Por qué Louis C.K. es mejor que David Foster Wallace

Nos encanta destacar ante los demás. Distinguirnos del resto a base de excentricidades. Nombrar a Andréi Tarkovski como nuestro director de cine favorito, aunque lo que realmente nos guste sea inflarnos a palomitas viendo la última de Marvel; citar a Rothko como nuestro pintor preferido, pese a que al ver sus cuadros solo seamos capaces de visualizar una gran mancha naranja —como en aquel estupendo capítulo de Mad Men—; comentar con orgullo que hemos leído hasta tres veces La broma infinita, aunque en realidad nunca hemos conseguido pasar de la página 40.

Hay una corriente cultural —muy hipster ella, muy llena de impostura— que ensalza a todo creador que se adorna hasta el exceso. ¡Muera la frase simple, viva la subordinada! Una generación de «culturetas de festival» que glorifican lo barroco; lo rococó. Pero lo siento amigo: que le expliques a todo el mundo que tu novela de cabecera es El arco iris de gravedad no te hace más inteligente. No tienes por qué hacer apología de la alta literatura si no es lo tuyo. Disfruta con los best sellers y concéntrate en los clásicos, porque seguro que tú formas parte de ese 84% que no se ha leído El Quijote y que nunca lo reconocerá en público.

Nunca he podido con Foster Wallace. Lo siento. Pido perdón. Solo he conseguido acabarme —a duras, muy duras penas— un cuento suyo incluido en una antología de autores norteamericanos. Decir esto en ciertos ambientes es cerrarte puertas, provocar miradas de desprecio. Pero ya no puedo aguantarme más. Tengo que gritarlo bien alto: ¡David Foster Wallace, eres (eras) un coñazo! Y no pienso volver a intentarlo con tus afectados libros. Hasta aquí hemos llegado.

Este verano, volví a caer en la trampa. Fui hasta la estantería y cogí el pesado volumen que tanto me avergonzaba no haber conseguido acabar. Hacía calor y el insomnio amenazaba con instalarse en mi alcoba otra noche más. Había tomado la dormidina de rigor, pensado en sábanas blancas colgadas en pastos verdes, repasado la lista de compra como un mantra…; pero nada, Morfeo no acertaba con el camino hasta mi humilde morada. Solo ese maldito libro podía hacerme dormir. Como de costumbre me atasqué en las primeras páginas, pero, sin embargo, esta vez no me provocó sueño, sino ira. ¡Cómo podía ser tan imbécil de volver a intentarlo!

Cabreado, me dirigí al sofá y encendí el portátil. Busqué entre las series descargadas y encontré a Louie. Tenía pendiente la quinta temporada y cayeron 4 capítulos de tirón. Los disfruté con lujuria. Y aunque tocó acudir otra vez al trabajo sin haber pegado ojo, fui con una sonrisa de oreja a oreja. Louis C.K. no solo es un gran cómico, es el autor que mejor refleja el fin del sueño americano, la debacle de la sociedad capitalista contemporánea y la desorientación de los anglosajones frente a la nueva realidad cultural y racial a la que se enfrentan. No existe “la gran novela norteamericana», existe «la gran serie norteamericana» y es Louie. El formato televisivo ha superado al literario a la hora de reflejar toda esa problemática social y cultural. Algo que ya ocurrió recientemente con la primera temporada de True Detective. En cualquier soliloquio de Rust Cohle hay más enjundia metafísica que en todos los ensayos filosóficos de la última década

¿Por qué Louis CK es mejor que David Foster Wallace? Porque no hace apología de nada, porque es sencillo y directo, porque con un solo gesto, con una palabra, define perfectamente quiénes y cómo somos. Si viniese un extraterrestre a visitarnos y le quisieramos enseñar en qué punto de nuestra historia estamos, yo le pondría un capítulo de Louie. Ninguna serie, ningún libro, ninguna película, ni obra cultural, refleja nuestra diáspora vital actual como lo hace esta amarga sitcom.