Las películas de misión especial llevada a cabo por un equipo más o menos heterogéneo de expertos en lo suyo siempre tienen un encanto particular (Peter Jackson cuenta que un momento importante para conseguir la luz verde para hacer El Señor de los Anillos fue cuando alguno de los productores empezó a comparar a la Comunidad del Anillo con famosas películas de misiones bélicas como Los cañones de Navarone y otras similares). Estos equipos suelen tener espacio para una o varias estrellas de relumbrón y secundarios de apoyo importantes. En este caso, estamos en los últimos años de la revolución mexicana, y Lee Marvin recibe el encargo de rescatar a la esposa de un ranchero estadounidense (interpretada por Claudia Cardinale) de las garras de un exrevolucionario zapatista, con el racial nombre de Jesús Raza, ahora convertido en bandido (interpretado por Jack Palance). Henry Fardan (Marvin) recluta, entre otros, a Burt Lancaster (que tres años antes había coincidido con Cardinale en El Gatopardo), y el grupo procede a cumplir su misión con estricto cinismo profesional en medio del calor de la frontera… al menos hasta que llegue la hora de las decisiones importantes. Basada en una novela casi desconocida hasta entonces, A Mule for the Marquessa, de Frank O’Rourke, recibió tres nominaciones a los Oscar: director, guion adaptado (ambas para Richard Brooks) y fotografía en color (Conrad L. Hall).
[Aviso de destripes con dinamita en todo el texto]
El desarrollo del cine como actividad artística y de entretenimiento coincidió en el tiempo con las dos Guerras Mundiales, y durante muchas décadas era muy común que buena parte de las estrellas masculinas de la pantalla tuvieran experiencia militar, como ocurre en este caso con Brooks, Marvin, Lancaster y Robert Ryan. Era, pues, lógico que abundaran en el cine las historias de guerra, o ambientadas durante una guerra, como la que hoy nos ocupa, a las que los propios intérpretes podían traer sus experiencias del horror bélico (al menos hasta el punto en que de verdad lo hubieran vivido). Sin embargo, el cine no deja de ser cine (Arturo Pérez-Reverte cita a menudo lo que le dijo Pedro Armendáriz junior: «El cine solo es verdad cuando es mentira»), y la experiencia directa ha de pasar por el tamiz del espectáculo de masas. La figura del veterano, si no cansado al menos a punto de estarlo definitivamente, ha resultado siempre muy atractiva, y cuando se reúne un grupo entero de ese cariz, el efecto se multiplica.
En este caso tenemos a Henry Fardan (Marvin), veterano de Filipinas, Cuba y Pancho Villa, y viudo sin hijos de una mujer mexicana («Tu cabello era más oscuro entonces». «Y mi corazón más ligero»). Después de abandonar a los guerrilleros en 1915 intentó pasarse a la búsqueda del oro, pero tras fracasar, ahora vive de buscar compradores para un nuevo invento revolucionario: armas de fuego automáticas. Hans Ehrengard (Ryan) es un ex de caballería luego convertido en conductor de ganado, y Jacob Sharp (Woody Strode) es un experto rastreador negro que ha aprendido de los indios. Por último, Bill Dolworth (Lancaster) es un dinamitero adicto a la adrenalina y a las mujeres. «Entiendo que hayas perdido setecientos dólares a los dados, pero ¿cómo has perdido los pantalones?». «En el dormitorio de una dama». (…) «Nací con la poderosa pasión de crear. No sé escribir, no sé pintar, no sé hacer canciones…». «Así que haces explotar cosas». «Es que así es como nació el mundo: fue la mayor explosión de todos los tiempos».
La mecánica de la misión lleva al grupo por los desiertos del suroeste del país, llegando a cruzar hasta dentro de México, entre mucho calor de día, bastante frío de noche y lluvias torrenciales en ocasiones (que también afectaron al rodaje). Las escenas de acción están resueltas de manera competente, y el paisaje natural juega su papel, bien aprovechado. Sin embargo, lo mejor de la película es el tono de cinismo y veteranía espabilada que se gasta el grupo, desde la seriedad amargada de Fardan («algunas mujeres tienen maneras de convertir a algunos niños en hombres y a algunos hombres en niños de nuevo») hasta la eterna sonrisa socarrona de Dolworth, cuya peligrosa ocupación, entre explosivos, lo impulsa más aún hacia el disfrute de la vida mientras se pueda, ya que al peligro común de los enemigos, en su caso se añade el de la dinamita que lleva con él. Dolworth es el vividor, Fardan el que forja frases en piedra que resumen toda una vida («¡Maldita sea!». «La mayoría lo somos»), y los otros dos quedan, en comparación, un tanto relegados a taciturnos profesionales dispuestos a cumplir su rol cuando toque.
En toda historia de mercenarios es muy importante comprobar las reglas internas que tiene cada uno, las rayas rojas, los límites más allá de los cuales no se debe ir, a riesgo de perder lo que te quede de humanidad. Dolworth se huele algo extraño cuando le explican la misión, que es enfrentarse a Raza, un antiguo compañero guerrillero suyo y de Fardan: «Raza y yo somos de lo más corrupto que hay, haríamos casi cualquier cosa por dinero, pero secuestrar no es nuestro negocio». A menudo recuerdan sus batallitas en el Paso del Coyote («enterramos buenos amigos allí». «Y buenos enemigos») o se entienden mutuamente solo con decir «¿lo hacemos como en Durango?». Hay una tentación extra: «dos millones en oro español, fundido en hermosas barras, ahí esperándonos, y no tenemos que pelearnos con Raza para obtenerlo». Pero no, eso no se puede hacer, porque dimos nuestra palabra. «Mi palabra a Grant no vale ni una moneda agujereada». «Pero me la diste a mí», sentencia Fardan. La mayoría de los desacuerdos, y de los reencuentros tras sobrevivir peligros, se arreglan con un trago de whisky y con una coña sobre la frecuencia con la que Dolworth pierde los pantalones: «Le hace a uno preguntarse cómo llegamos a vencer a los indios».
A todo esto, los mexicanos no salen mal parados del relato. Sí, van cayendo todos cual carne de cañón ante el poderío de los cuatro estadounidenses, pero el diálogo se muestra en español cuando corresponde, con actores y acentos apropiados, aparte, claro está, de Palance y Cardinale como Jesús y María. El cabrero Padilla (escrito «Padillia» en los rótulos), que alimentó a María cuando su madre no tuvo leche, y que aún sigue, fiel hasta el final, ordeñando cabras para ella en plenas balaceras, también tiene su valor. Cuando a Fardan se le comenta que quién puede vivir en un lugar de clima tan extremo, este responde que «hombres templados como el acero, una raza dura, hombres que han aprendido a aguantar». «¿Cómo tú y Dolworth?». «Oh, no. Hombres como Raza». Y cuando al final aparece el legendario bandido, cual Kurtz al final del río, también se le concede la oportunidad de modelar su personaje más allá de la violenta dureza del desierto. Sus dos amores son María y la revolución y, acorralado por Dolworth, que le echa en cara cómo la violencia y los políticos lo han estropeado todo, Raza le explica: «Tú quieres la perfección o nada. Eres un romántico, compadre. La revolución es como un gran affair amoroso: al principio es una diosa, una causa sagrada. Pero todo affair amoroso tiene un enemigo terrible: el tiempo. Con él la vemos como es: la revolución no es una diosa, sino una puta. Nunca fue pura, nunca santa, nunca perfecta. Así que huimos, encontramos otro amor, otra causa, affairs rápidos y sórdidos. Lujuria, pero no amor. Pasión, pero no compasión. Sin amor, sin una causa, no somos nada. Nos quedamos porque creemos. Nos vamos porque nos desilusionamos. Volvemos porque estamos perdidos». Al final de este monólogo, ya no queda claro si habla de la revolución, del amor, o de cuál es la verdadera causa de un hombre, pero el hecho de que esté persiguiendo al grupo con tanto ahínco, y a riesgo de la vida de ambos, demuestra qué es lo que le importa de verdad
La Revolución Mexicana, ya que la mencionamos, aparece solo de telón de fondo, parte del pasado de los personajes que aparecen en pantalla, y no hace falta explorarla en detalle aquí. A lo dicho por Raza se añade que la esposa mexicana de Fardan fue torturada hasta la muerte por los Colorados de Pascual Orozco: «¿Por qué eres revolucionaria», le preguntaron. «Para librar al mundo de escoria como vosotros», dijo. La desnudaron y la arrastraron entre los cactus hasta que su carne… Los otros treinta y nueve rebeldes la vieron morir y no hicieron nada. Solo se quedaron mirando». Preguntando qué pintan unos norteamericanos en una revolución mexicana, Dolworth luego reflexiona que «tal vez solo existe una revolución, desde el principio: los buenos contra los malos. La pregunta es quiénes son los buenos».
En la carrera de muchos de los grandes nombres masculinos del Hollywood clásico suele aparecer el mismo tipo de encrucijada: qué va a pasar cuando vayas rondando los 50 y se te empiece a considerar demasiado mayor para tener el mismo tirón en pantalla que habías tenido hasta entonces. Cary Grant, Gary Cooper y Clark Gable, entre otros, estuvieron a punto de ver sus carreras diluirse hacia el olvido a partir de esa edad antes de remontar como galanes maduros, y era una preocupación común entre las grandes estrellas del momento. Por supuesto que esto no es nada en comparación con la «fecha de caducidad» que el cine pone a las mujeres, pero aun así formaba parte de la intrahistoria de muchos rodajes. En nuestro caso de hoy, Burt Lancaster había sido particularmente conocido por el empuje físico de sus personajes, habiendo encarnado anteriormente a piratas y artistas de circo, por ejemplo, en papeles llenos de acrobacias que llevaba a cabo él mismo siempre que era posible. Aquí, a los 52 años, también se empeñó en ello, y el ejemplo parece que cundió entre el resto del reparto, llegando incluso a la propia Cardinale: después del grave accidente de su doble en la escena donde María huye entre la dinamita, fue ella misma quien la rodó, sin haber montado a caballo nunca antes. Sin embargo, de entre todos los actores principales solo Woody Strode hizo todas sus escenas de acción, incluyendo aprender a disparar con arco y flechas, ya que no se pudo encontrar a otro especialista de su raza y estatura. Strode y Marvin, por cierto, ya habían coincidido cuatro años antes en El hombre que mató a Liberty Valance, fue Marvin quien se lo trajo a Los profesionales, y de ahí le nació a Strode una carrera futura como minoría étnica en spaghetti westerns. Marvin y Robert Ryan también compartirían cartel al año siguiente en otra peli que es la quintaesencia de los grupos en misión especial, Doce del patíbulo.
La testosterona, en fin, se desbordó no solo durante el rodaje, sino fuera de él también. La mayor parte se llevó a cabo en el desierto cercano a Las Vegas, y allí era donde dormía el reparto. Eso cuando dormían, porque existen varias anécdotas de desmadres varios, como jugar a bambolear chicas desnudas por las ventanas o disparar tiros y flechas a varios objetos, entre ellos a Vegas Vic, el famoso vaquero ese de neón que saluda con la mano a los incau… visitantes al Pioneer Club, hoy una tienda de souvenirs. Se dice que era el director, Richard Brooks, quien causó parte de este comportamiento, con su fama de director exigente y gritón («no necesitaba altavoz»). Si era así, la verdad es que Brooks también se estaba jugando su carrera, después de la falta de éxito de su cara película anterior, Lord Jim. Lee Marvin, el más joven del cuarteto, ya tenía muchos problemas de alcoholismo, y no se llevó nada bien con el más «profesional» (nunca mejor dicho) Lancaster. A pesar de sus borracheras nocturnas, Marvin se jactaba de siempre llegar puntual y preparado al rodaje a la mañana siguiente, aprendiéndose el guion de camino al set, y de actuar mejor que un Lancaster que había dormido y aprendido sus frases el día antes. También había rivalidad incluso sobre sus respectivos pasados militares: Marvin, Brooks y Ryan había sido marines y Lancaster «solo» había estado en infantería. Marvin se preocupaba tanto por la autenticidad de las armas que hasta las limpiaba personalmente, mientras que Lancaster pasaba del tema.
Más allá de las armas, para las estadísticas y los libros de historia queda también que este es el primer western en presentar desnudez, topless femenino en concreto, aunque es una escena en que se ve a María desde lejos, desde el punto de vista del grupo que observa, oculto, el campamento de los bandidos. María tarda en aparecer, pero aparte de la belleza, cuidadosamente explotada en la pantalla, de Claudia Cardinale, es ella quien saca a relucir el pasado de los veteranos y el valor de mantener la pasión viva. La pasión revolucionaria, claro. Hace seis años, tanto Fardan como Dolworth creían en la revolución, pero mientras que los gringos se volvieron a Gringolandia cuando les fueron mal dadas, los mexicanos como ella no tenían el lujo de poder hacer lo mismo. Ella cree que Fardan no ha matado a Raza porque aún admira su ardor revolucionario, que él ya ha perdido, sobre todo tras la muerte de su esposa, y el silencio de este le da la razón a ella. Sin embargo, Dolworth es más prosaico, y también más real: ni siquiera se unió a la revolución por dinero, sino porque aquel mayo de 1911, en El Paso, oyó y vio las bombas y los tiros de los maderistas tomando Juárez y se fue corriendo a unirse al fiestón: «Cuando me quise dar cuenta, estaba al otro lado de la frontera gritando viva México. Un mes más tarde estaba volando trenes para Pancho Villa». Hay mucha gente así que se va a la guerra, de esa manera y por ese motivo. Burt Lancaster lo transmite muy bien. Dolworth, por cierto, sí que quiere matar a Raza por dinero, por mucho que antes hubieran sido compañeros. María, que acaba de decir que haría lo que fuera, hasta prostituirse, por sus ideas, lo demuestra intentando «comprar» a Dolworth con sus favores. Demasiado peligro.
En la película, sin embargo, hay otra mujer, una guerrillera a la que llaman Sí Sí Chiquita («porque nunca dice no»), interpretada por Marie Gómez, y que al menos refleja, junto a la difunta esposa de Fardan, el papel de muchas mujeres en esta revolución, como en todas: valerosa, decidida y luchadora en primera fila, en la medida de sus posibilidades. ¿Eran, pues, todas las revolucionarias unas morenazas de gran belleza como estas dos? Pues no, pero volvemos a lo de antes: esto es cine. Queden María y Chiquita como símbolos de pasión, ideales e ímpetu juvenil.
Y llegamos a ese final, donde la misión cambia por completo, una vez que se demuestra que los pálpitos de Dolworth eran correctos y que María no estaba secuestrada sino que Jesús Raza lleva siendo su amante desde que crecieron juntos en la hacienda que luego compró Grant. El padre de María le puso, como último deseo antes de morir, que se casara con el gringo, para así ser una fina dama, y a pesar de que «aquí un deseo es una orden», ella le dijo que no, que amaba a otro. «Muy romántico, ¿no?». Así que Fardan, al saber la verdad, encuentra la manera de cuadrar sus estrictas reglas de profesional con lo que sin duda le sugiere la ética humana: ya que fue contratado para rescatar a una secuestrada de su captor y devolvérsela a su pareja, eso es exactamente lo que hace: entre él y Dolworth, que ha encontrado su corazoncito («te sorprenderá sin duda, pero no puedo resistirme ante una historia de amor») evitan que un sicario de Grant mate a Jesús, y hacen que María y él se vuelvan juntos en amor y compañía al desierto mexicano, retorciendo las reglas sin romperlas. El antológico final:
—¡Es usted un bastardo!
—Sí, señor. Pero en mi caso es un accidente de nacimiento. En cambio usted… usted se ha hecho a sí mismo.
Y así, todo queda como estaba: Grant sin su mujer, Jesús y María juntos… y los profesionales sin ver una sola moneda de los diez mil por cabeza prometidos. Pero alguien había mencionado unos lingotes de oro por ahí atrás, ¿no?
A pesar de su éxito de crítica y público, la película solo recibió tres nominaciones a los Oscar, todas las cuales perdió ante Un hombre para la eternidad, y en seguida empezó a haber planes para hacer una continuación. Sin embargo, unos años antes, la secuela de Los siete magníficos, donde solo repitió uno de ellos, Yul Brynner, fue un fracaso tan grande que tras tal escarmiento se decidió que solo se haría una segunda parte de Los profesionales si todos y cada uno de los cuatro miembros originales estaba incluido. Debido a continuos problemas de fechas esto nunca ocurrió, y cuando en 1973 murió Robert Ryan el proyecto se desechó completamente. Y es que hay misiones que quedan perfectas, historias que quedan redondas, tramas que quedan intachables, finales que son insuperables… y es mejor dejarlos como están.
(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)
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