Rafael Gumucio ha escrito una novela que es una radiografía descacharrante de las clases acomodadas latinoamericanas. Once hermanos observan atónitos el escandaloso comportamiento de su padre ya anciano. Un relato hilarante que pone en el punto de mira los modos chilenos de establecer relaciones.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de Los parientes pobres (Random House), de Rafael Gumucio.
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«Usted tiene un olor que me resulta familiar, le dijo el papá a la tía Ester. Su olor también me resulta familiar a mí, le respondió ella.
»La vieja del hogar (que es joven) básicamente no quiere problemas. No son nada discretos, se queja. Se besan en todas partes, se manosean, los otros viejos murmuran. La tía Ester tiene otros pretendientes que están dispuestos a pelear con el papá, que es muy celoso y furibundo, dice la vieja. Ha habido varias peleas. Ella dice que, si a nosotros no nos importa, a ella tampoco. Tengo la impresión de que es conversable y se puede llegar fácilmente a un arreglo. Tienen unas cabañas al fondo de un jardín medio abandonado, dice la vieja, detrás de unos pastos secos, que serían ideales para los dos. Todo tendría que ser extremadamente discreto. Es fácil pensar en el escándalo que podría armarse de saberse algo fuera de la familia. Claro que todo eso no es gratis y tendríamos que ver cómo nos repartimos el peso entre todos.
»Por suerte el papá tuvo hartos hijos. Para algo que sirva que haya sido tan prolífico. Yo creo que entre todos podríamos hacer algo bien hecho, es cosa de ponernos de acuerdo.
»Eso sería más o menos todo el informe. ¿Qué piensan los demás? ¿Qué hacemos al final? ¿Qué se les ocurre como solución? Digan.»
«¿Cómo? ¿Eso es todo? Perdona, Adriana preciosa, pero te pones telegráfica solo cuando te conviene. Necesitamos más información para tomar alguna decisión medianamente razonable.»
«¿Telegráfica? Escribí una página entera, con todo lo que me carga esta máquina infernal en que me sale todo pésimo. No sé, Edgardo, no sé en qué me podría convenir a mí ser telegráfica, por lo demás. Dije lo que vi, creo que es suficiente información para que juzguen ustedes. La Julieta, que fue conmigo, les puede informar más si quieren.»
«Detalles, querida Adriana, queremos detalles.»
«Detalles, Raimundo. La vieja (que es bastante joven, ¿se los dije?) lleva treinta años en el negocio de los ancianos, tiene varias casas en Rancagua, en Limache y en Viña. Esas cosas pasan hasta en las mejores familias, que no es nuestro caso, nos explicó. Dice que es normal que los viejos se enamoren entre ellos, que tienen mucho tiempo libre, que se pasan la vida básicamente en eso, enamorándose y dejando de enamorarse. No es el único caso de familiares, dice la vieja, primos, muchos primos hacen lo mismo, aunque en su experiencia, que es harta, es la primera vez que pasa entre hermanos. Dice que no nos alarmemos, que sabe manejar estas cosas, solo pide nuestra confianza y discreción (y plata, claro). Pero todos tenemos que estar en la misma. No sé si es el caso. Me gustaría saberlo antes de empezar cualquier gestión con ella.»
«Perdona la impaciencia, Adriana. ¿Qué pasa si los separamos de una vez y se acaba la tontera? Vemos otro hogar y lo llevamos allá.»
«El papá se muere. Yo lo vi. Todo lo que dice la Adriana es verdad. Estuve ahí. No aguanta sin la tía Ester ni una semana el papá.»
«¿Y la tía Ester no se muere si la separan del papá?»
«¿Qué nos importa a nosotros la tía Ester, Edgardo? Que se preocupen los Barría de la tía Ester. Ya pues, Julieta, cuenta tú si también estuviste ahí, te toca a ti ahora.»
«Lo vi, estuve ahí. En resumen: un águila. Una loba protegiendo a su cachorro.
»¿Se acuerda de mí, tía?, perdí mi tiempo tratando de que me reconociera la vieja de mierda. Soy su sobrina, la Julieta. Su ahijada, su favorita, ¿se acuerda de mí, tía Ester?…
»Sus ojos centenarios, milenarios, más bien, mirándome sin escapatoria posible mientras le daba la mano para que me reconociera mejor. Vieja hambrienta, pensé, vieja terrible. ¡Qué odio, qué cantidad de odio tiene guardado esa vieja terrible! No pude evitar pensar eso todo el rato. Una terrible águila la tía Ester con su garra de cristal, mientras con la otra, la del papá, apretaba fuerte la mía, como queriendo moler cada falange y pulverizarla entre sus dedos desesperadamente.
»¿Cuánto tiempo estuvimos ahí? ¿Una hora? ¿Dos? Menos, mucho menos, ¿media hora a lo más? Quizás hasta menos, ¿quince minutos? No sé, pareció una eternidad. La directora tenía no sé cuántos papeles que quería que firmáramos a la salida. Sonreímos desesperadas las dos con la Adriana porque lo único que queríamos era arrancar de ahí
»Dijimos que sí a todo con tal que nos dejaran salir. Hasta que salimos por fin. La puerta, la calle, el sol de la tarde. Corrimos por la vereda de la calle Europa las dos casi abrazadas para no caernos. Cuando recuperamos la respiración, como cuatro cuadras más allá, teníamos mil años cada una y también once o siete o seis años apenas cumplidos. Recién en Pedro de Valdivia pudimos respirar al mismo tiempo y preguntarnos ¿qué mierda es esto que acaba de pasar? ¿Qué vimos, qué no vimos? ¿Qué pasó, qué está pasando en esa pieza minúscula al fondo de un hogar de ancianos? No sé qué estará pensando la Adriana, o por lo menos no tengo respuesta.
»Eso diría para empezar. Dejen que lo piense un poco y escribo algo más…»
«Julieta, sigue por favor, sigue, escribes tan lindo, quiero seguir leyéndote hasta el infinito. Debiste dedicarte a eso, como te decía el papá, aunque nunca es tarde. Cuenta, por favor, sigue contando todo, ¿cómo es la casa en que está el papá?, ¿cómo está el viejo aparte de la cosa con la tía Ester? La Adriana es más fría y está bien para las cosas administrativas, pero tú sabes recrear el lugar para que podamos sentir lo que está pasando realmente allá. Ya pues, cuenta.»
«El lugar es horrible pero digno. En la calle Europa, cerca de Pedro de Valdivia, la única casa entre dos edificios de diez pisos recién construidos. Como la casa está entre los edificios, siempre tiene sombra. Demasiada sombra, es fresca (debe ser congelada en invierno), como nos explicó una especie de enfermera que nos hizo el tur primero.
»¿Qué más? Una gran casa, muchos pasillos por todas partes. El olor a papilla hervida típico de las casas de reposo. Las sábanas colgando en el patio. Manchas de humedad en los muros, pero todo razonablemente limpio y ordenado.
»Terminamos en manos de una gordita de nombre Marjorie que, en el fondo, lo único que quería era que le pagáramos extra para cuidar al papá y a la tía Ester de noche.
»El papá es un caballero, dijo la Marjorie. Sobre la tía Ester prefirió no pronunciarse. Nos llevó a la pieza que comparten la tía y el papá (ella abandonó la suya, aunque los Barría siguen pagando como si nada). Un desorden increíble, como se pueden imaginar. Los libros del papá en su pieza, que ahora es la de los dos. El Cristo en el monte de los Olivos de la tía Ester, los vasos con placas dentales, esos lápices labiales y esos polvos de la tía más maquillada que nunca, perfumada entera, desafiante su pelo como una cresta de águila (insisto), sus garras de águila, sus ojos de águila.
»El papá le seguía el juego hasta que de repente, cuando no lo veía la tía Ester, levantaba las cejas como para dejar en claro que se acordaba de que las dos éramos algo suyo, que aunque no recordaba quiénes éramos igual nos tenía simpatía.
«Pobre papá, sonriéndonos a escondidas. Una tensión increíble todo el tiempo. No sé qué más puedo decir… Perdonen, pero ando trancada para escribir. No sé, como que las cosas me vienen a pedazos, quizás porque las quiero olvidar. Es como un sueño que no quiero soñar, si no hubiera ido con la Adriana no estaría segura de que pasó lo que pasó, por suerte ella se acuerda de hartos detalles. Ella les puede decir mucho mejor que yo qué está pasando en esa maldita casa.»
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Autor: Rafael Gumucio. Título: Los parientes pobres. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros.
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