Saliendo al cruce de un populista español, Javier Cercas sentenció alguna vez que en las instituciones democráticas no debía haber ni el más mínimo espacio para la épica: “La política democrática no se parece a la épica arrebatada de Juego de tronos, donde héroes y monstruos pelean a muerte por el poder en dos continentes ficticios en medio de guerras, torturas, violaciones, secuestros de niños y asesinatos en masa”, sino a la prosa serena y razonable de la serie Borgen, donde “hombres y mujeres comunes y corrientes, dotados de sueños, pasiones, deseos y debilidades mediocres de perfectos antihéroes, se esfuerzan por mejorar la vida de los conciudadanos”. No puedo estar más de acuerdo, dado que en democracias consolidadas y prósperas la irrupción de la epopeya solo ha generado grandes tensiones y calamidades. El problema cambia, sin embargo, en países como la Argentina donde la democracia liberal nunca logró consolidarse plenamente, y donde una fuerza hegemónica tiene por máximo proyecto boicotear las reglas institucionales, relativizar el imperio de la ley, eternizarse en el poder y crear un Nuevo Orden (sic). Es imposible concebir, bajo esas circunstancias, la lucha política sin una épica pacífica pero firme y creativa, que genere una narrativa ingeniosa y alumbre un sueño, y que permita desmontar con respaldo popular un relato falsario, un Estado copado por militantes, un entramado de mafias institucionalizadas, una vasta organización policial connivente con el narco, una extorsiva liga de gerentes de la pobreza, un ejército de sindicatos corruptos conducidos por magnates y el lobby adverso de empresarios prebendarios capaces de todo, como por ejemplo financiar a los opositores cuando les cancelan sus privilegios de cártel o empujar a los medios a Javier Milei con el objeto de limar al único gobierno no peronista que terminó en tiempo y forma su mandato y que estaba acechado por todas estas fuerzas destituyentes.
La gestión de Cambiemos —abandonada a la tecnocracia y a no pocos errores de cálculo— y esa mismísima coalición en el llano fueron siempre refractarias a la épica, a reconocerse como un movimiento transversal y policlasista, a autodenominarse “republicanos” y a dar la batalla cultural imprescindible para persuadir a la sociedad de los errores y supersticiones que, por colonización o default, todavía llevaba impresos. Muchos tuiteros inteligentes y cientos de miles de ignotos ciudadanos de a pie resultaron más épicos y autoconscientes que las cúpulas de los partidos que pretendían representarlos. Su dirigencia ha permitido que ante el vacío nominal el periodismo los llame “cambiemitas” (un neologismo gélido y horrible), se deja psicopatear por algunos “antigrieta” que en verdad son peronistas vergonzantes, frunce el ceño ante a la palabra “Movimiento” como si le produjera alergia y en lugar de mitificar los “banderazos” —muchos de los cuales tuvieron una importancia histórica y decisiva, e incluso alcanzaron un volumen superior al 17 de octubre—, los dejaron desflecarse y caer en el olvido. Sin todos esos instrumentos culturales les resulta hoy muy cuesta arriba una agria campaña electoral donde incluso hasta la consigna del “país normal” ya parece exigua. Acordemos, no obstante, que este agotamiento retórico resulta mucho más agudo en el argumentario kirchnerista, fenómeno al que le calzaría perfectamente otra reflexión de Cercas: “Las ideas se desgastan. Usamos y abusamos de ellas, distorsionando o trivializando su significado, de forma que sus aristas se erosionan y que aquello que al principio fue provocador y revolucionario o peligroso acaba reducido a la condición de mera banalidad, cuando no a la de puro espantajo o, aún peor, de arma arrojadiza”. Sin llegar a esa descomunal degradación peronista —producto de veinte años de centralidad, negligencia y verso— es indudable que Juntos por el Cambio muestra también signos de anquilosamiento, y esto se debe principalmente a que desdeñó la construcción de una literatura de ideas. En política, cuando alguien deja vacío un sitial, se arriesga a que inmediatamente otro lo ocupe y le traiga fuertes dolores de cabeza: pensemos una vez más en Rodríguez Larreta renunciando a ser el jefe de la oposición y a Patricia Bullrich, sin mandato ni aparato, sentándose en ese trono abandonado. Algo similar sucedió con la batalla cultural, dispositivo que guardaron como chapa vieja en el galpón de los sueños perdidos; astutamente, los intelectuales libertarios aprovecharon esa defección. Ellos no edificaron con todo ese instrumental, claro está, una épica republicana, sino directamente un “populismo de derecha” (sic). Los portavoces de La Libertad Avanza, con el halo triunfal de las primarias, se atreven ahora a citar sin pudores a Schmitt y a Gramsci —dos autores valorados por el posmarxismo y por Carta Abierta— y a confesar que articularon una estrategia de espejo invertido con las tácticas kirchneristas. También ellos comienzan a hablar de pueblo y antipueblo, aunque en el segundo grupo identifican a “los que viven de los demás, los chupasangres del Estado y del impuesto”. Y su épica consiste, esencialmente, en señalar al gran enemigo: la casta, que es indiscriminada y tienen deliberadamente contornos difusos. Esa vaguedad facilita la siguiente operación: los que critican a “la nueva derecha” son casta privilegiada y vampírica; los que acompañan, son pueblo bendecido. La casta es por lo tanto un continente de fronteras móviles, y eso facilita acomodar situaciones políticas de coyuntura: regular a quién conviene dejar adentro y a quién arrojar fuera del paraíso. Munidos de todos estos trucos obtuvieron un respetable caudal de votos y se disponen en estas semanas al asalto final. Dicho en criollo: los republicanos calentaron la pava y los libertarios se toman el mate. Y esta vuelta de tuerca resultará particularmente humillante para quienes resistieron con valentía y tenacidad en las calles, en los cenáculos y en los medios la chavización kirchnerista, las múltiples violaciones a la Constitución y a la división de poderes, el clientelismo más infame, la megacorrupción, las catorce toneladas de piedra contra el Parlamento, el club del helicóptero y tantas otras pestes que trajo el modelo feudal imperante en las últimas dos décadas. Muchos de quienes hoy cacarean libertad, callaron cuando ésta se encontraba verdaderamente en peligro. Quienes militan violentamente en las redes sociales contra cualquier objetor del anarcocapitalismo, brillaban por su ausencia cuando venían degollando; son guapos de última hora, con ganas de calmar su conciencia y debutar como leones después de haber sido tiernos cachorros de cautiverio.
Otros se desencantaron no solo con la mala pericia macroeconómica del último gobierno republicano, sino con su “tibieza” centrista y políticamente correcta, y están deseosos de emociones fuertes: el populismo es un vehículo ideal para estos temperamentos inaugurales. Una épica republicana impediría que pasáramos de un liberalismo amplio y multicolor directamente a una secta libertaria, para la que aplicaría una observación inspirada en Lenin: si el izquierdismo era la “enfermedad infantil del comunismo”, el derechismo es la enfermedad adolescente de los ultraliberales. Sin solución de continuidad, algunos argentinos canjearán así un populismo por otro, y se pasará de aceptar acríticamente un feminismo radicalizado y absurdo a pensar que la lucha por la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer fue un error; de sostener que el estatismo cerril es virtuoso a pretender que no haya Estado. De glorificar a los guerrilleros de los 70 o al menos señalar que sus víctimas no fueron reconocidas, a insinuar que no existió terrorismo de Estado durante la última dictadura militar. Gracias a esta filosofía pendular, el populismo como formato habrá obtenido por fin su victoria definitiva. El kirchnerismo, con sus imposiciones, y Cambiemos con sus deserciones, facilitan esta ceremonia donde le quitan la corona a una heroína falsamente progre y se la colocan a un héroe reaccionario. Triste y muy peligroso vaivén. Porque como decía Scott Fitzgerarld: “Enséñame un héroe y te escribiré una tragedia”.
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*Artículo publicado por el diario La Nación de Buenos Aires
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