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Los diarios del opio, de David Jiménez - Zenda
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Los diarios del opio, de David Jiménez

La magia de Oriente ha hechizado históricamente a multitud de escritores occidentales: Rudyard Kipling encontró la perdición en los burdeles de la India colonial, Conrad descubrió en Borneo un destino hecho para “hombres sin entrañas”, Graham Green quedó atrapado en las nubes de opio de Saigón… David Jiménez nos lleva en este libro a todos...

La magia de Oriente ha hechizado históricamente a multitud de escritores occidentales: Rudyard Kipling encontró la perdición en los burdeles de la India colonial, Conrad descubrió en Borneo un destino hecho para “hombres sin entrañas”, Graham Green quedó atrapado en las nubes de opio de Saigón… David Jiménez nos lleva en este libro a todos esos lugares, al tiempo que reflexiona sobre el turismo de masas, el periodismo de guerra y los estragos de la globalización.

En Zenda ofrecemos un extracto de Los diarios del opio (Ariel), de David Jiménez.

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William Somerset Maugham / Indochina

Quizá viajamos para no aburrirnos de nosotros mismos. Convivimos demasiadas horas con nuestro yo. Lo escuchamos todo el día decir cosas parecidas, cometer los mismos errores, verse con los mismos amigos y familiares, ir y venir de casa, del trabajo, del gimnasio o de la casa de los suegros. Maugham aseguraba cansarse con frecuencia de sí mismo, cosa difícil de imaginar en alguien que compaginó los oficios de médico, explorador, escritor y espía, que mantuvo romances con mujeres y hombres indistintamente y que tenía aficiones variadas que iban del arte a la arquitectura o el tenis. Y a pesar de todo ello, solo viajando a lugares que le eran extraños, mezclándose con gentes diferentes, sintiéndose libre de los lazos y responsabilidades de la cotidianidad, conseguía transformarse. «Nunca vuelvo con la misma personalidad con la que partí», escribió. Cuando William Somerset Maugham (1874-1965) habla de viajar no se refiere a ese turisteo difícilmente transformativo que en estos tiempos se desplaza en manadas, se encierra en resorts de lujo, compra recuerdos en centros comerciales idénticos a los que tiene en su barrio y se hace fotos disfrazado de indígena, sin haber contactado con ninguno; cuando no se despeña por un barranco en busca de una fotografía que colgar en las redes sociales. En Portofino, hace un par de veranos, vi a una familia acercarse al borde de un acantilado de la costa genovesa. Querían una fotografía de la puesta de sol, pero ninguna parecía agradarles lo suficiente. Mientras el padre se agachaba buscando un ángulo mejor, la madre estiró los brazos y asomó a su bebé por el precipicio. «¿Qué tal ahora?» Durante unos segundos, aguanté la respiración. La probabilidad de que el niño se resbalara de las manos de su madre, aunque remota, existía. Y si eso podía ocurrir, ¿merecía la pena asumir el riesgo por una foto? Somerset les habría recordado que «solo los estúpidos dejan que su diversión dependa del mundo exterior». El viaje, como lo entendían los aventureros de antes, duraba meses, incluía pasar días en una carretera cortada por las lluvias del monzón y defenderse de la malaria con tragos de ginebra. Fracasabas si en el camino no conocías a gente fascinante o no vivías experiencias únicas, no si fallaba el aire acondicionado del hotel. Y todo había que hacerlo sin perder nunca la distinción, sobre todo si, como en el caso de Somerset Maugham, eras un hijo del imperio. El autor británico viaja a Asia con una partida de cocineros, sirvientes y porteadores tras una década de éxitos que lo convirtieron en el escritor mejor pagado del mundo. Tiene 49 años cuando en 1923 emprende la aventura que narraría en El caballero del salón, su libro de viajes por Birmania, Siam e Indochina. Tras una visita a Shwedagon y una parada en las pagodas de Bagan, un barco de vapor lo lleva por el Irawadi hasta Mandalay: es una de las partes más plácidas de un trayecto que pronto se vuelve salvaje y hostil. Los miembros de la partida avanzan a lomos de mulas por caminos intransitables del estado birmano del Shan —«El barro les llegaba hasta las rodillas y era imposible seguir a un paso más rápido que el del caracol»—; se adentran en junglas envueltas en la niebla, con la sensación de haberse perdido; cruzan ríos que no aparecen en los mapas, remando sobre improvisadas balsas de bambú; se detienen en remotas aldeas cuyos habitantes jamás han visto un hombre blanco, gentes temerosas de los espíritus y poderes malignos; y pasan días antes de alcanzar la siguiente ciudad, donde tampoco encuentran nada que les parezca civilizado. En algunas paradas cambian las mulas por el rickshaw; en otras, el caballo por el buey de agua; y a veces son sus piernas las que hacen el camino. Solo el trayecto entre Taunggyi, capital del sur de los estados de Shan, y Keng Tung les lleva 26 días de camino. El objetivo es el reino de Siam y, al acercarse, adentrándose por lo que hoy es el norte de Tailandia, las condiciones mejoran: el paisaje se vuelve agradable, «salpicado por aldeítas pintorescas», y al fin dan con un camino que parece una carre-tera, a pesar de los baches y el barro. Maugham ve ante sí la posibilidad de bajarse de los cuadrúpedos, que en sus buenos días lo han hecho avanzar a una media de 20 kilómetros por día, y subirse a algo con cuatro ruedas. «A la sombra de unas palmeras y moteado por el sol, me estaba esperando, rojo, sólido y fiable pero sin pretensiones, un Ford.» El autor describe su éxtasis al enfilar una vía a la velocidad de doce kilómetros por hora mientras los campesinos observan atónitos el primer coche que pasa por sus aldeas, anunciándoles cambios que ni imaginan. Nuestro aventurero sigue escogiendo los caminos menos transitados y lo hace vistiendo igual — es un inglés de buena planta, fumador en pipa, con el bigote recortado, traje con chaleco y pañuelo en el bolsillo— para visitar a una tribu o tomar el cóctel de las seis en el Oriental de Bangkok, el hotel en la ribera del Chao Phraya que ya entonces era el verdadero oasis del sureste asiático.

En el Oriental, una suite con su nombre todavía recuerda a Maugham. Quizá le concedieron el honor porque tuvo la delicadeza de no morirse en el hotel, aunque estuvo cerca. Tras registrarse, el escritor siente un golpe de sopor tropical. La brisa del Río de los Reyes no logra aliviarle; le duele la cabeza y duda si le ha sentado mal la comida. Se toma la temperatura: tiene más de 40. Unos días antes, mientras viajaba en dirección a Siam, el comandante de un puesto local insistió en que durmiera en la mejor habitación de su casa, que al contrario que su tienda no tenía mosquitera. Esa noche contrajo malaria. Entre alucinaciones, Maugham oye a la entonces dueña del Oriental, madame Maire, pedirle al médico que lo traslade al hospital: «No puedo dejar que se muera aquí, ¿sabe?». Su moribundo huésped no se lo echa en cara y entiende la preocupación de la mujer: de quedar vinculado para siempre a tan exquisito cadáver, el negocio podría resentirse. Una vez recuperado, el escritor se lanza a descubrir Bangkok y le ocurre lo mismo que al turista que llega a la ciudad estos días: no se enamora a primera vista. Siente desazón ante el estrépito incesante de su tráfico — ¿ya entonces?—, el barullo de sus calles, el polvo y la ausencia de una arquitectura que inspire a su alma artística. Incluso la comida le parece insípida, algo difícil de creer para quienes hayan probado el picante tailandés. El autor británico tenía debilidad por el sureste asiático, aunque no necesariamente por sus ciudades. Dice de ellas que carecen de historia, tradiciones o melancolía. Le abruma su caos, no soporta el calor sofocante y se desorienta entre calles que le parecen idénticas. Busca la contemplación y descubre que «en Oriente no existe el silencio». Y de todas las ciudades al este de Suez, ha ido a parar a la más ruidosa.

Solo con la mente despejada, libre de fiebres, empieza Somerset Maugham a encontrar encantos a Bangkok: los barrios suspendidos sobre el agua, los canales donde se bañan los niños, los templos a la vera del Chao Phraya — ¿cómo puede «existir algo tan fantástico en esta tierra sombría?»—, y esos sois o bocacalles que uno encuentra donde menos espera y hacen que sea posible caminar unos metros, alejarse del ruido y adentrarse en lo desconocido. Y es entonces cuando uno se pierde en el desorden impredecible y encantador de Bangkok, cuando la ciudad deja de mostrarse áspera y antipática para envolverte en su «halo de misterio, la menos corriente de las emociones que podemos experimentar» mientras la visitas. ¿Fue ese halo de misterio del que habla Maugham lo que me atrapó también a mí cuando visité la ciudad por primera vez? ¿La razón de que mi viaje a Oriente, que debía durar seis meses, se prolongara durante casi dos décadas? Nunca he sabido explicar mi fascinación por el Este. O por qué escogí Bangkok como residencia, entre los miles de opciones que ofrecía Asia. Para los que, como Somerset Maugham, nos cansamos con facilidad de nosotros mismos, la capital tailandesa ofrece la terapia perfecta. Es divertida, abierta y tolerante, pendenciera dicen algunos. No juzga ni condiciona. Se adapta a lo que cada uno quiere de ella. La abandonas con el presentimiento de haberte perdido algo, «como si tuviera algún secreto que nos ha ocultado». Y vuelves para buscarlo, una y otra vez. Maugham y Bangkok estaban hechos el uno para el otro: la bisexualidad del escritor y la ambigüedad de la capital tailandesa; el afán de vivir sin ser juzgado y un lugar que no juzga; la búsqueda del perfeccionismo y la belleza de la imperfección; la tolerancia, en fin, de un destino que tiene la habilidad de transformarse en lo que el visitante quiera o necesite de él. Por entonces, nuestro escritor era el que con más libertad escribía de sexo entre sus contemporáneos, para escándalo incluso de sus editores. En Siam encuentra la desinhibición que la Inglaterra de los corsés morales y las normas victorianas no podía ofrecerle. Sin saberlo, ha llegado al país del mundo que menos en serio se toma las pasiones carnales, un lugar que el embajador británico Anthony Rumbold, destinado en Bangkok entre 1965 y 1967, describió así en un cable enviado a Londres: «No tienen literatura ni pintura y solo una clase muy extraña de música. Su escultura, la cerámica y el baile son prestados de los demás, y su arquitectura es monótona y la decoración interior horrible […]. Nadie puede negar que el juego y el golf son los principales placeres de los ricos, y que el libertinaje es el principal placer de todos ellos». ¿Puede haber lugar más indicado para alguien que entonces mantenía un complicado trío sentimental con su esposa, la decoradora Syrie Wellcome, y con Gerald Haxton, un trabajador estadounidense de la Cruz Roja que fue el gran amor de su vida? Selina Hastings cuenta en su biografía del escritor que Wellcome entendía la doble vida de su marido hasta el punto de proporcionarle mancebos para su divertimento; Haxton, por su parte, se convierte en su inseparable compañero de viaje a lo prohibido. Su novio hace las veces de guardaespaldas, amante y organizador de los pasatiempos de la pareja. Aunque Maugham ni siquiera lo menciona en sus relatos de El caballero del salón, Haxton lo acompaña durante todo el recorrido y es clave en el éxito del viaje al compensar, con sus maneras extrovertidas y su talento para las relaciones sociales, la timidez del escritor. Juntos descubren no solo los templos y las aldeas, sino también ese Oriente erótico que perdura en el imaginario de los viajeros occidentales, alimentado por fantasías y estereotipos que ningún país ha explotado tanto como Tailandia. El reino de Siam concedió la primera licencia de apertura de un burdel en 1680, en la antigua capital de Ayutthaya. Los primeros barrios rojos, creados para los soldados estadounidenses que venían de permiso a Bangkok durante la guerra de Vietnam, se transformaron en una industria que atrajo a los balas perdidas de Occidente, a los turistas sexuales y a los perdedores sentimentales, que cayeron sobre el país atraídos por su oferta de segundas oportunidades. Las autoridades miraron a otro lado e incluso promocionaron lo que un ministro de Interior de finales de los años 60, Prapas Charusathiarana, describió como una gran oportunidad económica. La idea era que las mujeres del país se entregaran a la misión de satisfacer a los extranjeros: el país ya buscaría la manera de reparar su reputación cuando llegara el momento. Pero no han sido solo el sexo y la promesa de libertinaje lo que ha atraído a los hombres occidentales a Oriente. Cuando me instalé en Bangkok como corresponsal, tras haber vivido siete años en Hong Kong, la sede diplomática de España en Tailandia era conocida por sus funcionarios como «la embajada del amor», por el número de españoles que se presentaban para pedir papeles para una novia a la que habían conocido la noche anterior en algún bar de Patpong. Un cónsul me contó las entrevistas surrealistas que tenía que hacer a los pretendientes, porque ni ellos hablaban tailandés ni por supuesto ellas español. Y ni el uno ni la otra una palabra de inglés. «Los separábamos y les hacíamos preguntas, para ver si había contradicciones en su historia de amor y se trataba de matrimonios de conveniencia para lograr visados.» Y resultaba que sí, aquellos tipos estaban locamente enamorados, o al menos lo creían.

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Autor: David Jiménez. Título: Los diarios del opio. Editorial: Ariel. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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David Jiménez

David Jiménez (Barcelona, 1971) fue durante dos décadas corresponsal en Asia y ha trabajado como reportero en más de treinta países. Sus libros han sido traducidos a media docena de idiomas e incluyen el superventas El director, sus memorias sobre el año que dirigió el diario El Mundo. También ha publicado Hijos del monzón, que obtuvo el Premio Internacional de Literatura de Viajes Camino del Cid; El lugar más feliz del mundo, que recopila algunas de sus crónicas y reportajes; y las novelas El botones de Kabul y El corresponsal. El autor es Nieman Fellow por la Universidad de Harvard, maestro de periodistas y colaborador de los diarios The New York Times y Die Welt. @DavidJimenezTW

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Pepehillo
Pepehillo
2 años hace

Este hombre llama fascista a Putin. Putin invade Ucrania para desnazificar. Los progres llaman fascistas a los que no son como ellos. Los socialistas y nacionalistas llaman fascistas a los nacional-socialistas. Algunas personas llaman fascistas a los etarras aliados de los socialistas. Estos dicen que no, que son antifascistas y que los fascistas son quienes les llaman fascistas. Estoy empezando a creer que Mussolini no debía ser tan malo.

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