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Los Pachanga - Marcelo Birmajer - Zenda
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Los Pachanga

Cada vez que intento recordar un suceso remoto, denomino a esa odisea La conquista de Amnésica. ¿Todo ocurrió en la propia ciudad de Guadalajara, o en el DF? Ortuño recuerda las circunstancias y los personajes, pero aparentemente bebimos como mariachis, al estilo jalisco, hasta perder noción de tiempo y lugar. Supongamos que fue al término...

Nunca sabré cuántas veces visité México. En cada regreso desconozco completamente los lugares donde ya estuve. No me puedo mover si no es por medio de los transportes que me envíen los organizadores. Nunca viajé por mi cuenta. En aquella ocasión, me acompañaba el gran escritor mexicano Antonio Ortuño (recientemente se ha adaptado al cine su novela Recursos humanos, protagonizada por Juana Viale). Nos encontramos inicialmente en Guadalajara, apunta Ortuño: la Feria del Libro, circa 2016.

Cada vez que intento recordar un suceso remoto, denomino a esa odisea La conquista de Amnésica. ¿Todo ocurrió en la propia ciudad de Guadalajara, o en el DF? Ortuño recuerda las circunstancias y los personajes, pero aparentemente bebimos como mariachis, al estilo jalisco, hasta perder noción de tiempo y lugar. Supongamos que fue al término de mis actividades oficiales. En un bar del DF. Repentinamente, de una mesa ocupada por una media docena de individuos, en la que cantaban y bebían, comenzaron a llegar pullas hacia mí. No terminaba de entender si eran burlas o invitaciones, o una mezcla de ambas. Entre los corridos mexicanos, creí escuchar algún rasgo de acento porteño. La civilización azteca es interminable y babélica. Ortuño me estaba contando que lo habían contratado unos inversores españoles como consultor para una miniserie sobre la Conquista, pero que el exceso pro azteca de los productores castizos lo había disuadido de seguir participando. En los chillidos y alaridos que provenían de la mesa de marras, propios del transcurso o postrimerías de las Guerras Floridas, no se distinguía el náhuatl del español, en su variante raigal o latinoamericana; era un sincretismo multifacético, hegemonizado y homogeneizado por el mezcal. Finalmente dijeron mi apellido y me acerqué. Alguien me abrazó, otro me besó. Resultaron ser Los Pachanga, un grupo de cumbia y derivados, cuyas melodías yo conocía de fiestas, de la radio, de sonar en un supermercado. Todavía faltaba más de un lustro para que ese género se jerarquizara hasta alcanzar la cima del pop. Cada vez que anunciaban el nombre, yo pensaba en silencio: “No me gusta la pachanga”. Pero no porque juzgara su música, sino como un acto reflejo, personal e incurable, de mi alergia al baile en general. Uno de los saxofonistas, y el vocalista, resultaron ser compañeros míos de séptimo grado. También había integrantes mexicanos, portorriqueños y salvadoreños. Recorrían el mundo hispanoparlante, con éxito y jolgorio. Pero los argentinos habían persuadido al resto, durante aquella juerga, de que yo debía escribir un bolero para ellos. Su canción triste, como la noche triste de Hernán Cortés. Nunca habían interpretado en ritmo lento una melancólica historia de amor. Yo era el elegido para el sacrificio humano.

"Me dejaba influenciar por las letras de Juan Gabriel —por ósmosis territorial—, pero irrumpía con algo de la abstracción porteña"

Les pregunté cuánto pagaban y respondieron con un trago de tequila. Pero insistí, y alguno mentó no sé qué porcentaje infinitesimal de regalías, que me podrían haber hecho rico. Por supuesto acepté. Aunque mi verdadera y única preocupación era que la letra realmente se cantara. En mi ya provecta existencia llego a sospechar que existe un universo paralelo en el que finalmente se producen e interpretan la cantidad de guiones y letras que alguna vez escribí, cobré y se esfumaron para siempre en los anaqueles de la nada. Me pidieron mi contacto telefónico: en el plazo de tres días les daría razón.

Tras una resaca mortal —aparentemente, el gusano que me había tragado colaboró en mi sobrevida—, envié el primer borrador del bolero. Se titulaba: “Dame el tiempo”. Me dejaba influenciar por las letras de Juan Gabriel —por ósmosis territorial—, pero irrumpía con algo de la abstracción porteña. Porque “démonos un tiempo” sería más propio de Juan Gabriel como conjugación y literalidad, pero “Dame el tiempo” revelaba una cierta, no exagerada, ambición metafórica. A los muchachos les gustó. Sin embargo, como siempre, manifestaron una objeción: de mi letra se deducía que la pareja que “se había tomado un tiempo”, no podía reconciliarse. De hecho, se reclamaban, mutuamente, la devolución del tiempo perdido. Mientras que el vocalista consideraba que la pareja debía reunirse al final del bolero. Repliqué que entonces no sería la noche triste de Hernán Cortés, apelando a su propia cita. Pero porfió en que siendo los dos argentinos, podíamos dejar perfectamente a Cortés de lado. No necesariamente, pensé sin argumentar: pocas situaciones dialógicas semejan más a la de Cortés y Moctezuma que el intercambio entre el contratista que tras ver el texto exclama “Me encanta” y acto seguido aplica una serie de indicaciones que lo modifican diametralmente, y el autor que asiste perplejo a la debacle de su inspiración.

No sé qué demonio me intoxicó, me planté en mi bolero desahuciado y envié una nueva letra con la pareja aún separada.

"Pero dos años atrás, como en un bolero de Juan Gabriel, Valladares le había pedido a Conintes un tiempo, suponiendo se reencontrarían con nueva intensidad"

Conintes, el vocalista, me invitó a un asado con tacos en su casa, en algún sitio límbico del DF, que nunca supe ni sabría si era periferia o centro. Por supuesto, debió pasarme a buscar un chofer. La pareja vivía en una mansión con jardín. Ella era azteca. La niña y el niño compartían rasgos de varias culturas y acentos. Eran una familia nómade y en sí misma una exitosa Tenochtitlán. El bolero de Los Pachanga precisaba rematar con alegría. En algún momento me pareció entender que insinuaba algo de su propio amor. O de su amor propio. Le dije que lo pensaría: otro eufemismo. En el camino de regreso, sonaba «Candilejas», por Roberto Carlos, en la noche triste del México contemporáneo, y repentinamente, sin que viniera a cuento, recordé a los dos argentinos formando el dúo Sensación, en el séptimo grado de nuestro colegio público, como parte de la recaudación de fondos del viaje de egresados. Al concluir nuestra semana en Tandil, una de las dos madres había huido con uno de los dos padres del cuarteto. ¿Quizás aquel episodio, que recién ahora yo rememoraba, como si un brujo lo hubiera borrado de mi memoria durante décadas (la conquista de Amnésica), traumatizaba a Conintes de tal modo que deseaba cambiar el final con un bolero taumatúrgico? Pasé aquella noche en vela dándole vueltas a mi bolero, equidistante entre Moctezuma y Cortés, sin querer traicionar ni luchar en vano. Pero fracasé y me dormí con las primeras luces del alba, si se puede llamar así a la nube de smog que vigila el cielo mexica cuando intenta emerger el sol (quizás derrotado para siempre por los conquistadores). Salí para Buenos Aires con una letra inédita en mi computadora. En el vuelo me rodeaban alternativamente un halo de dignidad, por no haber renunciado a mi somera idea del bolero, y mi constante patetismo. Me contenté con aterrizar.

A los pocos meses, Valladares, el otro integrante argentino de Los Pachanga, me envió el bolero que Conintes había compuesto, con la expresa condición de que permaneciera en el silencio, en honor a la memoria del suicida. Valladares y Conintes habían sido novios desde el fin del primario: no los había alterado en particular el melodrama de su respectivos padres y madres; ni la familia que Conintes había establecido en México. Pero dos años atrás, como en un bolero de Juan Gabriel, Valladares le había pedido a Conintes un tiempo, suponiendo se reencontrarían con nueva intensidad. Conintes nuca pudo recuperarse de aquel interregno sentimental. Se lo reprochó a Valladares, y a sí mismo, hasta su amargo e irreversible final. Mi bolero, me acusó tácitamente Valladares, había desencadenado el desenlace. Los Pachanga se habían desintegrado. Dense un tiempo, pensé. No lo dije. Quizás si yo solamente me hubiera resignado a cerrar la letra con el final feliz… pero me había hallado en tierra extraña, era de noche, y sonaba Roberto Carlos en la radio. De vez en cuando escucho, en un audio de whatsapp, que voy guardando en un grupo conformado por mí mismo (no de cumbia ni derivados), la maravillosa canción de Conintes y Valladares basada en mi letra. El Dios que la escucha en ese universo paralelo no sabe si reírse o llorar.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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Marcelo Birmajer

Marcelo Birmajer nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas Un crimen secundario (1992), El alma al diablo (1994), Tres mosqueteros(2001), La despedida (2010), El Club de las Necrológicas (2012) y Las nieves del tiempo (2014), El rescate del Mesías (2018); los relatos Fábulas salvajes (1996), Ser humano y otras desgracias (1997),Historias de hombres casados (1999), Nuevas historias de hombres casados (2001), Últimas historias de hombres casados (2004), además de la crónica El Once. Un recorrido personal (2006) y Libro de emergencia (2013). Es coautor del guión de la película El abrazo partido, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004. Escribe semanalmente en el diario Clarín. Ganó el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. Sus libros han sido traducidos al inglés, hebreo, neerlandés, esloveno, japonés, lituano, búlgaro, francés, coreano, italiano, portugués, rumano, alemán y estonio. En 2017 fue declarado por la Legislatura porteña Personalidad distinguida de la cultura de la Ciudad de Buenos Aires. El 29 enero de 2005 The New York Times dedicó dos páginas a una nota sobre su obra. Su más reciente novela es Martín Fierro, siglo XXI, en coautoría con Simón Birmajer.

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