Otro quince de junio, el de 1816, hace hoy doscientos seis años, faltan todavía ciento treinta y seis para que el gran Ray Bradbury publique, en el número de la revista Collier’s puesto a la venta el 28 de junio de 1952, uno de sus cuentos más aclamados: «El sonido del trueno». Algo más de una década después, exactamente el primero de marzo de 1963, el matemático y meteorólogo Edward Norton Lorenz da a la estampa, en el Journal of Atmospheric Sciences fechado en dicho día, un artículo titulado «Flujo determinista no periódico». Pieza elevada donde las haya, versa en ella sobre la Teoría del Caos, yendo a describir la que será una de sus interpretaciones más conocidas: el efecto mariposa. Ya en 1972, en sus ponencias, para evitar la frivolidad que podía desprenderse de su teoría, solía presentarla a modo de pregunta: “¿Puede el aleteo de una mariposa en Brasil hacer surgir un tornado en Texas?”.
El caos de la primavera de 1816 no fue para tanto. Aquel habría de ser el año sin verano, debido a las graves anomalías climatológicas que causaron una disminución de la temperatura del planeta entre 0,4 y 0,7 grados centígrados. Sí señor, sostienen los científicos que la caída de la actividad solar y el invierno volcánico —la erupción del Mayon (Filipinas) en 1814, la del monte Tambora (Indonesia) 1815— se unió todo ello al final de la Pequeña Edad del Hielo, un enfriamiento paulatino que venía produciéndose desde el año 1350. También cabría hablar de la posición del Sol, en el mínimo Dalton hasta 1830.
Total, que estamos ante una inclemencia del tiempo desconocida hasta entonces. En la primavera de 1816 el mundo asiste a lo que el historiador John D. Post habrá de calificar como “la última gran crisis de supervivencia del mundo occidental”. Así las cosas, las catástrofes acaecidas en Oriente, por las imprevisibles estrategias del caos, hacen que a orillas del lago Leman, en los Alpes, el lago de Ginebra, no cese la lluvia.
Allí se ha dado cita una pequeña colonia inglesa. Lord Byron es el más prominente de los británicos, y se ha instalado en Villa Diodati. Se trata de una residencia conocida por sus vecinos como la casa Cologny. El Diodati del que tomó el nombre con el que habría de pasar a la historia fue un teólogo, Giovanni Diodati, que la mandó construir en una fecha imprecisa. Según algunas fuentes, en 1639, su primer propietario alojó en ella al mismísimo John Milton, aunque los estudiosos de Frankenstein o el moderno Prometeo, que la gran Mary Shelley habrá de publicar en 1818, desmentirán este punto argumentando que la mansión fue edificada en 1710. Luego, difícilmente hubiera podido albergar entonces al autor de El paraíso perdido (1671), habida cuenta de que fue en 1674 cuando Milton ascendió a la gloria de Dios.
Lo rigurosamente cierto es que Byron ha abandonado su país en abril del año sin verano y ya nunca habrá de volver. Le acompañan su lacayo y su médico particular, John Polidori, a quien no trata mucho mejor que al criado. El viaje en su espléndido carruaje los ha llevado por Bélgica. Al pasar por Waterloo, se ha visto al poeta muy impresionado con la muerte. En efecto, la Parca aún gravita en el campo donde, apenas un año antes, se ha librado la batalla que habrá de ser la última derrota del imperio francés, el final del duelo que ha mantenido Napoleón con toda Europa.
Los Shelley, a buen seguro a instancias de Claire Clairmont —una hermanastra de la gran Mary, perdidamente enamorada de Byron—, arribaron al lago el tres de mayo, el quince de ese mismo mes según otros autores. Todos coinciden en que lo hicieron por la orilla de Sécheron, otro pintoresco pueblecito de la ribera, según habrá de leerse en el capítulo séptimo de Frankenstein, a media milla de Ginebra. Tras hospedarse en el Hotel de Inglaterra durante algo más de un mes, se han trasladado a Cologny, en la orilla opuesta del lago Leman, donde arrendaron una residencia conocida como Montalègre. Sólo dista ocho minutos a pie de Villa Diodati.
Milord y Percy Bysshe Shelley aún no se conocían. Siendo el caso que Claire, pese a que sólo contaba quince años, ya estaba embarazada de Byron, necesariamente tuvo que ser ella la que presentó a los dos poetas. Así las cosas, cumple reconocer lo importante que fue la aportación de miss Clairmont al mito de Villa Diodati. Aunque no ha llegado hasta nuestros días el diario que la hermanastra sin consanguinidad de Mary Shelley llevó aquel verano, sí lo han hecho algunos de los billetes y misivas que dirigió a Byron, una vez que éste y Polidori comenzaron su periplo por el continente. “Sé que ahora viajas con un médico. ¿Te cuida bien? ¿Siente afecto por ti?”, le pregunta en una de esas notas, consciente del cariz de los afectos que el doctor siente por milord.
Instalada ya la extraña pareja en Diodati, Claire se ha informado sobre Polidori. Con todo, quizás obnubilada por los celos, confunde al médico con su padre —autor de un diccionario— cuando apunta en una de sus encendidas misivas: “Me gustaría que mandaras a Polidori a escribir otro diccionario o con la dama de la que está enamorado. Ojalá fuera ésta su almohada y se marchara a dormir, porque no puedo ir a verte por la noche y que me vea: es tan extremadamente receloso”.
Y la lluvia no cesa. El tiempo sigue estando especialmente inclemente esta primavera. Ahora bien, se diría que esa lluvia y ese frío, aunque infrecuentes en junio en los Alpes, acompañan mejor que un sol radiante a la lectura a la que ha decidido dedicarse Byron. Se trata de una selección de cuentos de aparecidos, espectros, almas en pena y fantasmas reunidos bajo el título de Fantasmagoriana. Es una traducción francesa de un almanaque alemán, Das Gespensterbuch (El libro de los muertos), publicado en 1812. En efecto, tanta muerte, tantos íncubos y súcubos, que tendrán a milord en vela durante toda la noche, serán la causa de que, unas horas después, ya el dieciséis de junio, Byron proponga a sus amigos ese duelo de ingenio que inaugurará una nueva era en la literatura fantástica y verá nacer a dos de los pilares donde se alzarán algunos de los mejores cuentos de miedo. En cierto modo, también puede entenderse como un efecto mariposa: el invierno volcánico provoca dos nuevos paradigmas en la literatura fantástica: Frankenstein, el moderno Prometeo imaginado por la gran Mary Shelley, y el vampiro de Polidori. Así se escribe la Historia.
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