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Los mundos perdidos - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Los mundos perdidos

¿En qué medida el mundo cambia a peor? ¿En qué medida a mejor? Eso me pregunto ahora. Tengo la sensación de que el mundo ha empeorado desde que yo era niño. ¿Por qué tengo esa sensación? ¿Es verdadera? Quizá yo haya crecido y tengo una perspectiva que antes no tenía, pero más de una vez...

Pienso en el mundo de ayer, en el mundo de hoy. Recuerdo el título de las memorias de Stefan Zweig, El mundo de ayer, que no he leído todavía, pero del que me han hablado y cuyo título me resulta muy sugerente y evocador. Dicen que es un libro precioso.

¿En qué medida el mundo cambia a peor? ¿En qué medida a mejor? Eso me pregunto ahora. Tengo la sensación de que el mundo ha empeorado desde que yo era niño. ¿Por qué tengo esa sensación? ¿Es verdadera? Quizá yo haya crecido y tengo una perspectiva que antes no tenía, pero más de una vez me he sorprendido pensando: “Éste no es el mundo en el que nací.” O: “Éste no es el mundo en el que me crié”. El mundo de mi infancia.

Normalmente cuando te va bien, o te va mejor, no te sueles dar mucha cuenta, porque estás inmerso en muchos otros problemas, de la vida profesional o de la vida personal. Sin embargo hoy lo negativo destaca mucho, llama mucho la atención, resulta sobresaliente, incluso para nosotros, que pese a todo pertenecemos a la parte privilegiada del mundo. Al menos para mí y para muchos lectores de estas palabras.

Pero el mundo, incluso nuestro mundo, hoy, en la actualidad es esto. Esto es el presente:

—La pandemia.

—La guerra, que ahora nos toca un poco más de cerca. Y nos afecta.

—Consecuencias adversas de la economía, como la inflación, disparada.

—La tecnología, en muchos casos no es ayuda sino adversaria, por lo que parece, y a la que en todo caso hay que aprender a lidiar.

—Un largo etcétera.

Pienso, como otras veces, como decía Raúl del Pozo hace poco, y yo recogí en un artículo, en las plagas de Egipto. La Biblia no es un documento histórico y, como nos ha mostrado hace poco Juan Eslava Galán, tiene mucho de leyenda, de compendio de leyendas, pero éstas pueden transmitir mucha verdad, pienso yo, y pueden contener una valiosa lección para el futuro, para nuestras propias vidas. Me acuerdo que Ramón Menéndez Pidal decía que las leyendas tenían un fondo de verdad. Lo decía en general, pero o mal lo recuerdo, o lo decía en La España del Cid con el tema del Cid como marco.

También se puede reflexionar algo, como un ejemplo, sobre la televisión que veía durante mi infancia, incluso adolescencia, con mis hermanos, con mis amigos, comparada con la que ahora ven los niños de hoy, o la que ven mis sobrinos, que los tengo más cerca y que van creciendo. A veces me pregunto: ¿Qué ha pasado aquí?

Ha pasado que el mundo es otro, ha cambiado, y nosotros con él. Dicen que el mundo cambia vertiginosamente; sospecho que nosotros, en cuanto parte del mundo, lo hacemos también. Y no nos damos cuenta.

Me llama la atención que nosotros, por edad, estamos haciendo esas películas y esas series para los niños de hoy, para nuestros hijos, sobrinos, etc., y para los de nuestros amigos y compañeros. Yo ya estoy escribiendo libros que pueden leer esos niños y adolescentes, libros que sin duda son muy deudores —para mí gozosamente deudores— del pasado del que vengo, de la herencia de mis padres, de mis profesores, de mis maestros. Espero que mis libros aporten a la vida actual, y a la futura, tanto o más que lo que me aportaron a mí novelas como las de Julio Verne, Robert Louis Stevenson, Alejandro Dumas, y antes, o al mismo tiempo, los libros de Delibes y Cela. Quizá sea pedir demasiado.

Pero vuelvo a mi peculiar viaje en el tiempo. Nosotros veíamos versiones en dibujos animados de grandes novelas clásicas, como Dartacán y los tres mosqueperros y La vuelta al mundo de Willy Fogg, series divertidas y formativas, mientras que los niños de hoy ven contenidos que no me parecen nada formativos, y que tampoco encuentro divertidos, aunque he de reconocer que a ellos les gustan. Sin embargo, soy de la opinión de que a esa edad uno ve lo que le pongan, o ése es el recuerdo, más o menos borroso, que tengo de mi humilde persona. De todos modos quizá ha cambiado todo, porque reconozco que no estoy muy al día de lo que ven o no ven lo niños de hoy, sólo he podido asomarme a ello, y no me ha gustado. Estoy generalizando, porque seguro que hay mucho bueno hoy, pero algo de lo que yo digo también habrá, y no estaría de más tenerlo en cuenta.

Me gustaría en estos momentos hacer referencia a Pérez-Reverte y su concepción del pasado, a los “mundos perdidos de Pérez-Reverte”. Es frecuente que el escritor muestre nostalgia en sus escritos por el pasado, por escenarios, personajes, objetos, películas… del pasado. Y por los valores del pasado, que parece que vamos pulverizando a medida que avanza el calendario.

Parte de la belleza de los libros de Pérez-Reverte, o de algunos de ellos, o de muchos de ellos, está en la reconstrucción minuciosa de esos mundos. Ciudades, ambientes, hombres y mujeres, objetos, libros… A mí me gustaría hacer un día, o colaborar a hacerlo, un congreso con ese título, o una exposición, o un documental de televisión quizá. Creo que puede expresar muy bien ciertas esencias, muy importantes, de Pérez-Reverte, de su vida y de su obra, de su pensamiento, de la concepción que tiene del mundo y de la existencia. Este tema también se puede leer en el espléndido ensayo de Alexis Grohmann sobre el escritor cartagenero, Las reglas del juego de Arturo Pérez-Reverte (Cátedra Arturo Pérez-Reverte, Universidad de Murcia).

Me acuerdo que una vez que estaba con él, con Pérez-Reverte, en una terraza madrileña, en un caluroso verano, antes de la pandemia, y se lo dije: “Cuanto más conozco el mundo menos me gusta”. Esto no siempre es así, porque a menudo me encuentro a gusto, soy plenamente feliz —quizá un tanto inconsciente por ello—, pero muchas otras veces sí que pienso lo que le dije a Pérez-Reverte, sin duda ninguna.

Y sin embargo debo decir que desde el punto de vista del escritor —el escritor en general— esto no es negativo, porque el escritor se mueve muy bien en las crisis, grandes o pequeñas, personales o sociales, nacionales o globales… Pero es un precio demasiado alto el que debe pagar, digamos, su felicidad personal, y la de su grupo, a veces inmenso grupo, por la calidad de sus escritos, en ocasiones inmortal calidad. ¿Merece la pena? Al menos el escritor es feliz escribiendo tales textos, felicidad literaria, como yo ahora, que me siento infeliz en cuanto persona, ciudadano, y feliz como escritor, pues me encuentro cómodo y a gusto en este artículo.

¿Estamos en decadencia? La pregunta viene a verme de vez en cuando. Contestarla, pienso, es mucho más difícil de lo que parece. Quizá habría que plantearse si no hemos estado más o menos igual siempre. Yo creo que los telediarios siempre han mostrado más o menos lo mismo, por no hablar de pasados mucho más lejanos que no disfrutaban de los avances que hoy tenemos. Pero la vida siempre ha sido dura, áspera. No sé quién dijo que la vida era para estómagos fuertes. Seguro. Pero también hay que tener en cuenta que lo bueno siempre ha estado, y sigue estando. Sobre todo para el que quiere verlo, quizá para el que sabe verlo. También la vida hay que saber leerla, y escribirla.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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