Conocí a algunos infrarrealistas y me entristece que sus vidas se vayan apagando poco a poco, inexorablemente: Bolaño, Mario Santiago, Ramón y Cuauhtémoc Méndez… La muerte hace pocos días del ensayista, traductor y, sobre todo, poeta, José Vicente Anaya (1947-2020), me ha traído a la memoria ese movimiento, fraguado bajo el cielo de la Ciudad de México, entre nubes de mariguana que litros y litros de alcohol y sustancias misteriosas hicieron naufragar, antes de que la «poesía de altos vuelos» reconociera la inspiración legítima de unos poetas que se habían subido a la cola de un cometa loco para recorrer galaxias y hacer de su palabra y su poesía un auténtico surtidor literario. Anaya fue uno de sus principales artífices y quien dio entidad, antes que nadie, a ese grupo de jóvenes que en los años 70 quisieron romper el establishment que imperaba en el medio cultural mexicano de aquellos años, encabezado, decían ellos, por Octavio Paz, a quien eligieron, con razón o sin ella, como principal chivo expiatorio de sus acciones y sabotajes. De hecho, Anaya fue el responsable de uno de los manifiestos infras, titulado Por un arte de vitalidad sin límites, en el que atribuía la gravedad del siglo XX a un diagnóstico: “La gente está enferma de cordura y sensatez”. Para sanar, Anaya recomendaba reconocer que lo extraordinario sucede cotidianamente; captar asombros, delicias y deleites desplazándose por las texturas vivas de los cuerpos humanos; vivir por los movimientos que luchan por la libertad; danzar en las estrellas; percibir el coraje de vivir, cueste lo que cueste, cada instante, auténticamente; encontrarse en todos los combates individuales y sociales que crean las metamorfosis de la vida humana; escuchar todas las voces, músicas, gruñidos, canciones, sonidos que se configuran en los caminos de las almas anhelantes; penetrar lo impenetrable con el arte. “Quienes las buscan, entran en esas galaxias; el nombre inmediato con el que son designadas no es importante, puesto que dichos nombres son sólo las múltiples formas de nombrar la humanización que hacen del individuo un ser completo”. Nacido en Villa Coronado, Chihuahua, Anaya resistió la fuerza centrífuga del movimiento infra y en los primeros años ochenta se dedicó a la labor editorial en la Universidad Autónoma del Estado de México. Más tarde, entre 1997 y 2008, fundó y codirigió la revista de poesía Alforja y la editorial del mismo nombre. Su bibliografía es, de modo claro, una declaración de principios: entre sus obras se encuentran los libros de poesía Morgue, Punto Negro, Los valles solitarios nemorosos, Paria, Peregrino o Diótima: diosa viva del amor; en ensayo, Poetas en la noche del mundo, Los poetas que cayeron del cielo: la generación beat comentada y en su propia voz, y A contraluz: poéticas; preparó además las antologías Largueza del cuento corto chino o El rompimiento amoroso en la poesía; fue autor de la biografía Brota la vida en el abrazo: poesía mística y cotidianidad de Concha Urquiza: una biografía oral. Pero es, sin duda alguna, su poema Híkuri (1978) el que le granjeó el reconocimiento general, sobre todo el de quienes, paradójicamente, él más había rechazado, pues en 1979 la revista Plural, fundada en 1971 por Paz, le otorgó su Premio de Poesía, y no fue sino 30 años más tarde cuando recibió el Premio Internacional de Poesía Jaime Sabines, con quien sí se podía identificar. Híkuri está dedicado “A todos aquellos que han / gritado poemas premonitorios, / y que por sus ideas / o alucinaciones / han sido condenados: / paranoicos / esquizofrénicos /visionarios / mal-pensantes rebeldes”. Durante un homenaje que recibiera en el Palacio de Bellas Artes para festejar sus 70 años de vida, Anaya insistió en que el canon poético mayoritario en México se podía atribuir a Octavio Paz y tal vez a otros poetas, y que él se sentía “completamente fuera de él”. “Vengo de otra tradición o de otras culturas, que me hicieron concebir la poesía de otro modo, y el ejemplo es Híkuri. Los créditos son para el poemario. Es muy famoso porque existe en otros idiomas, en francés, inglés y alemán. Híkuri tiene vida propia. Para mí, es un ente que ya hace tiempo se separó de mí. La fama es del poemario, no mía. Me gusta mucho pensarlo así, porque me hace ser menos ególatra y menos protagonista”. Anaya decía que “la poesía invita a entrar en ella como quien entra a otro país, y nos enseña y transmite los valores que son tan necesarios en estos tiempos”, y que si bien hay un cliché en los editores comerciales que dicen que la poesía no se vende, él buscó cambiarlo a lo largo de su vida: “No puedo pensar que la poesía se venda o no, sino que la poesía se lee y se entiende; la poesía está implícita en el pueblo, en el lenguaje y en los juicios del pueblo mexicano”. De acuerdo con la hija del poeta, Andrea Anaya, tras salir del hospital, donde estuvo varios meses antes de morir, José Vicente Anaya llegó a casa a descansar, y “falleció pacíficamente en su domicilio exacto, que son los sueños”.
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