La mente es lo que une lo finito a lo infinito.
E. G. De White
Un libro aparece en el camino por alguna razón inequívoca y toca leerlo, sí o sí, porque quizás es la pieza que completa, de algún modo, nuestro puzle personal. Entonces, ¿puede una obra de arte esculpir nuestra mente? Pienso que sí. Un libro, una pintura, una escultura y cualquier obra de arte puede ayudarnos a descubrir las claves de algún enigma familiar. Como si se tratase del propio creador, puede infundirnos una palabra, un guiño, un soplo de vida. Un libro puede transportarnos al infinito y establecer las conexiones más inverosímiles en nuestro cerebro. Tal es el caso de Los ojos de mona (Lumen), del escritor francés e historiador de arte Thomas Schlesser, libro que nos lleva por los museos más representativos de París, no sólo para esculpir la mente de Mona, sino también del lector, a imagen y semejanza del arte, con Boticcelli, Leonardo Da Vinci, Rafael, Miguel Ángel, Goya, Monet, Cézanne, Van Gogh, Frida Kahlo o Picasso, entre otros.
En Los ojos de Mona el arte está al servicio de la vida, un valor esencial de la libertad, como expresa el propio autor. El libro nace del dolor por la muerte de su hijo, similar al caso de Francisco Umbral, que publica Mortal y rosa al año de perder a su pequeño hijo de seis años. En la novela la nieta aprende a ver con sus ojos bonitos, los cuadros feos que la vida le presenta, sin dejar de reconocerse, de sonreír, de oír las voces del pasado y del presente. En esta travesía de arte también hay transformación, y sucede algo similar a lo que intenta plantear Ojos bonitos, cuadros feos, obra teatral de Vargas Llosa. Como en El ojo, de Vladimir Nabokov, a veces las circunstancias son como el laberinto de espejos distorsionados y parece que todos los ojos del arte nos mirasen. Al final es una mirada a los matices de luces y sombras de cada persona, después de desvelar las raíces de ciertos episodios silenciados sobre la abuela, un personaje que sin estar, aparece, en todo momento, a través de un elemento simbólico.
En realidad queremos tener la suerte de la niña con su abuelo. En mi caso, no disfruté de mis abuelos, porque el abuelo paterno no fue cercano y mi abuelo materno, murió dos semanas antes que yo naciese. Vallejo decía “yo nací el día en que Dios estuvo enfermo”. Yo, en cambio, diré que nací el día que mi madre lloró por su padre. Desde entonces asumí el dolor por mi abuelo, y la oscuridad de mi madre también fue mía y quizás temí nacer, temí ver la luz de la verdad al saber que no tendría abuelo. Según Platón, un niño que teme a la oscuridad puede ser perdonado, pero la verdadera tragedia de la vida es cuando los hombres le temen a la luz. No disfruté de su presencia, ni de su voz, ni sus risas, ni jugué con él. La única melodía lejana que oí de él fueron las notas agudas por su muerte. Seguro me habría enseñado a tocar el violín, instrumento celosamente guardado en el armario de mi abuela, junto a su Diploma de la Escuela Superior de Música, donde estudió, y sus fotografías. Las abuelas siempre guardan secretos inimaginables, igual que los tesoros, como el costurero desaparecido de uno de los cuentos profundos y sagaces de La otra sombra, de María del Pilar Couceiro.
Tardíamente, para compensar el vacío, la vida me ha regalado dos abuelos que colorearon nuestros días, integrados en la familia. Dos seres como ángeles luminosos, positivos, transparentes y de gran corazón. Dos columnas que cubrieron las figuras ausentes de mis abuelos y nos transmitieron vitalidad y optimismo. Como el maná y el agua refrescante fluyeron en nuestro camino con sus anécdotas, su sabiduría y alegría. Dos caminos cercanos y paralelos que se fusionaron para enseñarnos tantas lecciones de vida y que, coincidentemente, partieron a los cien años cumplidos, casi al mismo tiempo. Mi homenaje a Leopoldo y Antonio, mis abuelos/maestros y, a la vez, mis más fieles lectores.
Marcel Duchamp decía: “Contra toda opinión, no son los pintores, sino los espectadores, quienes hacen los cuadros”. Así mismo, pienso que no son los escritores los que hacen los libros, sino los lectores. Por ello, en estas fechas de ferias de libros, cuando nuestra mente se prepara para acercarnos a los nuevos títulos y portadas, cerremos “los ojos corpóreos para ver con los ojos del espíritu” y sentiremos el guiño, desde el exterior hacia el interior. Luego, al leerlos, quedaremos hipnotizados y los libros se grabarán para siempre, “no solo en la retina o en los sentidos, sino en lo más profundo del alma”.
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