“Yo nací —¡respetadme!— con el cine. / Bajo una red de cables y de aviones. / Cuando abolidas fueron las carrozas / de los reyes y al auto subió el Papa”. Estas imágenes, recreadas por el poeta en su “Carta abierta”, remiten ya a comienzos del siglo XX, días en los que los cambios sociales se sucedían a velocidad vertiginosa.
En su día, traté de aportar mi granito de arena a través de mi tesis doctoral, que posteriormente convertí en un ensayo titulado La nostalgia inseparable de Rafael Alberti. Oscuridad y exilio íntimo en su obra (Ediciones de la Torre, 2017). Se trata de una relectura de su obra a partir del eje fundamental de la nostalgia. La voz poética albertiana —así como la teatral— parten de un sempiterno sentimiento de desarraigo hacia el presente que el propio autor definió como “la nostalgia inseparable”. Mucho se ha hablado del exilio físico de Alberti al terminar la Guerra Civil, desarrollado principalmente en Buenos Aires y Roma, y que fue origen de numerosos poemas en los que recreaba con añoranza su patria perdida. Pero es que, antes del exilio físico, ya era presa de otro exilio emocional o íntimo, surgido a raíz de la pérdida de un paraíso inicial: la infancia.
Desde que en 1917 se trasladó con su familia a Madrid, abandonando El Puerto de Santa María, su ciudad natal, nació esa eterna añoranza y el sentimiento de no hallarse en el lugar que le correspondía. No extrañaba un espacio, sino una época: esa inocencia primera de la niñez, con el mar como telón de fondo, los tejados y las travesuras. De esa emoción surgió su primer poemario, Marinero en tierra, que en 1925 obtuvo el Premio Nacional de Literatura. En él, el mar es símbolo del paraíso perdido. Acerca de este libro, de corte neopopularista, escribió la crítica Solita Salinas de Marichal:
De noche, la marejada tira del corazón del poeta. Y emprende la búsqueda de su paraíso perdido, una búsqueda hacia abajo: el paraíso es un huerto perdido, hundido en lo profundo del mar. Es un mundo submarino situado en un más allá que está bajo el terrestre.
Pero no se trató del único paraíso extraviado en su vida. En una entrevista realizada por la profesora María Asunción Mateo, su segunda esposa, afirma el propio poeta:
«Yo, durante años, he cantado la nostalgia por la separación de tantas cosas que me vi obligado a abandonar, pero que nunca habían muerto en mí. Toda mi poesía ha sido una elegía continuada, desde mi primera separación de El Puerto durante mi adolescencia hasta mi separación de España… Sin duda, [la nostalgia] es el eje de mi poesía y en torno a ella han girado mis versos más logrados«.
Los años posteriores a Marinero en tierra lo condujeron a una nueva y fascinante etapa de su trayectoria literaria, muy conectada a movimientos como el surrealismo, el posromanticismo becqueriano y el simbolismo. Es un momento en el que su nostalgia se oscurece, se tiñe de niebla y de un particular anticlericalismo que nace a raíz de la estricta educación religiosa que recibió en su infancia. Además, se encontraba inmerso en una honda crisis existencial. En esta etapa incluiríamos principalmente tres libros: los poemarios Sobre los ángeles y Sermones y moradas, escritos entre 1928 y 1930, y una obra de teatro: El hombre deshabitado (1930). Críticos como Gregorio Torres Nebrera han señalado que esta última obra puede considerarse una suerte de resumen, en versión teatral, de las dos anteriores. En mi opinión, esta idea podría llevarse incluso más allá, pues cabe también una interpretación en la que exista una cierta progresión argumental entre los tres libros.
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Afloran en esta etapa los temores infantiles, que Alberti llama “remordimientos, dudas, temores del infierno, ecos umbríos de aquel colegio jesuita que amé y sufrí en mi bahía gaditana”. La represiva educación recibida en el colegio jesuita San Luis Gonzaga de El Puerto hizo que, desde sus inicios poéticos, relacionara lo terrorífico con el cristianismo. El poeta fue conocedor de toda la tradición cristiana y bíblica, que utilizó para nutrir la imaginería de su obra literaria. Se produjo una inversión de los símbolos religiosos. Afirma Luis Felipe Vivanco que Sobre los ángeles representó “la pérdida definitiva de la fe religiosa”. En la obra, la voz poética, expulsada del Paraíso, se interna por un mundo degradado de ángeles demoníacos —aunque entre ellos haya alguno bondadoso— que recuerdan a las criaturas infernales del Libro de Enoc o del Apocalipsis. Son encarnaciones de sus estados emocionales. Ricardo Gullón se refiere a este escenario como “purgatorio de lo cotidiano”. Los ángeles, huellas del paraíso extraviado, vagan sepultados por la realidad, entre objetos vulgares, sucios, feos. Uno de los poemas, titulado “El cuerpo deshabitado”, remite al título de la obra teatral de 1930. Se trata del hombre, del poeta, desierto de amor, que ha perdido su alma: “No es un hombre, es un boquete / de humedad, negro”. Ese “traje deshabitado” busca a Dios fuera del paraíso y solo halla silencio: “Ciudades sin respuesta, / ríos sin habla, cumbres / sin ecos, mares mudos. [….] ¡Paraíso perdido! / Perdido por buscarte, / yo, sin luz para siempre”.
La desesperanza ante la ausencia de Dios se solidifica en Sermones y moradas, una de las obras menos conocidas de Alberti, tal vez por su complejidad. En palabras del propio poeta: “Los ángeles ya se me habían ido, quedándome desventrado de ellos, permaneciendo sólo en mí la oquedad dolorosa de la herida”. Este nuevo libro es el “hueco de la herida”, el reflejo de una crisis vital que ya había arreciado. El viaje de la voz poética comienza en un sótano, metáfora de la psique del poeta, y no saldrá al exterior: permanecerá encerrada, avanzando por galerías de dolor dibujadas por pensamientos sombríos, por una conciencia pesada y angulosa. Alberti utiliza elementos del cristianismo, como la escritura en versículos. Afirma el crítico Derek Harris: “Nos introduce a la retórica bíblica del profeta del Antiguo Testamento y eclesiástica del predicador de los sermones que el joven Alberti externo del colegio de San Luis Gonzaga oiría en su niñez”.
Del “yo derrotado” de Sobre los ángeles surge el “yo atormentado” de Sermones y moradas. En esta segunda obra, el poeta hace una referencia a los ángeles que quedaron atrás: “Heridme a mí, heridme porque soy el único hombre capaz de hacer frente a un batallón de ángeles. / Pero ya no existen: los carbonicé a todos en un momento de hastío”.
El paraíso del que ha sido desterrada la voz poética en Sobre los ángeles aparece en El hombre deshabitado, la obra teatral que comenzó a escribir en 1928 y se estrenó en 1931. La definió como “un auto sacramental sin sacramento”, porque en ella la degradación de lo sagrado adquiere su máxima expresión. Es una renovación del género del auto sacramental, que reflexionaba sobre el libre albedrío y concluía con la Eucaristía. Alberti se basa en el Génesis para presentar la historia de un hombre y una mujer que son enviados por Dios al Paraíso. Todo es maravilloso hasta la llegada de la Tentación, una mujer muy atractiva. El hombre, dominado por sus cinco sentidos —una suerte de monstruillos expresionistas—, cae en las redes de la Tentación y acaba asesinando a su esposa. Posteriormente, el fantasma de la mujer asesina, por orden de Dios, al hombre. Dios aparece caracterizado en la obra como el “Vigilante Nocturno”, y el hombre, antes de ser enviado al Paraíso, es un “hombre deshabitado”, porque no tiene sus cinco sentidos. Vuelve a perderlos con la muerte, que lo convierte, de nuevo, en un hombre deshabitado. Muerto, chorreante aún de sangre, pide clemencia al “Vigilante Nocturno” y este se la niega, condenándolo a las llamas eternas por sus pecados. Entonces, el hombre lo acusa por haberle enviado a la Tentación y haberlo provisto de los cinco sentidos, pues con ellos no podía escapar de su destino, un destino que solo Dios, manipulador y cruel, controlaba. No existe, pues, libre albedrío.
La obra termina de una forma revolucionaria, con la última sentencia del hombre a Dios: “Te aborreceré siempre”. Y la respuesta de Dios: “Y yo a ti, por toda la eternidad”. Entonces, arroja al hombre por la boca de una alcantarilla, que es el umbral al infierno. Y en ese punto exacto podría comenzar el descenso de la voz poética de Sermones y moradas, que se desarrolla en un espacio subterráneo. Esquemáticamente, es posible representar estas dos obras, junto a Sobre los ángeles, como Cielo (y expulsión de él), Limbo e Infierno. El elemento del hombre o traje deshabitado es recurrente para expresar el vacío del cuerpo que no posee alma, porque ha sido arrancado del paraíso primigenio. He aquí el origen del exilio íntimo que acompañará a Alberti a lo largo de toda su vida.
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