La vida privada de las palabras
Hay dos tipos de anotaciones: las que uno garabatea en su libreta sin más pretensión que la de atrapar una idea pasajera, o bosquejar lo que acaso pudiera ser el borrador de algo, o resumir en unas pocas palabras o una frase imperfecta las líneas generales de un propósito que deja en perspectiva, y las que desde el primer instante sueñan con ver un día la luz pública —si es que no lo saben con certeza— y, por lo tanto, crecen con el fin de perfilar la imagen con la que quien las urde pretende mostrarse ante el mundo. De estas últimas tenemos noticias periódicas porque sus autores se cuidan bien de que así sea: hay reputados diaristas que nos vienen entregando con periodicidad casi invariable las entregas sucesivas de los volúmenes en los que desgranan el curso de sus días y afinando así el recuerdo que la posteridad dejará de ellos, si es que la posteridad los llega a tener en su memoria; que nos ponen al corriente de sus filias y sus fobias midiendo muy bien las cantidades que ponen en cada balanza —la escritura nunca es inocente cuando aspira a descubrirse— y saldan deudas o agradecen favores, o los solicitan, procurando presentar cada operación con la limpieza conveniente, de modo que nadie entrevea sus aristas. Del primer tipo de anotaciones sabemos sólo de cuando en cuando. Me refiero a los diarios íntimos en los que personas que terminaron siendo relevantes a causa de sus méritos intelectuales o artísticos fueron inventariando sus cuitas personales sin más afán que el de ponerse a sí mismos por escrito, bien para exorcizar demonios o bien por ver si, al permitir que sus palabras volaran de la conciencia al papel, cobraba algún sentido la lógica que las unía. Se muestran ante nosotros una vez que sus autores han muerto y en el caso de que sus deudos así lo consideren, y por ello cuando nos entregamos a su lectura lo hacemos embargados por un cierto dilema moral: sabemos que estamos accediendo a algo cuyo artífice quiso mantener en total secreto —y somos conscientes, por lo tanto, de que violentamos sus últimas voluntades, si es que no usurpamos de alguna manera su memoria—, pero al mismo tiempo sospechamos que esos ecos de su vida privada bombean el mismo latido del que surgió su obra. El desmenuzamiento de esos párrafos privados es, a la vez, una traición en la que incurrimos a sabiendas de que su víctima nos afearía el gesto, pero también un signo definitivo de la admiración que le tributamos, ésa que nos lleva a inmiscuirnos en la vida privada de sus palabras más discretas por ver si vislumbramos en ellas el destello de esa magia que tanto nos deslumbra; por dar en algún recodo de esos vericuetos íntimos con esa verdad que siempre se esconde y sólo logramos rastrear a medias, la razón de los porqués donde nace esa necesidad de explicarse a uno mismo a través de las ficciones.
Río arriba
Suele decirse que la basura da sobre nosotros más información de la que somos capaces de intuir. También ciertas palabras —o, más bien, ciertos canales por los que éstas circulan en su versión más administrativa o más formal— van definiendo el perfil de lo que fuimos y componen lentamente la pauta de aquello en lo que nos vamos convirtiendo. El protagonista de Todos los nombres, la novela de José Saramago, se obsesiona con una mujer a partir de los datos que sobre ella encuentra en un expediente oficial. En estos tiempos en los que empleo los ratos muertos en la búsqueda de las escasas huellas que quedan de una persona que falleció hace muchos años y de cuya biografía apenas sé más que unos pocos datos esenciales, he podido ir reconstruyendo parte de su peripecia a través de las esquelas que a lo largo de las décadas fueron jalonando la historia de su estirpe. Ellas me han informado de la dirección en la que tuvo su domicilio, de la naturaleza del negocio familiar, de cuántos hermanos acompañaron su infancia y de cuáles de ellos se tuvo que despedir antes de exhalar él mismo el último suspiro; de cómo fue o imagino que fue aquello que tuvo y se le negó, y también de lo que pudo ocurrir con aquello que aún no sé y que ignoro si averiguaré algún día. De todo cuanto lo dejó, en suma, y también de lo que él dejó cuando se fue, el lento fluir de una sangre que derramó su última gota hace no mucho, muy cerca de mi casa, y cuyo curso trato de seguir ahora en sentido inverso, río arriba, por en medio de un bosque doblegado por el abandono y la maleza.
Historia de una lápida
Se esculpió en el año nueve y era, en origen, una inscripción en honor de Cneus Calpurnius Piso, que gobernaba la provincia Tarraconense. Probablemente se ubicaba sobre la puerta por la que se accedía al faro que marcaba la posición del oppidum Noega, un poblado cilúrnigo donde se instalaron los romanos tras conquistarlo —como era su costumbre— y es uno de los ejemplos más rotundos de esa práctica que ellos llamaban damnatio memoriae y que, como tantos otros hábitos de aquel imperio, ha llegado hasta nuestros días: cuando se acusó al gobernador de participar en determinadas maniobras conspiratorias, las autoridades condenaron su recuerdo al ostracismo y alguien borró su nombre de la lápida para convertir su texto en una loa al emperador augusto. La vieja plaza de Noega fue quedando abandonada y sus edificios terminaron sucumbiendo a la ruina. La lápida se salvó de milagro y ha venido teniendo una historia ajetreada: alguien la arrojó al mar, o bien se cayó ella sola, y Tirso de Avilés se la encontró, en el siglo XVI, en el altar de una capilla dedicada a San Juan que se levantaba en los alrededores de Candás. Dos siglos después, en época ilustrada, Jovellanos pudo verla en casa de unos condes. A finales del XIX terminó en una finca particular de Luanco y permaneció en ella —adornando el rellano de una escalera— hasta que mediado el siglo XX un particular la adquirió, aprovechando una controversia entre quien decía ser su propietario —ignoro si mediaban documentos de adquisición por algún lado— y la Diputación Provincial. Permanece desde entonces la lápida —considerada desde siempre como una de las tres «aras sextianas» de las que habló Pomponio Mela— en un domicilio particular, lo que al fin y al cabo no deja de rubricar su historia con un estrambote que tiene un punto tragicómico: el documento fechado más antiguo de la historia de Asturias se oculta a los ojos de la inmensa mayoría de los habitantes de esa tierra, como si él mismo fuese víctima de una damnatio memoriae similar a la que tuvo que padecer el que fuera su destinatario original.
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