“Existe un izquierdismo residual, melancólico y falaz, que imaginó a Putin como la reencarnación de sus fantasías revolucionarias —escribió Jorge Sigal en Twitter mientras las tropas rusas ingresaban a sangre y fuego en Ucrania—. ¡Despierten, no vuelvan a ser cómplices de otro genocidio; no esperen a que se desclasifiquen los archivos para descubrir los crímenes!”. Mucho antes de ser escritor, editor y periodista, y un activo intelectual del Club Político Argentino, Sigal viajó clandestinamente a Moscú y estudió en la escuela Konsomol para militantes y fue más tarde un dirigente relevante del Partido Comunista; luego rompió con ese dogma, publicó un libro fundamental y doloroso —El día que maté a mi padre— y se volvió un estudioso de las creencias ciegas y de las taras progres. Su tuit del último jueves tenía por destinataria una comunidad dominada hoy por el kirchnerismo —allí anidan también ex camaradas suyos vueltos milagrosamente peronistas—, pero también por tribus nómades de “almas bellas”. Un territorio discursivo y un tanto inarticulado que sin embargo tiene mucha pregnancia en el mundo del espectáculo, la cultura, los medios, las aulas y las cátedras, los barrios cool de Buenos Aires y otros reductos de hippies con OSDE y revolucionarios de café. A esa vasta grey, irreflexiva y puerilmente antioccidental, pretende siempre representar —aunque con irregular suerte— la arquitecta egipcia: con sus múltiples internas y matices, se trata de un colectivo gaseoso y de un “sujeto histórico” sin capacidad efectiva para hacer historia, pero resulta estratégico para la “batalla cultural” y decisivo para el blindaje del poder. Se autopercibe al mismo tiempo de izquierda, antimperialista, feminista, no binario, diverso, ecologista, moderno, pacifista, compasivo y solidario: está atravesado por banderas opuestas como los violentos ideales setentistas y la corrección política, y presume continuamente de encarnar el Bien. Miró para otro lado, no obstante, cuando los Kirchner corrompían con dinero y partidismo los organismos de derechos humanos y mientras las dictaduras del palo cometían delitos de lesa humanidad. Y aspiró, más o menos secretamente, a que Xi fuera un nuevo Mao y Putin, un improbable Lenin redivivo. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, proclamó tácitamente, y es así como celebraba una y otra vez el crepúsculo de la “democracia liberal”, obviando la prosperidad igualitaria que alcanzaron las naciones desarrolladas. Justo en esas naciones, y no en otras, es donde avanzan en serio las reformas pedidas por los políticamente correctos. Las autocracias no alientan ni toleran los “nuevos derechos” ni las ideas de vanguardia, ni son porosas a los grandes reclamos de los individuos y las minorías; pregunten, si no me creen, en los alrededores del Kremlin, o en el Gran Salón del Pueblo de Pekín. Nacionalismo y diversidad son conceptos antagónicos, y sin reconciliación posible. Donde reina un partido único, no hay espacio para divergencias políticas, identitarias, lingüísticas, sexuales ni sociales. El nacionalismo despótico es un veneno global creciente, y la corrección política, que a veces comete la insensatez de transformarse en una nueva y patética Inquisición, actúa paradójicamente como un inesperado antídoto. Son dos trenes emergentes que corren por la misma vía y en sentido contrario, y que acuden presurosos a una colisión espeluznante. No ha nacido todavía una autocracia que articule como ideología propia la diversidad militada, flor de suma delicadeza que solo crece en el jardín libre de las “decadentes” democracias representativas. Como sea, todos saben quién es y el modo en que piensa el monarca de Moscú. Es un retrógrado y su proyecto consiste no solo en anexar territorios ajenos sino en defender los valores del “tradicionalismo” (sic) frente a la “degradación moral” de Occidente. Los progres argentos, contra toda evidencia, mantuvieron igualmente su admiración por el zar, y es por eso que no pusieron el grito en el cielo cuando Cristina Kirchner relativizó en 2014 la gravedad de que se hubiera merendado la península de Crimea. Y por eso también toleraron que Alberto Fernández se arrodillase ante su trono: “Haberle ofrecido al autócrata Putin ser la puerta de entrada de Rusia a nuestro continente será recordada como una de las peores defecciones de la política exterior argentina —escribió a continuación Sigal—. La frivolidad en momentos bisagra de la Historia, tarde o temprano se paga”.
Hemos coqueteado con el violador mientras nos rasgábamos las vestiduras por las violaciones, hasta que el psicópata entró en acción y nos dejó mudos. Cuando comienzan los tiros y las masacres, las fantasías se hacen añicos. En una vuelta de tuerca espectacular, resulta entonces que la izquierda defendía a la derecha. Que los “emancipadores” quedaron del lado de los países poderosos y expansionistas, y en contra de los pequeños que se resisten a ser colonia. Los orgullosos soberanistas del kirchnerismo —los mismos que ejecutaron la pérdida de nuestra soberanía energética— apoyan a una república imperial que niega con balas y bayonetas la independencia de su vecino. Resulta entonces, para sintetizar, que los progres defendían a los reaccionarios, los demócratas a los autócratas, los pacifistas a los halcones de la guerra, los antimperialistas al imperio, y “les feministes” a uno de los regímenes más misóginos y homófobos del planeta.
Admitamos, nobleza obliga, que los progres nacionales y populares no están solos en estas lúgubres bobadas. Rusia operó en Europa alentando a partidos antisistema de izquierda y de ultraderecha; no le interesaban, como se ve, las ideologías sino hundir el centro, es decir: la mismísima democracia. Que suele ser fiel al capitalismo, como señaló Felipe González, aunque éste no le responda con la misma lealtad, puesto que muchas veces se transforma en mafioso y acompaña tiranías: fascismo de mercado, como le dicen. Moscú también financió toda una corriente de opinión internacional a la que se sumaron alegremente profetas de cuarta ansiosos por vender humo encuadernado y a buen precio. Anunciaban la “buena nueva”: el sistema democrático está agotado. La alternativa quedaba siempre difusa, pero la ofrecen ahora por contraste el PC chino y el zarismo ruso, que el jueves lanzó una guerra colonialista y consiguió de ciertos estadistas y bocones no un repudio, sino un atronador silencio. O, en todo caso, algo así como una nueva “teoría de los dos demonios”, igualando las culpas del matón del recreo con las del alumno vapuleado. No se trata de una invasión sangrienta, dicen los camaradas, sino de un conflicto de partes. Como si durante la dictadura de Videla, mientras el Estado terrorista cazaba y asesinaba, otros países igualaran y llamaran al “diálogo y la reconciliación de los dos bandos en pugna”. Aquí el progresismo que se ilusionó con Putin recita con regocijo toda la liturgia nacionalista. El nacionalismo, como el whisky, en pequeñas dosis es reconfortante; en grandes, te convierte en un adicto peligroso con delirium tremens. Suele ser un camino de ida, que trabaja el “orgullo nacional” e industrializa los resentimientos colectivos, que tiene la patria siempre en la punta de la lengua y el gatillo en la yema de los dedos, y que al final produce catástrofes. Sobre todo, cuando la gestión no da buenos resultados y hay que perpetuarse mediante un “acto heroico”. Hace hoy 40 años exactos, Galtieri tuvo una de esas ocurrencias.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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