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Los últimos pantalones de pana en verano, un cuento de Maria Sierra - Zenda
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Los últimos pantalones de pana en verano, un cuento de Maria Sierra

‘Cape Cod Morning’, Edward Hopper Por qué Maria Sierra (Ripollet, 1993) estudió genética en la Universidad Autónoma de Barcelona para luego profesionalizarse en la edición de vídeo y la animación es algo que nadie sabe, quizá que ni ella misma lo sabe. Qué la llevó de los genes a los fotogramas y de los fotogramas...

‘Cape Cod Morning’, Edward Hopper

Por qué Maria Sierra (Ripollet, 1993) estudió genética en la Universidad Autónoma de Barcelona para luego profesionalizarse en la edición de vídeo y la animación es algo que nadie sabe, quizá que ni ella misma lo sabe. Qué la llevó de los genes a los fotogramas y de los fotogramas a la escritura es uno de esos misterios que quedarán sin solución. Para resolver preguntas como esta tendríamos que vivir en un mundo en el que todo quedase registrado, cada pequeño detalle, cada acto, cada decisión, cada factor del azar.

Y exactamente así es el mundo que ha creado Maria Sierra para nosotros en «Los últimos pantalones de pana en verano». Ni Kafka convertido en actuario habría podido imaginar un mundo como el contenido en el relato que la Escuela de Imaginadores trae este mes de enero a los lectores de Zenda. Una realidad tan desasosegante como, al mismo tiempo, inquietantemente familiar.

***

Los últimos pantalones de pana en verano

Eran las once de la mañana de un miércoles y, según la documentación del archivador gris, el sujeto número 112 se encontraba en casa hasta las cuatro y treinta y dos minutos.

Con un incremento habitual de tres minutos de promedio en la temporada de verano, decía.

La temporada de verano comprendía desde el 16 de junio al 12 de septiembre, según el apéndice del archivador azul, y ya era bien entrado julio.

Tras el tercer timbrazo, Ema se alejó y comprobó que estaba en el número adecuado. Cuarenta y siete bis. La información era correcta.

El registro indicaba que había que llamar al timbre tres veces, en intervalos de treinta segundos y un minuto y si tras la tercera llamada el sujeto no acudía a la puerta, había que rellenar el formulario 5.7 del archivador rojo y dejar la hoja adjunta en el buzón.

En caso de no tener buzón, se doblará en dos secciones horizontales y se colocará bajo el felpudo.

El buzón estaba tan lleno que algunas de las cartas y folletos de propaganda sobresalían desafiando las leyes de la física. Un vecino la miraba desde la cocina, pero el protocolo no marcaba la interacción vecinal optativa hasta la séptima visita. Se acercó a la ventana e intentó mirar hacia el interior. Tras la cortina estampada se intuían las formas del sofá y el televisor en el salón, y unas zapatillas sobre el reposapiés de una butaca grande, seguidas del bajo de un pantalón de pana que desaparecía, inerte, tras el marco de la puerta.

Ema revisó la documentación, pero se le estaba haciendo tarde para ir a casa del sujeto 203. No debería haberse desviado de la conducta estipulada y ya había llamado el número reglamentario de veces. Decidió intentar encajar el formulario complementario entre el folleto de un cortacésped en oferta y el anuncio de una cadena de panaderías que había abierto esa semana, e ignorar la figura de dentro hasta la próxima visita reglamentaria. Cuando se aseguró de que no iba a salirse del buzón, se fue rápido, metiendo los archivadores en la bolsa mientras caminaba calle abajo, hacia su siguiente destino.

***

Acabó de envolver y etiquetar los paquetes con los penúltimos pantalones de pana en el despacho quinto del almacén sur, directos al quemador, y volvió a la oficina para la reunión trimestral. Subió en el autobús, que iba tan lleno que tuvo que encajarse entre una mujer mayor escondida tras una bolsa llena de puerros, y un carrito de bebé que se le clavaba en los muslos. El conductor la repasó de arriba abajo antes de cobrarle el billete, mascando un chicle verde con la boca abierta. El caso 836 estaba a punto de cerrarse y acababan de confirmar el último sujeto de la zona sur. El conductor número cinco, de la línea dos del servicio de tarde mascaba chicle de menta. Todos los datos eran correctos y habían sido confirmados por dos equipos paralelos del servicio de revisión estadística de la planta segunda. Sonrió. Llevaba los datos al día.

Durante el período de prueba, su predecesora la había instruido a la hora del almuerzo en las eventualidades más inusuales. Le contó que durante el caso 836, que llevaba un mes y medio activo, uno de los conductores había mordido el dedo a la secretaria del equipo de confirmación cuando intentó cambiarle el chicle de fresa por el de menta que estipulaban los registros. El incidente había causado un vendaje en el dedo de la mujer, que el conductor se atragantara con un trozo de su uña y la contratación de una trabajadora del servicio de sustitución durante una semana, a la que le encargaron recuperar los archivos que se habían extraviado a raíz de aquel altercado. Al fin los encontró bajo los asientos de la última fila, desde donde recorrieron la ciudad entera durante cuatro días.

—Dos semanas de trabajo desperdiciadas —le dijo dando un bocado a un pedazo de brócoli hervido —. No le querían dar la baja, pero claro, fue imposible reubicarla. Con esa venda en el dedo índice era incapaz de pasar los datos más básicos en la oficina. ¡Y no solo eso! Desarrolló un pánico agudo al estampado de la tapicería de los asientos de los autobuses locales… Tardó horas en llegar a firmar la baja.

Claramente esa chica había incumplido el apartado 14.8.3 del archivador rojo respectivo a los cambios pertenecientes al interior de las cavidades de los sujetos en horario laborable de estos.

—¿Y ahora dónde está? —preguntó Ema bajito y con los ojos muy abiertos.

—¡No deberías ser fisgona! Tu trabajo consiste en hacer bien lo que se te mande y pasar desapercibida. —La señaló con el tenedor antes de acercarse, mirando a su alrededor—. Tras el incidente tuvieron que mandarla a trabajar a las afueras. ¡Un auténtico horror! Estaba saliendo con un chico que no quiso saber nada más de ella cuando se enteró que la trasladaban. Claro que no podían seguir así. Ella vivía en el sur y él en el este… tres transbordos para verse. —Volvió a incorporarse—. Ahora está mucho mejor. En las afueras los asientos de los autobuses son lisos.

***

A la quinta visita, los folletos de propaganda y las dos últimas notificaciones que había colocado entre el marco y la puerta ahora cubrían el suelo de la entradilla junto a las hojas del otoño incipiente. El sujeto número 112 seguía sin responder al timbre. Era septiembre y le tocaba llamar ocho veces seguidas, a intervalos de quince segundos, esperar tres minutos y veinte y volver a llamar siguiendo el protocolo de la primera visita. Durante la espera optaba por alejarse del portal y mirar a derecha e izquierda en busca de vecinos o llamar en voz alta, dependiendo de la hora del día en la que se efectuara la visita.

En caso de una visita entre las nueve y la medianoche proceder con la primera opción.

Ema optó por un ¿Buenas tardes? bajito al tiempo que se acercaba a la ventana. Nadie contestó.

Las mismas piernas enfundadas en el pantalón de pana sobre el reposapiés desaparecía tras el marco de la puerta. El interior estaba limpio y sobre la esquina de la mesilla del salón había algunos vasos vacíos y a medio llenar.

Volvió hacia la puerta a tiempo de iniciar el protocolo de la primera visita y, tras esperar una respuesta que no llegó, se fue de vuelta a la oficina.

***

—¡Ema! —Una voz ronca la llamó desde el salón, con el teléfono y el televisor sonando de fondo.

—Ya voy.

—Debería cobrarle aparte por llamada —la oyó murmurar antes de romper en un ataque de tos.

Tenía un cuarto alquilado en el piso de una viuda, a la que su marido había dejado la hipoteca del apartamento y numerosas deudas antes de tener un ataque al corazón en el trabajo. La mujer se pasaba la mayor parte del tiempo fumando mientras veía la televisión, y usaba el alquiler del cuarto y la paga del Estado para cubrir lo que le quedaba de las deudas del marido e ir al bingo.

Solo se encontraban por la noche y no hablaban demasiado.

—¿Diga? —descolgó.

—¿Se puede saber cómo has tardado tanto? —Era su madre al otro lado de la línea.

—Lo siento, mamá.

—Tu tía dice que va a ir a la ciudad este fin de semana. Tendrás que ir a recogerla a la estación de autobuses el sábado a primera hora.

—De acuerdo, mamá.

—No llegues tarde.

—No, mamá. Seré puntual.

—¿Cómo estás? Espero que no tengan ninguna queja en el trabajo. Con lo paradita que eres…

—No, mamá. Todo va bien.

—No olvides que vas recomendada —la cortó—. ¡Si no trabajas duro tus hermanas no van a poder conseguir un empleo tan fácilmente! Con la suerte que has tenido tú siempre…

A Ema la recomendó una vecina. Antes de casarse, su hija había trabajado en la misma oficina. No en su departamento, ella tenía estudios. Había hecho un curso de mecanografía y contabilidad, sus padres tenían familia en la ciudad y la mandaron allí un tiempo. Ema no había pasado de la secundaria. Su familia tenía poco dinero y muchos hijos y la pusieron a trabajar en seguida. Por suerte, Miriam fue de visita cuando tuvo a su primer hijo y le dijo que le intentaría encontrar una plaza.

Ella había conocido allí a su marido, a través de una de sus compañeras, que salía con un chico del departamento de estadística.

No pensaban casarse tan pronto, pero su novio consiguió cerrar un caso que llevaba atascado ocho años y le ascendieron, con lo que gracias al aumento consiguieron una hipoteca y se casaron enseguida.

—Ya ves. Todos habían renunciado al caso. Una de las fruterías del barrio chino se negaba a darle visita al equipo de confirmación, y nadie conseguía cerrar el expediente. Gracias a Dios, el dueño murió y traspasaron la tienda a unos familiares que llevaban años trabajando en el aeropuerto, así que la convirtieron en un taller y el expediente pudo cerrarse cuando la tienda desapareció —le contó mientras le abrochaba una chaquetita azul al bebé.

—¿Ocho años?

—Sí, chica. Y algunos no se cierran nunca. Son un engorro porque en revisión tienen que incluirlos en la rutina de las fijas, y cuando se acumulan muchos casos abiertos hay que contratar más personal para poder amoldarse a los nuevos.

Se despidió de su madre con dos besos y agradeció las pastas y el café dirigiéndose a la puerta.

—¡Ema! Acompáñala y dale las gracias.

Asintió con la cabeza y le abrió la puerta a Miriam, que tenía a su marido esperando en el coche nuevo al otro lado de la calle.

—Una de las más veteranas lleva recorriendo las mismas tres calles desde hace veinte años. —El bebé empezó a llorar—. Ya vamos, cielo, ea. Bueno, ya te llamaré si pueden contratarte en una vacante de prueba, cielo. Cuídate.

Se despidieron y cerró la puerta tras Miriam cuando llegaba ya a la altura del coche.

—¡Veinte años con un trabajo fijo! ¿Has oído? Sin contar los años de antes —dijo la madre cuando Ema entró en la cocina a lavar los platos—. Aunque claro, eso significa que no se casó.

Ema asintió y siguió fregando hasta que sus hermanas entraron corriendo por la puerta.

Un trabajo fijo en la ciudad…

***

A la novena visita encontró la puerta abierta. Solo una rendija por la que se veía la cocina cubierta de polvo y migas de pan.

—Desde el lunes que no recibe visita.

Tras decirle eso, el vecino entró en su casa con el periódico bajo el brazo, cerrando de un portazo antes de que Ema pudiera siquiera darle las gracias.

Con la mirada fija en el interior de la casa, ejecutó el protocolo del día con su rigor habitual, y cuando terminó, sacó el archivador azul.

En casos en que la comprobación deba hacerse en el estado físico sobre el que se desarrolle o halle la acción u objeto sometible a revisión, dirigirse al segundo tercio del Manual de Protocolos Generales.

Sacó el archivador rojo y hojeó hasta hallar la sección concreta.

En un horario laborable inactivo se procederá a atravesar el dintel de la puerta si esta se halla abierta, el sujeto está en el interior y el turno está a no más de ocho minutos de su inicio.

El sujeto número 112 no trabajaba en su casa, pero sí que estaba en un horario laborable activo al caso según el archivador gris y a menos de ocho minutos de que tuviera que salir de la vivienda para iniciar su turno laboral. Técnicamente cumplía los requisitos.

Pensó en la posibilidad de irse. De ignorar la puerta abierta y seguir el protocolo ordinario.

También pensó en la posibilidad de que su primer caso sin tutelar fuera un caso abierto. De ir a llamar a esa puerta cada semana durante el resto de su vida laboral.

Ema guardó los archivadores y, con cautela, entró.

—Buenos días… —anunció bajito.

La puerta chirrió sobre las bisagras. Se oía a lo lejos la radio sintonizada entre dos emisoras, dejando escapar alguna palabra ahogada por el ruido blanco.

A la derecha, la cocina estaba vacía. Sobre una mesa vieja, una rebanada de pan seco con un trozo de queso rondado por una mosca que hacía el eco del comedor. No quedaban sillas, y dos tazas sucias con restos de café en la encimera hacían más presente la ausencia de una cafetera, que se intuía había estado en una esquina en la que la marca pardusca había quedado grabada en las baldosas, al lado de un teléfono anclado a la pared.

Cruzó de nuevo al recibidor, desde donde se veían las zapatillas sobre el reposapiés de la butaca, seguidas por esos pantalones de pana marrón, gastados en el bajo y las rodillas, que subían hacia una camisa desabrochada y el sujeto número 112, con los ojos cerrados.

El salón tenía un fuerte olor a rancio, a amoníaco y a suciedad, amortiguado por la ventana abierta frente al sillón, que hicieron que Ema se tapara la cara con el pañuelo antes de entrar. Estaba desprovisto de objetos casi al completo, solo un mueble y dos sillas. En la alfombra del centro se veían las marcas de las cuatro patas de un sofá, y la pequeña radio sobre el mueble donde antes había habido un televisor escondía los cristales rotos de un marco que había caído de la pared.

Un cambio en el ambiente la inquietó y se dio cuenta que el cuerpo que tenía detrás se había movido.

No articuló palabra ni se levantó, solo abrió los ojos y rotó ligeramente la cabeza, fijando su mirada vidriosa en ella.

Con cuidado de no mover nada, Ema se alejó de nuevo hacia la cocina, donde dejó la bolsa en el suelo, sacó los archivadores y se puso a revisar.

La respiración seca le llegaba desde el salón, como un eco de cada línea que leía.

Pauta de diálogo para ejecutar frente al sujeto.

Dudaba que el sujeto número 112 pudiese articular palabra.

De darse una ausencia prolongada a más de treinta y tres visitas, estas se espaciarán a doce días y se procederá con la pauta de la primera.

Tampoco era el caso, pues su sujeto no estaba del todo ausente.

En caso de defunción, se procederá a comprobar la materialidad de los útiles de servicio. De mantener su corporeidad, serán reubicados al servicio de catalogación.

El sujeto no había fallecido aún.

Nada.

Ningún tipo de información concreta sobre qué hacer.

Decidió proceder con el cuadro de diálogo establecido para un encuentro en el horario marcado. Se acercó al sujeto con la documentación en la mano y se inclinó ligeramente para quedar a la altura de su oído.

—Buenos días, señor.

No hubo respuesta.

—¿Buenas tardes…?

Tomó su parpadeo como un asentimiento y prosiguió.

—Soy la secretaria de confirmaciones de la sección sur… —leyó la línea mecánicamente, con las manos temblorosas sobre el cuadro de diálogo, levantando cada poco rato la vista para comprobar que seguía atento —. Vengo a raíz del caso coloquialmente clasificado como Pana en verano. Usted no consta en el registro oficial y el ítem que lleva en estos momentos puesto está descatalogado desde el verano pasado, a raíz de un falso positivo en el año anterior. Por una espera en los tiempos del procesado de la documentación, el ítem no fue descartado a tiempo y ahora se encuentra en su posesión.

Ni un pestañeo.

Ema terminó de leer sin obtener una sola señal que confirmara que estaba siendo escuchada.

Si se completaba el cuadro establecido, el sujeto debía entregarle el ítem causante del desajuste y su tarea estaría completa, pero el sujeto no contestaba, no se movía. Apenas respiraba. Se le acercó por detrás y pensó en levantarle, pero pesaba demasiado para ella, y la interferencia directa con el sustrato de trabajo era peligrosa. No quería acabar desterrada a un pueblo recóndito, con pánico a los sillones viejos.

Se acarició el índice derecho mientras pensaba, preocupada.

El hombre tenía la mirada fija en los vasos medio llenos, sucios, que había sobre el mueble, con una capa de polvo que separaba el agua del resto del cuarto.

Ema se fue a la cocina y revisó los archivadores en busca del número de su supervisor, se acercó al teléfono, comprobó que aún tenía línea y marcó.

—Buenos días… —se presentó y soltó toda la información rápido y bajito, sin respirar, enredando el dedo en el cable telefónico con nerviosismo.

—¿Una duda? Es imposible. Los manuales adicionales están diseñados y actualizados para proporcionar toda la información necesaria frente a cualquier posible caso.

—Sí, por supuesto. El caso…

—Imposible. ¿Quién fue su tutora? ¿Seguro que ha revisado los manuales?

—No, si…

—¿Cuál es su nombre? Un momento. —Al otro lado del teléfono alguien interrumpió.

Ema aprovechó la ocasión para colgar con cuidado. Se retiró y volvió a revisar los manuales.

Los leyó y releyó y al cabo de unas horas los guardó en la bolsa en la cocina, fue hasta el salón y esperó.

***

Los servicios de emergencia llegaron de madrugada y encontraron el cuerpo aún tibio.

Ema aguardó cerca de la puerta de entrada a que terminaran con los procedimientos de rigor, y levantaran al sujeto número 112 de su sillón donde había fallecido hacía pocas horas, con los ojos fijos en Ema, sentada impasible con las piernas juntas y las manos sobre el regazo, en la mesa llena de vasos sucios de ese salón con olor a mugre y a muerte.

La llevaron en la ambulancia hacia el hospital, sentada frente al embalaje oscuro que había ocupado sus últimas quince horas, y la dirigieron a hablar con un médico mientras se llevaban el cuerpo al que se le veían los pies, ahora solo en calcetines, y el bajo de los pantalones de pana hacia otra estancia.

Tras la charla se sentó en una sala de espera, donde una enfermera le indicó dónde podía conseguir un café, y antes de que se lo hubiera terminado, mientras rellenaba formularios del archivador gris, un doctor salió a su encuentro con una bolsa de plástico cerrada herméticamente, en la que le hizo entrega del último ítem pendiente de revisión y su primer caso completo.

Los últimos pantalones de pana en verano.

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Juan Jacinto Muñoz Rengel

Juan Jacinto Muñoz-Rengel (Málaga, 1974) es autor de las novelas La capacidad de amar del señor Königsberg (Alianza de Novelas, 2021), El gran imaginador (Plaza & Janés, 2016), Premio del Festival Celsius a la Mejor Novela del año, El sueño del otro (Plaza & Janés, 2013) y El asesino hipocondríaco (Plaza & Janés, 2012), del ensayo Una historia de la mentira (Alianza, 2020), y de los libros de narrativa breve El libro de los pequeños milagros (Páginas de Espuma, 2013), De mecánica y alquimia (Salto de Página, 2009), Premio Ignotus al mejor libro de relatos del año, y 88 Mill Lane (2005). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano, al griego, al finés, al árabe y al turco, y publicada en una veintena de países. Actualmente dirige la Escuela de Imaginadores en Madrid.

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Luciano
Luciano
2 años hace

Pasión, cementerios, locura, crimen, noche, incesto y muerte. Máxima intensidad, romanticismo -el de verdad, no el blando- en estado puro. Enhorabuena.

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