Hace años, cierto crítico reprochaba al padre del comisario Maigret haber escrito “sólo” por dinero. “Sólo”. El reproche me pareció fuera de lugar: lo peor del dinero es no ganarlo, así que no creo que sea la peor razón para escribir (ni para muchas otras cosas). Y si lo que escribes es lo que escribía Simenon, viva el dinero que lo empujó. Julián Marías, hondo filósofo, llegó a exigir públicamente el Nobel para aquel tío, Georges Simenon, que había sido amante de la Baker —total, nada—, así que algo tendría, digo yo. Y qué caramba, cualquier motivo es bueno para escribir (que no para publicar). Hay quien escribe porque le duele un testículo (o lo que sea que le duela), porque se aburre o porque le sale del nardo. En España ha habido unos cuantos que no han escrito por dinero, o sí, no sé, pero desde luego lo han hecho por comer, y no mal (escribir mejor que ellos es difícil y comer, imposible). Hablamos de una porción de entrañables tragaldabas que de su afición hicieron motivo de sabrosas páginas que aderezaron con salsas y especias que, más allá del tiempo, siguen despidiendo aromas de ensueño.
Gloria eterna.
Más que escribir, el primero golusmeó una fabulosa gastronomía cuyos platos creaba su imaginación desmesurada. En Cocina gallega, libro concebido originalmente en la fabla de las brumas del lejano noroeste, se contuvo, pero en Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, en castellano y en connivencia con su conmilitón Castroviejo, empezó a desbarrar. Pero donde sacó los pies del tiesto, y a morir por Dios, fue en La cocina cristiana de Occidente, una fantasía que es imposible leer sin hacer jugos, pese a que la mitad, por lo menos, de lo que cuentan sus páginas —guisos de ensueño, asados pantagruélicos, postres lascivos—, nunca pasara de la imaginación de su autor, es decir, que jamás ha existido más allá de la Literatura. Y no es que Cunqueiro mintiese, es que era así: hacía vivir lo que imaginaba porque estaba convencido de haberlo vivido. Cunqueiro, que había nacido allá arriba, en la episcopal Mondoñedo, falleció diabético perdido en la abierta y liberal Vigo, donde había dirigido la mejor época del periódico local; la mega-urbe de las luces navideñas, agradecida, lo homenajeó con un monumento moderno, racional y vanguardista, el gran Complejo Hospitalario Universitario de Vigo Álvaro Cunqueiro, en el que destacan una fábrica prodigiosa y la especialidad de endocrinología.
Otro que también escribía por comer, que no “para comer”, era Julio Camba, El Solitario del Palace, gallego como Cunqueiro, aunque de Cambados, en las Rías Bajas, como Vigo (o como SanXenxo, SanGinés, tan de moda). Veinte o treinta años mayor que Cunqueiro, durante medio siglo fue primer espada del diario de la calle Serrano, en Madrid. Recorrió medio mundo contando, a expensas de los señores Luca de Tena, lo que a él le parecía que pasaba, y entre crónica y artículo, entretanto, fue saliendo de penas en los mejores figones que encontró abiertos a su paso, es decir, en los más selectos establecimientos que jalonan las rutas del mundo. Era inevitable que acabara escribiendo La casa de Lúculo o el arte de comer (1929), un paseo por la cocina internacional con deliciosa parada y fonda en las tascas españolas; un libro absolutamente libre, divertido y genial donde lo único que sale realmente malparado es eso denominado cocina internacional. Y es que, según Julio Camba, la cocina siempre es de algún sitio. O no es cocina. El libro no se le ocurrió a él, sino a su editor, que además era su amigo y que estaba fascinado por el hecho de que, cara a cara, el reputado periodista sólo hablara de restaurantes, guisos y vinos, jamás de geopolítica. Naturalmente, hubo que poner viruta sobre la mesa: Camba era otro que sólo funcionaba oyendo cantar la caja registradora.
Nadie describió como Hemingway, dicen, la preparación de unos huevos con chorizo en mitad del monte y nadie como Pla, aseguro yo, el ceremonial de preparar un guiso de pescado en una barca mecida por el mistral. Tengo para mí que Manuel Vicent, que todos los domingos firma una columna en la contra de El País, ha leído mucho a Pla, un catalán malicioso del que se ha dicho ya todo, salvo que escribió como comió, es decir, mucho y bien. Lo del guiso de pescado en la barca lo cuenta en Un viatge frustrat, o sea, Un viaje frustrado, que es un cuento largo o una novela corta, no sé, que narra las aventuras de un jovencísimo alter ego de Pla y de su amigo el Hermós, El Hermoso, rotundo marinero de Palafrugell, feo como un dolor y hippie avant la lettre: Pla hacía auto-fricción antes de que se inventara, lo mismo que Julio César et al. Aunque en materia de buen comer, su libro canónico es El que hem menjat que, sorprendentemente, no se tradujo hasta los años noventa, parece mentira. Debo decir, de todos modos, que si Cunqueiro luce en gallego, Pla brilla en catalán. Pero bueno, ahí está, al alcance de todos los españoles, Lo que hemos comido, pantagruélico recorrido por eso que llaman cocina mediterránea mucho antes de que existiera la cocina mediterránea. “Desde que todo el mundo se ocupa del futuro no se puede comer una tortilla decente”, se queja el autor en sus páginas. Lo dicho: un adelantado.
Hay otros tragaldabas que si comieron bien, escribieron aún mejor. Pienso en Néstor Luján, Xavier Domingo, Manuel Vázquez-Montalbán y hasta en Camilo José Cela, pero son las tantas, se hace tarde y habrá que cenar, así que lo dejaremos para otro día.
Buenas noches.
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(*) La imagen que ilustra este artículo campea feliz desafiando tempestades en la fachada del restaurante El Mosquito, de Vigo. A la derecha, con gafas oscuras, Gonzalo Torrente Ballester, que fue titular de una cátedra en el instituto de bachillerato local. A su lado, con la boina en la mano, Josep Pla y, sonriente y grandón, flanqueado por las cocineras, el gran Cunqueiro con sus inseparables gaforras. Nos gustaría asegurar con certeza que la imagen es de la época en que este último dirigía el diario Faro de Vigo, en la segunda mitad de los sesenta, pero es imposible porque carecemos de esa certeza. Hemos obtenido la imagen en la web del propio establecimiento de restauración, que la reproduce con justificado orgullo, pero sin fecharla.
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