Defensor a ultranza de lo que llama “egografía”, no podía faltar en el conjunto de la obra de Fernando Sánchez Drago la forma más depurada de la literatura egográfica, las memorias. Ya en una entrega anterior de machadiano título, Esos días azules, dio cuenta de sus recuerdos de infancia y ahora los amplía con otra incursión en el pasado, Galgo corredor. El nuevo recuento autobiográfico enlaza cronológicamente con el precedente y abarca desde su entrada en la universidad, en 1953, y hasta su salida de España, en 1964, a un exilio obligado por el activismo político militante que desarrolló con entusiasmo durante aquel decenio de su juventud. Nacido en 1936, pertenece Sánchez Dragó a la “generación del 36”, etiqueta ya de amplio uso historiográfico, en competencia con otras también de generalizada utilización como “generación del medio siglo”, cuya paternidad se atribuye. Llámeseles como se quiera, aquellos “niños de la guerra” —fórmula asimismo exitosa, debida a Josefina Aldecoa—, nacidos más o menos entre 1925 y el estallido de la guerra civil, vivieron la España desalentada y represiva del franquismo y un sector, al alcanzar la juventud, manifestó su airada disconformidad contra el régimen autoritario.
Unos de aquellos jóvenes, veinteañeros en los años cincuenta, fueron más tibios dentro de la rebeldía. Otros se complicaron la vida y participaron en el ilusionante e ilusorio empeño de combatir la dictadura asociándose a los clandestinos grupos de izquierda, militando en el más eficaz y organizado de estos, el Partido Comunista. Sánchez Dragó estuvo entre quienes más activos se mostraron en aquella lucha y por ello pagó el precio de sucesivas detenciones, hasta cuatro en aquel decenio, juicios y reclusión en la legendaria cárcel de Carabanchel. De todo ello da pormenorizada cuenta Galgo corredor. De tal modo, este segundo trecho memorialístico tiene un subido valor noticioso. Los historiadores no podrán ignorarlo en el futuro como fuente informativa. La época que desmenuza Sánchez Dragó y la propia “generación del 56” cuentan ya con abundantes estudios y ensayos, pero aquel joven díscolo y conspirador —uno de las decenas de jaraneros y alborotadores, tal como los tildó Franco— aporta datos e impresiones muy valiosos. Añade la vivencia de una cadena de episodios que trastornaron, al menos, la tranquilidad de la dictadura. Ese punto de vista personal es importante. ¿Cómo gentes de buenas familias, de derechas, con vínculos familiares con los vencedores, se dieron a la disidencia y la confrontación? En el relato de Sánchez Dragó se ve con claridad la base de un criticismo juvenil como inspirador de un aquel amplio movimiento de oposición previo —o fundamento— al compromiso ideológico y la militancia política. Se trató, además, de un proceso continuado y progresivo. Lo muestran también con claridad estos recuerdos.
Un momento seminal del proceso lo sitúa Sánchez Dragó en las manifestaciones ante la embajada inglesa con motivo de la visita de la Reina Isabel a Gibraltar, promovidas por el propio gobierno y que tuvieron un efecto contrario al previsto. De ahí arrancó la decepción de unos muchachos, poco más que adolescentes, que se sintieron defraudados y al poco fueron fraguando su descontento por varios caminos. El criticismo juvenil tentaba itinerarios diversos, sin una proyección política o ideológica clara. Ha de darse la importancia que le atribuye el autor al episodio, no del todo desconocido pero hasta ahora relegado, de las protestas en forma de pateo por la sustitución en un teatro madrileño del innovador Pirandello de Seis personajes en busca de autor por el conservador Bernanos de Diálogo de carmelitas. Aquellos “gamberros pirandellianos”, según los tildó la prensa, llevaban la semilla de una contestación que buscaría cualquier resquicio. Así las jornadas “Encuentros entre la poesía y la Universidad”, urdidas por el conspirador Enrique Múgica para sacarle frutos en forma de protesta a un acto de presunta inocencia literaria. El librito, una rareza bibliográfica, salido de aquellas sesiones, auspiciado por el entonces infatigable pecero Múgica, Presencia poética universitaria, es poca cosa, estéticamente, pero tiene algún mérito mayor del que Dragó dictamina y, en todo caso, indica bien la inquietud cultural que dormía bajo la rutinaria enseñanza académica.
Todos los caminos eran susceptibles de llevar a la causa antifranquista. En los señalados tuvo Sánchez Dragó discreto o secundario papel, que alcanzaría protagonismo en otros sucesivos, ya militante y con responsabilidades de cabecilla del sector universitario del Partido Comunista. Así se fueron encadenando el prohibido Congreso Universitario de Escritores Jóvenes (con su propagandístico Boletín) y la deriva de este en una asamblea de estudiantes universitarios, al margen del SEU oficial, que propició, en febrero de 1956, la primera gran crisis del Régimen a raíz de la herida de bala que puso en peligro la vida de un joven falangista. En el medio tuvieron lugar acontecimientos que sirvieron también a la causa de la protesta: la manifestación con pretexto de la muerte de Ortega y Gasset y el homenaje a Baroja con ocasión de su fallecimiento.
Hace Sánchez Dragó una interesante observación respecto de la generación del 56. En ella, frente a otras que tuvieron un perfil más monolítico (seguramente piensa en la del 27), se diferencia un frente político y otro literario. Y, en efecto, la literatura, en él, y en otras gentes de sensibilidad cercana, tuvo gran importancia: no quedó arrumbada por el activismo político. Ello lo atestigua una revista, Aldebarán, de la que da merecida amplia noticia. La fundó en compañía del crítico José Ramón Marra-López, del filólogo Carlos Romero Muñoz y del poeta Manuel Morales, y en su dirección anduvieron el filósofo Javier Muguerza y el cineasta Miguel Rubio. Sus tres primeros números manifiestan una altura sorprendente en gente tan joven y el cuarto y último, reivindicativo homenaje orteguiano, revela la estrecha asociación de las letras y el espíritu combativo que las instrumentalizaba de aquella promoción.
Galgo corredor recrea en un panorama amplio y plástico aquellos años de juvenil contestación política y de compromiso literario. Como en una película amena desfilan los protagonistas del momento: el paternal y ya disidente Dionisio Ridruejo, Jorge Semprún (entonces Federico Sánchez por mor de la clandestinidad), Javier Pradera, el mencionado Múgica, Claudio Rodríguez, Julio Cerón, José Luis Abellán, José María Ruiz Gallardón, y tantos otros. El rico caudal informativo contribuye a precisar los sucesos y hechos. Solo alguna vez la memoria le juega al autor una mala pasada. “El falangista navarro y maestro de la trepa” Rafael Conte no fue director de la revista seuista y crítica Acento. O mantiene una idea divulgada que ha sido desmentida. Ocurre con la denigratoria sentencia de Julio Diamante al acabar la marcha fúnebre en honor de Ortega: “Por fin ha servido el viejo para algo”. El propio cineasta (fallecido, por cierto, hace pocas fechas) lo precisó en un ensayo recogido por Antonio López Pina en el libro colectivo La generación del 56. Esa, asegura, no fue su intención y dio en su día cumplidas explicaciones a los albaceas del filósofo.
A un lapsus memoriae se debe también la ausencia de lo que habría sido un jugoso capítulo, el viaje en febrero de 1959 a Segovia para homenajear a Machado en el vigésimo aniversario de su muerte. De este momento clave de la manipulación política de san Antonio de Collioure —de tal modo denominaba Jorge Guillén al personaje surgido de una lectura partidista del sevillano— tiene Sánchez Dragó significativos recuerdos que en alguna ocasión he utilizado. En una ocasión me contó un detalle revelador de las pugnas que subyacían en la oposición. Terminado el homenaje ante la pensión segoviana donde vivió el poeta, un buen número de participantes acabaron comiendo cochinillo en un mesón y allí se produjo una ostensible fractura: “se formaron, en distintas mesas, dos cotarros muy diferentes”, el del PC y el de los seguidores o futuros seguidores del FELIPE, el partido en marcha de Julio Cerón.
Este detalle me lleva a subrayar una aportación del libro: la mirada desde dentro del Partido Comunista. Ella observa el puritanismo de los comunistas, el que indujo a que Múgica o el poeta social Carlos Álvarez le reprocharan a Sánchez Dragó su libertad en las relaciones con las mujeres; o la rigidez censoria del Partido, que impedía a los reclusos militantes la lectura del Ya sin inspección previa de los dirigentes. Estas notas van cuajando un fresco de época vivaz que rescata un tiempo duro, en lo político y lo económico, y lastrado por convencionalismos colectivos, pero también impregnado por un ansia de libertad y por un deseo de saber que aureolaba la vida de quijotismo y aventurerismo.
El retablo coral —en el que destacan las secuencias carcelarias con el recordatorio de cómo aquellos presos de buena cuna se permitían tener un “machaca” que les aligeraba de las obligaciones más penosas— se puebla, además, de excelentes retratos particulares: los del sablista Gonga Torrente, el hijo escritor de Torrente Ballester (“a quien más dolor me causa”, puso el padre en la dedicatoria de Los gozos y las sombras); del filósofo Abellán con el equívoco que le costó pena carcelaria; de las relaciones cruzadas entre Javier Pradera, su mujer Gabriela Sánchez Ferlosio y Julio Cerón; de un pintoresco compañero de cárcel; o de las imposibles relaciones del autor con su hijo mayor.
Estos recuerdos conectan con la rememoración intimista, con la vida privada de Sánchez Dragó: sus sucesivos emparejamientos legales —el primer matrimonio se celebró en Carabanchel— o consuetudinarios hasta un número de ocho, con cuatro hijos de distintas mujeres, con la última de las cuales, mentada como Nouvelle Vague, el octogenario Dragó tiene un hijo hoy de siete años y de quien transcribe una hermosísima carta de amor. La literatura es la vocación irreprimible del autor, a la que ha dedicado la vida entera, pero el amor y la mujer han sido, junto a las letras, el otro vértice de su razón existencial. En una aproximación superficial, la evocación de los lances sentimentales y eróticos de Sánchez Dragó puede producir un efecto algo frívolo, las andanzas de un donjuanesco personaje a quien su carisma, labia y buena planta le renta abundantes réditos carnales. Pero esa crónica externa contiene grandes dosis de drama, de sufrimiento, de asomarse a uno de los conflictos sustanciales de nuestra especie con valentía y profundidad.
Es público y notorio que por las venas de Sánchez Dragó corre el germen de la provocación. No defrauda Los años guerreros esas expectativas. La denuncia del metoo, una visión heteropatriarcal de la sociedad y de la mujer del todo condicionada por determinantes históricos y generacionales, los sarcasmos acerca de la corrección política o la crítica de aspectos políticos e ideológicos actuales constituyen materia sustancial de estos recuerdos. Pero no es este perfil desafiante del polemista autor el que termina por imponerse en el libro. Más bien prevalece un Dragó templado, íntimo, menos espectacular, por decirlo de algún modo; un Dragó que da licencia a su pluma para que aflore una intensa dimensión emotiva y también elegíaca, que es, al fin al cabo, donde desembocan las peripecias de aquel joven aventurero, no poco zarandeado por la vida. El retrato del artista adolescente y el testimonio de época se dan la mano en un relato de maduración contado con vivacidad, con destreza narrativa y con un eficaz estilo comunicativo.
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Autor: Fernando Sánchez Dragó. Título: Galgo corredor. Los años guerreros (1953-1964). Editorial: Planeta. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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