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Los libros de la vida - Eduardo Martínez Rico - Zenda
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Los libros de la vida

También, quizá, de este modo, los lectores pueden recordar su vida, volviendo atrás con estos libros míos, pensando en sus propios libros queridos. Tal vez el placer con el que recuerdo yo ciertos libros de mi vida, obras de significado personal especial, pueda ser compartido con el lector, enriqueciéndonos a ambos. Porque para mí se...

Me gustaría ofrecer libros de mi pasado, libros que recuerdo con sumo gusto, libros que han jalonado mi vida, que de algún modo la han marcado. Recorriéndolos puedo hacer un paseo muy placentero a lo que he sido, y puedo dar alguna idea a los demás para futuras lecturas.

También, quizá, de este modo, los lectores pueden recordar su vida, volviendo atrás con estos libros míos, pensando en sus propios libros queridos. Tal vez el placer con el que recuerdo yo ciertos libros de mi vida, obras de significado personal especial, pueda ser compartido con el lector, enriqueciéndonos a ambos. Porque para mí se hace evidente que nuestras lecturas son parte importante de la vida.

Trataré de hacer una lista, una enumeración literaria llena de afectividad:

—Un Quijote de viñetas (Madrid, Sedmay, 1979). Ya lo he citado en este blog porque es muy importante en mi “biografía lectora”. Aún lo conservo. ¿Cómo lo leí? ¿Cuándo? ¿Qué recuerdos tengo de aquella lectura? Yo era muy niño, apenas sabía leer: me fascinó aquel personaje vestido con su armadura; para mí no era distinto del de otros grandes héroes, como el Cid o como Ulises, a los que quizá todavía no conocía. Don Quijote fue el primer gran héroe que conocí y quizá siga siendo, con sus peculiares limitaciones, el más grande. Hoy se me hace irónico que el héroe que me parece el más grande nació precisamente como una parodia, la de los caballeros andantes. Es decir, es la parodia de unos héroes literarios previos. Desde entonces pienso que en literatura da mucho juego la parodia, tanta que la misma parodia puede acabar siendo más importante que lo parodiado, como sin duda ha resultado con el Quijote. La parodia trasciende y al hacerlo asciende en importancia de forma extraordinaria.

 

La historia interminable. Me lo regalaron mi tía Cuca y mi tío Antonio por la primera comunión, cuando tenía 8 años. Mi tío Antonio también me regaló una raqueta, porque a mí también me gustaba mucho jugar al tenis. Ya entonces disfrutaba mucho con la lectura y con el deporte.

Recuerdo la película que hicieron sobre la novela, preciosa e impactante por su historia y sus efectos visuales. Fui a verla al cine con un amigo, Borja, y con sus padres. Nunca olvidaré aquella película, aquel libro, aquel momento vital. Creo que uno necesita mirar el pasado con perspectiva, con distancia, para descubrir que ha sido feliz, y que lo ha sido muchas veces. Tal vez seamos felices siempre, pero sólo nos damos cuenta al transcurrir el tiempo. Tal vez sólo seamos completamente felices en el recuerdo.

—El camino, de Delibes. Lo leí en séptimo de EGB, si no me equivoco, con doce años. Esta novela me llenó mucho y al final de su lectura lloré. No lo pude evitar.

Pero no fui el único en llorar; lo supe mucho después. Una buena amiga mía, Laura Aparicio, me dijo que a ella le pasó lo mismo, que tuvo que contener el llanto. Precisamente la novela acababa así: “Y lloró, al fin”. Se refería, claro, a Daniel el Mochuelo, nuestro querido e inefable Daniel el Mochuelo, a quien su padre enviaba a estudiar fuera del pueblo, “a la ciudad”,  “para progresar”.

Me imagino que muchos niños lloramos al final de su libro con Daniel el Mochuelo.

Con el tiempo también he llegado a la conclusión de que los libros que me mandaban en el colegio estaban muy bien elegidos. Doy las gracias desde aquí a mis profesores o/y a las autoridades académicas.

La familia de Pascual Duarte, de Cela. Lo leí en octavo, y di una pequeña conferencia en clase sobre él. Apenas unos minutos, 10 o 15, supongo. Cela acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura, y yo compré este libro, junto a otros, en la edición de Obras Completas de Destino, en quiosco.

Viaje a la Alcarria, de Cela. Lo leí en primero de BUP. Era lectura obligatoria. Recuerdo que lo leíamos en voz alta en clase y que también nos hacían algún dictado con él. Este libro, en la edición que me regaló mi padre y que él mismo compró en 1969 (lo escribió al principio del libro), tiene subrayadas las palabras que yo no entendía en su momento. Mi satisfacción es grande, ahora lo confieso, cuando paso sus páginas y encuentro que ya entiendo todas esas palabras. Ya forman parte de mi léxico, y de mi alma.

Recuerdo que me gustaba tanto el Viaje a la Alcarria que cuando iba a las otras clases miraba siempre, con placer y curiosidad, las diferentes ediciones de este libro que tenían mis compañeros de curso. Cada edición me parecía un libro distinto, siendo el mismo, el que tanto me gustaba. Tal vez ahí esté un embrión de bibliófilo o humanista, dos cosas que sin duda en mayor o menor medida soy.

Creo que en ese mismo curso, o quizá en el siguiente, leí Las inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja, que me fascinó. Años antes había leído de Baroja, también en clase, Zalacaín el aventurero y también me había gustado mucho. De mi primera lectura del Shanti Andía conservo una pequeña ficha que hice para entregársela a la  profesora. En ella vienen los datos bibliográficos del libro, un pequeño resumen y un vocabulario. Considero interesante reproducir aquí el “resumen del argumento”:

La historia nos cuenta las memorias de Shanti Andía, marino vasco. El relato está lleno de humanidad; es una novela hospitalaria, amena y entretenida. Digo hospitalaria porque te acoge en sus páginas con una ternura que sólo los grandes libros pueden dar. En ella se mezclan aventuras, piratas, amoríos, negreros, contrabandistas. Pero mentiría si dijera que este libro se queda en el cartel de “novela de aventuras”. No, este libro es mucho más. Ha pasado a consolidarse como uno de mis libros más queridos.

Por el tiempo que leí el Zalacaín también leí, no lo olvidaré, libros como Un capitán de quince años y Viaje al centro de la Tierra. No puedo dejar de decir y de subrayar que aquellos libros elegidos por las autoridades académicas, o por mis profesores, o por todos ellos, estaban maravillosamente bien escogidos. Al menos desde mi humilde opinión.

Pero sigo con mi personal lista, si tienen ustedes la bondad de acompañarme:

Crimen y castigo, de Dostoyevski. Lo leí en 3º de BUP. Nos mandaron hacer un trabajo en el colegio. Según el profesor, Víctor Ruiz, pertenecíamos a un “grupo experimental”, y creo recordar que lo experimental consistía fundamentalmente en las lecturas, nada más y nada menos que El libro de Buen Amor, Crimen y castigo, La Regenta y el Quijote. Yo sé que lo que he aprendido en estos libros me ha servido hasta hoy, y me servirá siempre. Puede que también nos mandaran La Celestina. Recuerdo aquel curso, y aquella asignatura, con gran placer. Leí todos esos libros, y creo que con mucho aprovechamiento. Hice trabajos también.

Incluyo estos libros del “grupo experimental” entre “los de mi vida”, los de este artículo quiero decir. El libro de Buen Amor, que posiblemente sea más duro que el resto, por su antigüedad, también ha dejado una gran huella en mí, puesto que me acuerdo a menudo de citas suyas, pasajes, enseñanzas, etc. Además, luego en la carrera pude trabajarlo más, entenderlo mejor.

De estos libros se podría decir algo por separado, por ser tan maravillosos y precisamente por haber dejado tanta huella en mí. Pero me temo que ahora no me quiero extender, o no debo hacerlo.

Y entre los libros de puro disfrute, siempre divertidos, para alternar lecturas llamémoslas escolares, debo citar siempre los de Arturo Pérez-Reverte, muy destacado El club Dumas. Se puede añadir La piel del tambor, que también fue esencial para este lector que ahora escribe. Sin embargo la primera novela que leí de Pérez-Reverte fue La tabla de Flandes, que hoy me parece una obra maestra. También El club Dumas me parece una obra maestra.

Recuerdo un día en el pasillo que comunicaba las aulas de nuestro curso en mi colegio —pasillo que recreé literariamente, en forma de pequeña obra teatral, en nuestro anuario de aquel año, COU, 1993/94, si no me equivoco con las cifras— que una amiga, Mónica Negro, me trajo El club Dumas para prestármelo, y me dijo: “Te va a encantar. Mientras lo leía me iba diciendo: “Este libro a Eduardo le va a encantar”.” Acertó de pleno.

En BUP y COU leí mucho, por mi cuenta, aparte de lo que me mandaban en el colegio. De esos libros ahora destaco, sobre todo, los libros de Julio Verne y El conde de Monte-Cristo, aunque también leí otros libros, con gozo, de Alejandro Dumas, un narrador apasionante, como sabemos todos. No puedo olvidarme de Los tres mosqueteros, que debí de leer con unos 14 años, y que también me encantó.

Los libros de Dumas me llenaban, eso lo recuerdo muy bien. Hace poco le decía precisamente a Arturo Pérez-Reverte que una experiencia lectora como la de El conde de Montecristo seguramente no la había vuelto a tener: ese arrebato mientras uno lee una novela, arrebato que dura cientos de páginas.

Pero pasan los años y vienen nuevos libros y escritores; cada uno con su particular timbre, con su particular arte para tocar las cuerdas de nuestro arpa interior, nuestro ser de lectores, de seres humanos. El escritor primero toca las cuerdas de su propio instrumento, y luego, haciéndolo, toca las del nuestro. Nosotros, lectores, también somos intérpretes, particulares músicos de los libros.

Yo siempre digo, y esto debe entenderse, que más importante que los libros son los lectores, pues son los lectores los que marcan la diferencia, y hay muchas formas de leer un libro, pero cada persona hace única cada lectura, y al final la calidad del lector, por decirlo de algún modo, marca esa diferencia. El libro es el mismo para todos, pero los lectores, las personas que leemos, somos completamente diferentes; aportamos todo nuestro ser, nuestra inteligencia, nuestra cultura, personalidad, etc. Incluso nuestros fantasmas, como diría Ernesto Sabato, y nuestros complejos.

En este sentido la literatura, los libros —ahora lo comprendo muy bien— nos elevan y nos sacuden todas nuestras mezquindades y peores limitaciones: nos purifican, nos fortalecen.

A este recuento vital y espiritual, puedo añadir para terminar algunas grandes películas fundamentales asociadas a los libros —fenómeno nada infrecuente en nuestra época—, como las de El Padrino, que también disfruté en novela, la de Mario Puzo, un gran escritor a mi entender. Llegué a leer el libro incluso en inglés y lo considero una obra maestra, como novela, y como trilogía cinematográfica, bajo la dirección de Francis Ford Coppola.

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Eduardo Martínez Rico

Nació en Madrid en 1976. Se licenció en Filología Hispánica en 1999 por la Universidad Complutense de Madrid, y se doctoró en Filología, por la misma Universidad, en 2002. Es autor de 17 libros publicados, de novela, biografía y ensayo. Entre sus obras se pueden citar las novelas históricas Cid Campeador y Fernando el Católico. El destino del rey, su ensayo La guerra de las galaxias. El mito renovado y su biografía Pedro J. Tinta en las venas. Ha sido profesor del Instituto de Empresa y de la Universidad de Mayores del Colegio Oficial de Doctores y Licenciados en Filosofía y Letras de Madrid (Literatura Española).

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