con una camiseta blanca y le salían los pelos por el cuello. Seguí después la pista del hermano Luis Torres y resulta que colgó los hábitos, se casó y fue padre de un niño con el que tuvo una relación —creo— muy difícil. Finalmente tuvo un ataque al corazón por la pena de no haberse entendido con su hijo. Luis Torres tenía buenas intenciones. También me acuerdo del hermano Daniel. Los hermanos de La Salle venían de familias con dificultades que los metían en seminarios o en sitios donde los convertían en hermanos de La Salle. Aquello no podía salir bien. El hermano Luis Torres, mira tú, me impresionaba mucho. Era buen tipo, como te digo, pero se le iba la olla y tenía un pronto que te arrancaba la cabeza. Te lanzaba cualquier cosa que tuviera a mano, generalmente el borrador, pero un día cogió ese llavero de dos millones de llaves y se lo lanzó a un alumno a la cara. Una vez hablé con los que eran mayores que yo, cuando iban a clase a La Inmaculada, y contaban que llegaba el de la Falange y ponía la pistola encima de la mesa. Yo pillé unas hostias en el colegio que daban muchísimo miedo.
—De 54 alumnos, usted recibió una colleja sin haber hecho nada, sólo para avisar a los demás de lo que les podía suceder.
—Fue el hermano Tutankamón —era muy anciano— el primer día para meter miedo. También es verdad que había alumnos que volvían locos a los hermanos. Algunos no aguantaron la presión. Había internos que comían anfetaminas y les agredían. Había violencia por parte de los alumnos. La Salle son cuatro pisos y hay unas escaleras que eran como el agujero de la muerte. Pues allí los mayores internos colgaban a los niños por los tobillos. Eran hijos de farmacéuticos que venían del revés. Se oían unos gritos… Pero nunca pasó nada. Así que como el hermano Tutankamón era muy ancianito, pensó: «primero golpeo yo para que no vengan a por mí». Yo creo que era un mecanismo de defensa, porque él sabía dónde se estaba metiendo. Le ganamos el respeto. A eso súmale las drogas. Te hablo del año 78, 77… Era duro.
—¿Sólo anfetas?
—No, había de todo: hachís, LSD, mezcalina… Lo que más había era vino y hachís. En el mundo farmacéutico en aquel momento no había control y había un poco de barra libre y alumnos que hacían dinero con eso. Anfetaminas, centraminas, dexidrinas… Todo un mundo. Pero en mi colegio y en todos los demás. Era el momento del apogeo. Había opiáceos, Buprex, reinoles… Tuve muchos compañeros —que bebían agua mineral— que no entraron en eso. Todo el mundo tenía acceso a las drogas. Si eras ingenuo e infantil te metías en todos los embolados de probarlo todo. Pero no era sólo en mi colegio, no quiero yo aquí demonizar La Salle; en el colegio Peleteiro de Santiago era lo mismo y también en el San Jorge. Y supongo que en el tuyo también.
—Sí. Aunque no contábamos con una biblioteca como la de La Salle.
—Sí, joder. Tengo buenos recuerdos de La Salle, sobre todo de dos personas fundamentales en mi vida: Suso Alonso Braña y el hermano Antolínez, que montaron los Boy Scouts. Íbamos todos los fines de semana a la naturaleza. También recuerdo de niño aquellas persecuciones de los de Fuerza Nueva, aquellas hostias que les daban a los otros, aquella España… Recuerdo el atentado de Atocha y que mi madre y mi padre se asustaron un montón.
—Su padre —cuando el atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York— le llamó para preguntarle si había tenido algo que ver, pues anteriormente estuvo trabajando en la demolición de la planta 62 de una de las dos torres.
—(Risas) Mi padre tenía un humor muy negro, tío. Se había quedado viudo y estaba solo en casa. Yo le llamaba para decirle que iba a ir a verle y me decía que no fuera. «Pero me apetece verte, papá». Entonces hacía una pausa, y contestaba: «¿Tú no tienes una foto mía?».
—Su abuela vivía cerca de Iria Flavia, el pueblo natal de Camilo José Cela. ¿Sabe si lo conoció?
—Mi abuela ya era una señora muy mayor que cuando salía Cela en la tele le llamaba «mi Camilo». Yo era muy niño y no te lo sé contar, pero ella coincidía con Cela en casa de alguien en Iria Flavia. Alquiló una casa en Calo y Cela debía estar muy cerquita. Pero no creo que tuviera mucho trato. Simplemente coincidía con él. Sí tengo el recuerdo de una entrevista de José María Íñigo con Bibi Andersen y Cela. Aquello fue muy comentado en Galicia.
—¿Cuántas veces le han dicho que se parece a Alberto Núñez Feijóo?
—Hostia, muchísimo. No sé cuándo se presentó por primera vez. No sé en qué situación estaba en Galicia Núñez Feijóo en 2002, pero yo salía a la calle y los paisanos me preguntaban si era familia suya. ¡Te lo juro por la memoria de mi madre! Yo no sabía quién era Feijóo, pero nos debíamos de parecer. Luego se enteró, hicimos aquella publicidad… Feijóo es un tipo muy divertido. Me llama la atención. Me «guasapeo» con él de vez en cuando y me llevo muy bien con él aunque seamos antagonistas y yo vote para el otro lado. Es un tipo que en las distancias cortas es ágil y tiene su humor.
—Contaba Fernando Fernández Gómez que el éxito y el fracaso no eran hechos, sino sensaciones. ¿Cuáles son sus sensaciones ahora?
—Pues es un momento dulce. Volvería a las plataformas, porque ahora hay un volumen de trabajo… Si no hago esta, hago esta otra… Pero es en este momento. Yo estoy un poquito de moda, aunque las modas vienen y van. Pero sí, es una sensación bonita. Hombre, siendo consciente, a mis 57, llega un momento en el que tengo la cabeza más tranquilita. Estoy disfrutándolo.
—¿Y seguirá haciendo de villano?
—Por eso decía lo del pederasta al principio; es muy divertido. Hombre, me encantaría hacer de un electricista que se enamora, pero pocas de esas me darán. Hay gente que me dice que sólo quiere verme de malo, sí. Bueno, hay que hacer de todo.
—El filósofo francés Alexandre Lacroix ha dicho que el mundo se ha vuelto indescifrable para los nacidos antes de 1989. ¿Usted lo cree también?
—¡Buah, chaval! Eso es así. Yo tengo que llamar a alguien para comprar una entrada. Mi esperanza es que le pueda hablar al móvil para que me compre una entrada. Mira, hay una cosa que me asusta de esto: cuando voy a Compostela me gusta caminar por la Alameda, porque es mi infancia. Recuerdo que con doce años veía a los yonquis en la Alameda —de aquellos que habían entrado en la heroína— que se juntaban todos en un sitio. Pasaba por la mañana y ya había unos 40 o así. Era una imagen «normal». Después pusieron un instituto enfrente. Pues la última vez que fui a correr por allí, que debió ser hace dos años, en el mismo sitio donde antes estaban los yonquis me encontré con un grupo de 40 niños mirando la pantalla de sus móviles, todos en la misma postura. Los yonquis no tenían móvil, pero esto era lo mismo. Es pavoroso.
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