Vuelvo a hacer girar este zoótropo para contaros que he visto Train to Busan del cineasta surcoreano Yeon Sang-ho y he disfrutado como una enana. Perdón, perdón, perdón: iba a decir disfrutar “como un chino”, pero me pareció aún más incorrecto. Así que disfruté como una enana, no patológicamente enana —perdón, otra vez—, sino como una niña que iba a los cines de verano y se tragaba en sesión continua Kárate a muerte en Bangkok, Las garras de Lorelai y La caída de los dioses. Con los años fui decantando mi cinefilia hacia lo viscontiano y, ahora casi a punto de cumplir los cincuenta, no sé si me equivoqué o si mi eclecticismo raya la demencia. Porque, ciñéndome a un contexto exclusivamente europeo, me siguen gustando Visconti, De Sica, Fellini, Pasolini, Monicelli, Ferreri, Bellocchio, Cavani, Mariscal, Fernán Gómez, Saura, Bardem, Berlanga, Trueba, Chabrol, Truffaut, Godard, Vigo, Carax, Haneke, Von Trier, Vinterberg, Bergman, Ullman, Lang, Murnau, Dörrie, Fassbinder, etc. etc. y muchos otros directores por los que se me podría acusar de un exceso de clasicismo o de friquismo, pero a la vez me vuelvo loca —perdón— cada vez que veo Mary Poppins, fantaterror español —no solo Jess Franco—, las películas de la Hammer, Spielberg, Guillermo del Toro, Alex de la Iglesia o Quentin Tarantino. Posiblemente es en el cine donde se han producido de un modo más evidente esas fusiones y confusiones entre alta y baja cultura, mainstream y underground, que tanto nos han dado que pensar, tanto nos han divertido y tanto nos han enriquecido desde un punto de vista intelectual.
No pretendo hacer una lectura intelectualizada de Train to Busan, porque creo que eso es lo peor que le puede pasar a esta película. Ni siquiera aspiro a emprender una lectura intertextual que conecte la cinta coreana con la verosimilitud espeluznante de las películas de George G. Romero o con la melancólica visualidad del clásico de Tourneur, Yo anduve con un zombi. No pretendo identificar una metáfora política que oponga la democracia capitalista de Corea del Sur con la dictadura comunista de Corea del Norte, aunque yo tenga serias dudas respecto si la combinación “democracia capitalista” no es un oxímoron y, además, el malo de este filme a veces no parezca de Busan, sino de Pionyang, que es la capital del mundo donde ahora habitan muchos malos oficiales. En esta película de zombis posiblemente se transmite un mensaje muy sencillito sobre la solidaridad y la conciencia de lo humano en momentos donde lo que prima es la supervivencia. Un mensaje sobre el espíritu de sacrificio, el heroísmo y sobre cómo en situaciones límite —no olvidemos que estamos rodeados de zombis masticadores que tiran unos bocaos terribles— los hombres y las mujeres podemos sacar lo mejor o lo peor de nosotros. Y para transmitir ese mensaje sencillo se hibridan algunos de los resortes de distintos géneros ortodoxos de una manera tan espectacular, como impecable: terror, aventuras, humor, cine catastrófico, bélico, melodrama, pelis de taiwaneses luchadores…
Los personajes son arquetipos: el malo egoísta y traidor, el padre que no atiende a su adorable hija —¡menuda actriz esa niña!—, los novios adolescentes, el forzudo de buen corazón…Todos actúan arquetípicamente dentro de los vagones de un tren, plagado de zombis, que se desliza sobre los raíles a trescientos kilómetros por hora. Los zombis también bordan su papel, las transformaciones son creíbles y absolutamente repugnantes, el maquillaje y los efectos especiales son de diez; las caras crujen contra los cristales de las ventanillas con un sonido que revuelve el estómago; el movimiento y los derrumbamientos de cuerpos en masa resultan del todo sobrecogedores; el ritmo de la película, frenético y angustioso… También nos llevamos sustos; tememos por los buenos y nos ponemos de su parte esperando que sorteen todas las pruebas a las que los somete la adversidad. Como a los grandes héroes épicos, a Paul Newman en El coloso en llamas y a los protagonistas de las películas de kung fu. Me puse nerviosa, lloré, grité, me asqueé y me entretuve como hace tiempo no lo hacía en una sala de cine. Sin pedirle peras al olmo. Del final no digo nada. Pasa lo que suele pasar y hay un elemento lírico —en el sentido más recto del término— que me pareció precioso y emocionalmente contundente. Me conmovió hasta las lágrimas. Igual que cada vez que veo Mary Poppins y el niño no quiere darle su chelín al decrépito banquero. Train to Busan me tocó todas esas partes del cuerpo que se me han ido reblandeciendo con la edad y con el consumo de series, películas y libros lacrimógenos. Estoy bien adiestrada en el género y lo valoro mucho.
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