El río salta dejando su espuma blanca sobre la superficie. El agua se vuelve turbia cerca de los pequeños saltos, un poco más allá es tan cristalina que se pueden ver los guijarros danzando en el fondo, algunos poseen colores intensos, otros son simplemente eso: piedras de río. El prado también está acicalado con el verde de la primavera, trufado de olorosas flores y mecido por una brisa suave que acaricia las delicadas mejillas de una mujer. Ella camina con paso aletargado al son de una antigua canción de su reino, Etolia. Por su porte y gracia podría tratarse de una diosa, pero no, es una mortal.
La matrona le ha aconsejado que ande, su estado ya es muy avanzado y debe intentar que el niño se estimule para salir. Cansada, Leda decide reposar junto a la ribera, se recuesta sobre una roca elevada y de su canastillo saca un poco de queso de cabra, pan recién horneado y un odre con vino. Deja que el sol bañe sus miembros desnudos, cierra los ojos, respira hondo y se evade por un momento del mundo conocido.
Mientras acaricia su enorme barriga, se apoderan de su mente los recuerdos del día que cayó encinta, lo sabe perfectamente, porque ella, que ya era madre, sabe distinguir en su cuerpo los periodos de gestación. No hay duda, aquello pasó hace nueve lunas.
Fue una calurosa tarde del mes en el que se recolectan los campos. El palacio estaba casi desierto. Su marido, Tindáreo, había salido a cazar. Leda decidió descansar de los niños, los llevó al gineceo junto sus esclavas y se retiró sola a sus aposentos. Se desnudó y se dejó caer sobre un blando jergón que descansaba sobre una cama de hierro ricamente adornada. Como el rocío, gotas de sudor recorrían su cuerpo de alabastro, mientras se abanicaba con un largo abanico de plumas e intentaba conciliar el sueño. De repente, un sonido atronador inundó la estancia, a través de la puerta que daba al patio central se precipitó, graznando, un hermoso cisne blanco; escapaba de un águila que intentaba darle caza. Revoloteó por la habitación, dándose de bruces contra los pocos muebles que salpicaban las paredes, las plumas de sus alas cayeron sobre Leda como el agua de la lluvia sobre la tierra y dejaron su impronta en el suelo. Leda, nerviosa y asustada, se puso de pie e intentó dar caza al animal que correteaba sin rumbo. Cuando lograba cazarlo el cisne se deshacía de su cálido abrazo, ese juego duró varios minutos, hasta que decidió emplear su voz. Le cantó, como tantas otras veces había hecho para calmar a sus retoños, aquella canción de cuna amansó al animal, que finalmente se dejó atrapar.
Leda sintió cómo el triunfo la invadía, el animal se dejaba hacer, ella, desnuda y sudada, comenzó a acariciar el blanco y sedoso plumaje del cisne. Sus dedos recorrieron el cuello largo y orgulloso de aquel ejemplar. Llegó al pico y una oleada de amor la poseyó, acercando sus labios de mujer a aquel pico de ave. Entonces el cisne la abrazó, la inmovilizó entre sus salvajes alas. Y la violó.
Leda, aterrorizada, no pudo zafarse de aquella bestia inmunda que se había colocado sobre ella y que la penetraba con su miembro rasposo y minúsculo, mientras sentía el calor húmedo de su aliento nauseabundo sobre su pecho. Las lágrimas se mezclaron con los gritos ahogados de auxilio. Todo terminó con una corriente caliente en su interior y una vergüenza que la dejó muda.
El ave se marchó como había llegado, volando por la puerta del patio. Leda se quedó en la cama, mirando el artesonado de madera del techo, petrificada, respirando lentamente, intentando procesar lo ocurrido. Se quedó dormida.
Al anochecer los ruidos la sacaron de un profundo sueño, su marido había llegado. Las trompetas sonaban, la cacería había sido un éxito, estaba pletórico. La cena se serviría en el salón más lujoso, aquella noche se comería jabalí asado con dátiles, miel, vino y pimienta, al jabalí le había dado caza Tindáreo, que bebería más de la cuenta.
Al despertar, Leda pensó que todo había sido un mal sueño, una pesadilla provocada por el calor, pero a su alrededor las plumas seguían en el suelo, huellas silenciosas de una violación —pensó—, o, tal vez, solo plumas escapadas de su abanico. Una esclava se presentó en sus aposentos y le informó de que su marido quería celebrar su buena fortuna, debía vestirse para la ocasión. Esa noche no habló, no probó bocado, nadie se dio cuenta. Aunque ella sí dio buena cuenta del vino: una crátera entera de vino sin mezclar.
Tindáreo, satisfecho consigo mismo, feliz de haber matado a aquel maravilloso ejemplar que ahora se exhibía sobre una fuente de plata, bien tostado, quiso celebrarlo con su propia mujer, más que con una esclava cualquiera y después del banquete la llevó, borracha y muda, a sus aposentos. Allí yació con su marido, que no aguantó a deshacerse dentro de ella más de dos borrosas embestidas.
Aquel fue el día que yació con dos hombres: uno producto del sueño, el otro de la borrachera. Desde entonces no volvió a visitarla el mes, supo que estaba embarazada y el miedo no dejó de perseguirla. ¿De quién sería el hijo que esperaba? ¿Acaso pariría un engendro mitad hombre, mitad cisne, como aquel Minotauro, nacido de los amores ilícitos entre Pasífae y un toro? Lo que estaba claro es que esa barriga no era normal, jamás antes había sido tan grande, jamás antes había estado partida por la mitad, jamás antes había tenido esos extraños antojos, jamás antes…
Leda siente una punzada en su vientre, se hace un ovillo y, cuando pasa, advierte que las contracciones han comenzado. Se pone de pie, no está muy lejos de Palacio, le da tiempo a llegar, las siente lejanas unas de otras; camina y se retuerce; camina y un calambre la recorre; camina y siente como si el mundo desapareciera bajo sus pies; camina y ya ve las puertas de palacio; camina y un río emana desde su interior; camina y grita pidiendo ayuda; camina y ya vienen a auxiliarla. En volandas llega al gineceo, allí todas las esclavas corren: agua, toallas limpias, una silla, una crátera…
Colocan a Leda en medio de la estancia, dos mujeres la cogen de sendos brazos, se pone en cuclillas y comienza a gritar, a esforzarse, a sudar. Los dolores, las contracciones, la fuerza, los empujones… Ya llega, se ve, más fuerte, y en el último empujón Leda expulsa un huevo dorado. Los asistentes al parto se asombran, pero Leda no ha terminado, sigue empujando, más fuerte, otro empujón y Leda expulsa otro huevo, este del color de la plata.
Exhausta, jadeante, mira incrédula el fruto de su vientre. Por un momento teme que de él salgan serpientes y alacranes. Todos están expectantes. El huevo dorado se rompe desde su interior, una manita minúscula aparece, después, en el lado contrario un piececito. Poco a poco el huevo se resquebraja y deja ver a dos hermosas criaturas. El otro tarda un poco más, pero el proceso es el mismo, de él otras dos criaturas emergen.
La matrona se acerca al primer huevo y toma a los bebés cada uno de un brazo.
—¡Un niño y una niña! —exclama.
Repite la operación y dice lo mismo. Leda está avergonzada, su sueño, no fue tal, fue violada y rompe a llorar…
Tindáreo, que espera fuera del gineceo, oye los gritos de los recién nacidos y entra. Se horroriza al ver la escena, no entiende por qué hay cuatro niños y dos huevos. Leda, entre lágrimas, despide a todos los asistentes y, al quedarse a solas con su marido, se sincera. Le cuenta aquel extraño sueño que no fue otra cosa que una violación.
—Tal vez fue Zeus el que convertido en cisne te poseyó. Mujer, no podemos hacer nada contra el capricho de los dioses. Yo te amo y criaré a esos niños como míos, siento lo que te ha ocurrido y lo que más siento es que durante todo este tiempo hayas pasado este martirio sola. Así lo ha querido el destino, así sea.
Leda por fin descansa, los meses de incertidumbre le han pasado factura; hablar, decirle la verdad a su marido la ha liberado, ahora se siente ligera, el peso que ha acarreado se ha desvanecido. Por primera vez se da cuenta de que puede confiar en alguien, en su propio marido, que ha sido más comprensivo y cariñoso de cuanto había podido pensar. También se promete a sí misma no guardarles rencor a aquellos pequeñuelos indefensos y criarlos de la mejor manera que pueda o sepa. Por fin no está sola.
La noticia del milagro abandona el Palacio y recorre los campos: Leda ha parido dos huevos. A los nacidos del huevo de oro los hacen hijos del mismísimo Zeus y por ende divinos, los han llamado Helena y Cástor; a los del huevo de plata: Clitemnestra y Pólux, simples mortales, hijos de Tindáreo.
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