Loquillo: La biografía oficial (B de Bolsillo). Así se titula el libro donde Felipe Cabrerizo ensambla los recuerdos de Loquillo y los mezcla con testimonios de su círculo más cercano para reconstruir no sólo a su biografiado sino a un tiempo, de finales del XX a principios del XXI, de nuestro país. Coincide este lanzamiento con el de su nuevo LP, Diario de una tregua: un trabajo contundente, a metrallazos, con canciones que remiten a los ritmos hoy perdedores —que nunca perderemos—. Suenan ahora cortes como «Sonríe», «La lluvia dice» o «La libertad».
Desde que aparecen el Loco y Felipe Cabrerizo en el café Varela de Madrid estallamos a hablar. Compartimos obsesiones compartidas por no tanta gente: el rock, la literatura o el siglo XX. Y vaya, empezamos por el actor Arturo Fernández. Ese será el tono de toda la entrevista. Muy similar al de las magníficas memorias firmadas por Cabrerizo.
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—Arturo Fernández y yo nos teníamos mucho cariño. La primera vez que me lo encontré fue en un avión, y al verme se levantó y vino a darme un abrazo diciéndome: «¡Tu padre y el mío sí que tenían cojones, y no estos del gobierno!». Era hijo de un militante de la CNT y había vivido el exilio, como mi padre. Estuve hace poco en una sastrería donde me habían dicho que se vestía Arturo, y cuando pregunté al sastre me lo afirmó meneando la cabeza con un «sí, sí, claro».
—A través de Arturo Fernández, icono en su infancia, me da perfectamente el pie para dos cosas: para esta biografía, por su padre, y por la primera canción del nuevo álbum, «El rey», escrita por Igor Paskual, en el que salta también su padre.
—Hay dos tipos que me psicoanalizan muy bien. Uno es Luis Alberto de Cuenca, que hace poco le dije: «Encontré el primer libro con el cual hice un trabajo en el colegio: La guerra de las Galias, de Julio César. ¿Cómo es posible que a los 11 años yo hiciera un trabajo sobre este libro?». Me dice: «¿Tú qué leías entonces, Loco?». «Lo típico de los niños: Lucky Luke, Gastón el Gafe, Capitán Trueno, Silver Surfer…». Y me dice: «¿Leías a Astérix?». «Sí, claro». «¿Y quién era un personaje de Astérix? Julio César. Ahí lo tienes. Segundo. ¿Cómo se llama tu hijo?». «Cayo». «Ahí lo tienes». ¡Ya no tengo necesidad de ir al psiquiatra!
—Y gratis. Al preparar este rato, esperé a que hoy mismo saliera el disco Diario de una tregua para escucharlo de seguido. No escuché ninguno de sus singles a propósito, para entender su disco con todo el sentido que pretenda usted darle.
—Grabo los discos siempre de principio a fin. Los canto de principio a fin. No grabo la última y luego la primera. No, la primera es la primera y la última es la última.
—Está muy relacionado con su infancia y, en consecuencia, muy relacionado con el siglo XX. El arranque de «Lluvia», escrita por Sabino Méndez, y de otras canciones es asombroso: parece una sirena de alarma.
—El siglo XX muere con la pandemia. Avisa con las Torres Gemelas, dice que va en serio cuando se quema Notre Dame. Y con la pandemia ya estamos en el XXI. Eso es más que evidente.
—Felipe Cabrerizo: Los fines de ciclo, el marcar etapas y el saber cerrar bien los círculos que abre la vida es un tema que te obsesiona de manera cíclica desde hace tiempo, pero que has tenido particularmente presente en estos últimos años. El nuevo disco es parte de ello, como lo es el haberte decidido a llevar adelante la biografía. De hecho, uno de los títulos de trabajo que manejé para el libro fue El círculo rojo, como la película de Melville, e incluso pensé en abrirlo con la misma cita que abre la película, una frase que Melville adjudicaba al Bushido pero que en realidad era apócrifa y se había inventado él mismo…
—Es el arranque nuevo. Después del disco El último clásico, de repente, antes de empezar la gira, entra la pandemia. Nos jode toda la gira, nos jode toda la inversión que hicimos. O sea, nos deja en la puta ruina. Y uno tiene que pensar por qué. Entonces ahí surge la portada de El último clásico, donde estoy yo y una llama que parece que queme la fotografía: eso es simbolismo, eso es Cirlot. Y dice «ese mundo ha terminado». Entonces lo vi claro: el cuarenta aniversario se trataba de «Loquillo Superstar». Pues ese no es el camino, chaval. Hay que volver a empezar. Me llega con la pandemia una tregua que, al fin y al cabo, es una tregua de vida. Primera tregua de vida que tengo, porque la primera que tuve de verdad fue en la mili, pero en esta de ahora no se podía desertar.
—Si uno no lo piensa parecería que su vida, contada por Felipe, hubiese sido parsimoniosa. Parecería que una cosa lleva a la otra, pero supongo que no, no lo vivió así.
—En coña siempre digo «Las aventuras de Loquillo». José María Sanz ve las aventuras de Loquillo y con lo que más disfruta es con las precuelas, que son las personas que han pasado por mi vida, que cuentan su historia y arman el Frankenstein.
—Esa obsesión por Frankenstein se repite durante todo el libro.
—Sí, Mary Shelley ha hecho mucho daño. (nos reímos) Me acuerdo cuando se estrenó El jovencito Frankenstein. Tendría 11 o 12 años. En aquella época iba solo al cine. Y me metí en el cine, creo que el Pelayo de Barcelona, y lo que fui es a ver Frankenstein, la original, sin saberlo, porque también era en blanco y negro. Entonces pensé: «¿Y dónde está aquí la risa?». Me quedé alucinado. Después en casa me preguntaron «¿Qué tal El jovencito Frankenstein?». No supe qué contestar.
—FC: Es curioso, porque esta obsesión por Frankenstein y por el conformar una identidad recogiendo fragmentos es algo que se ha ido exacerbando en ti con el paso de los años, pero que ya tenías presente, quizás de manera inconsciente, cuando no eras más que un chaval. Tus inicios en el mundo de la música y la creación de tu personaje no fueron en realidad otra cosa que esto, el saber coger elementos de muchos autores y movimientos diferentes y saber ensamblarlos para crear algo nuevo con ellos.
—El súmum fue en la canción Los buscadores (n. del a.: del álbum El último clásico). Cogí todas las frases que había dicho Luis Alberto de Cuenca de mí o de nuestra amistad y empecé a ordenarlas. Escogí las mejores frases y pensé: «Voy a crear una canción». Y salió. Con Charles Dickens y La historia de dos ciudades (n. del a.: del álbum Diario de una tregua) ha pasado lo mismo. De repente estás leyendo Joyas Juveniles de Bruguera y te lees Rob Roy o David Copperfield. Y así con las viñetas… Y de repente, esta Historia de dos ciudades. Y te dices: «A ver, Loco, esto va en serio, vamos allá, vamos a coger el libro». Las Joyas de Bruguera eran muy buenas para que te acerquen a la literatura universal, pero en un rollo cómic fácil para un niño. La mayoría eran obras del estilo de La isla del tesoro, muy de chavales, pero La historia de dos ciudades era «cuidado, que esto no es lo que parece». Entonces de repente me pongo a leer y nada más entrar… la puta frase está de entrada. ¿Dónde he leído yo esto? Y me dije: «Esto es una canción». Entonces cogí el texto de inicio de Historia de dos ciudades y se lo envié a Gabriel Sopeña (n. del e.: letrista habitual de Loquillo), que había hecho ya con él la versión de «El hombre de negro» de Johnny Cash y le dije: «Te toca trabajar». (nos reímos)
—Una de las cosas que más me gusta de la biografía, y que me gusta de este tipo de biografías, es la diferencia entre partes materiales y partes formales. Ejemplo: las partes materiales de un jarrón sería si coges un jarrón y lo estrujas en arena tal que no se puede reconstruir. Las partes formales sería si rompes ese jarrón en trozos con los que el jarrón se pueda volver a armar. En su biografía ocurre eso: el lector va cogiendo piezas formales y, como Frankenstein, le reconstruye a usted. Una parte formal que a mí me interesa mucho: su adolescencia. Usted fue un adolescente raro de cojones. (nos reímos) Vaya salto, ¿eh? ¡De la filosofía a la barrabasada!
—Sí, era raro de cojones.
—¿Se daba cuenta en aquel momento? ¿De dónde cree que sale ese adolescente?
—Creo que hay un momento en que me convierto en estrella del rock: es el momento en que cojo una bomba de la Guerra Civil y la llevó a la comisaría.
—¿Cómo?
—En la zona del barrio donde yo vivía había mucha fábrica textil que estaban derribando para construir la avenida Meridiana, calle Aragón, etcétera. Entonces derribaban todo lo que había sido en su momento el Manchester catalán: muchas fábricas de textiles, o lo que fuera, de alrededor de donde nací. A la izquierda estaba el barrio de los gitanos, de la Perona. A la derecha estaban las fábricas, y las derribaban para hacer la calle Aragón. Jugando al fútbol, la pelota se va a una de esas fábricas que todo son agujeros. Se cae por uno de ellos y yo me meto dentro. Entonces, al lado de la pelota encuentro una bomba. Y cojo la bomba y salgo de ahí con la bomba. Los chavales y la gente que pasaba por la calle me ven con una bomba: «¡Deja eso en el suelo, que va a explotar!». Y yo me dije: «Si lo tengo así, entre mis brazos, no explota». ¿Dónde está la comisaría? A dos calles. Imaginaos: con diez u once años con una bomba hacia la comisaría. Ahí estaba el típico gris en la puerta y me ve con la bomba. «¿Qué hago con esto?», pregunto. «¡No lo toques, no lo toques!». Entro en la comisaría. Me quedo así (coloca los brazos como si sujetase a un bebé a pulso). Llaman a los artificieros: «¡No te muevas!». Estuve como una hora con la puta bomba, no sabía cómo colocarme. Llegaron, la cogieron y ¡estaba con espoleta! Eso hubiera petado. Eso simboliza muy bien cómo era yo. Llaman a mi padre, que había estado represaliado. Le llama la comisaría de la Policía Nacional. Me ve a mí allí con la policía y le dicen: «¡Su hijo es un héroe! Ha evitado una masacre». Me convertí en el héroe del barrio.
—Y eso es una estrella del rock.
—Y eso, Edu, es una estrella del rock. Llegué pronto al estrellato, y con una bomba.
—¿La primera canción que canta en un escenario es «Johnny B. Goode»?
—Es posible. Me acuerdo de las de Los Sírex y las de Los Salvajes: «San Carlos club», «Soy así»… Recuerdo hacer el «Tutti frutti» y el «Johnny B. Goode», con los marines americanos por ahí, en spanglish. Y en la primera noche en que yo me enfrento al mundo, aparece Martin J. Louis y Bertha, de Popular Uno, con Nico.
—Aquella Nico.
—Vestida de blanco.
—Madre mía.
—Yo tenía 17 años. Se me sienta en el regazo. Yo estaba… Tenía todos los discos de la Velvet Underground. Se acababa de editar el del plátano en España, bueno, de importación, de discos de importación. Estaba alucinado. Entonces ella estaba intentando convencer a Martín y Bertha para ir a su hotel a hacer una invocación a Jim Morrison con su armonio. De hecho, hay un número de Popular Uno de Nico con ellos dos. Y entonces la chica me dice, con voz grave: «Ven al hotel»…
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Nota: lo que ocurrió luego se revela (o no) en Loquillo: La biografía.
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—FC: Me hizo mucha gracia conocer esta anécdota, porque Johnny Hallyday, el referente fundamental del Loco, contaba una prácticamente idéntica. Johnny había visto con lágrimas en los ojos a Édith Piaf en su último concierto en el Olympia, y cuando él debutó en el local la Piaf no dudó en devolverle la visita. Estaba ya muy enferma, con grandes dificultades para moverse, pero insistió e insistió a Bruno Coquatrix, el propietario del local, para que al acabar el concierto le guardara un reservado en el que conocer a Johnny personalmente. El chaval, que no tenía más que dieciocho años recién cumplidos, se acercó allí un tanto intimidado y se sentó a charlar con ella. Hasta que notó cómo bajo la mesa la mano de Piaf, que había estado todo el rato apoyada sobre su pierna, comenzó a acercársele a la altura del paquete y salió de allí corriendo como alma que lleva el diablo.
—Como para no. Recuerdo ese cabaret donde vi a Nico. Yo tocaba a las nueve, o algo así. El cabaret éste lo tenía Segis, la mano derecha de Gay Mercader, y acababa de traer a Chuck Berry por primera vez a España. Este cogió un cabaret de las Ramblas e hizo un horario de siete de la tarde a diez y media de rock: Cheyenes, todos los históricos, ese rollo… Y a las once cambiaba y venían las chicas. Entonces ya era otra cosa. El cambio entre rock y chicas era un momento muy, muy bonito para un adolescente.
—FC: Hay otra conexión inconsciente, pero igualmente extraordinaria, que es que el Tabú, que es como se llamaba aquel garito que muy elegantemente podemos denominar como cabaret, fue aquel mismo año portada de Carabruta, el disco de debut de un artista fundamental tanto para la música catalana como para ti, Gato Pérez.
—Qué bueno eso.
—He estado revisando sus primeras grabaciones y suenan mucho mejor de lo que creen. O de lo que creía yo
—Sí. El primer disco lo grabamos en un día y se mezcló en otro. Nos pasó un poco como Los Sírex cuando grabaron su primer disco. Llegaron allí el año sesenta y tres o sesenta y cuatro: ¿y qué hicieron? ¡Se tiraban todos al suelo del estudio y bailaban como si fuese directo! El productor sería luego mánager mío: Jaime, que después fue miembro fundador de Ángeles del Infierno. Me imagino cómo debió entrar: «¿Qué pasa aquí?». En un día tienes que grabarlo todo. Recuerdo las primeras veces, o la primera. Yo estaba en la pecera y me dicen: «Con el compás, ¿eh?». Y golpean el compás (Loquillo marca el compás en la mesa). «¿Por qué tengo que hacer eso?», pensé.
—Muy fuerte.
—Yo pensaba: «¿Qué cojones es esto?». Los pobres del estudio, que sólo habían grabado a los de la Nova Cançó, imagínate la impresión que debieron de tener. Grababan bien pero, claro, no habían grabado eso en su vida porque no habían visto eso en su vida. Esa época se ha menospreciado: ir en el año ochenta vestido de cuero negro… Es que la gente se piensa que la España del año ochenta era lo más moderno del mundo. Éramos un país tercermundista.
—Se ha creado una ilusión.
—Lo de la Movida eran cuatro calles de aquí cerca. A la que salías en la furgoneta, España era polvorosa, las carreteras se hundían… Cuando dicen «los ochenta, aquellos tiempos»… ¿Qué tiempo y dónde?
—FC: Esta continua venta de la nostalgia que tanto vende en estos tiempos en los que solo parece pesar la emotividad y lo sentimental ha ido creando lentamente una distorsión notable sobre lo que fue aquella década. Pero la España de aquellos años…
—Es cierto lo que dices de la adolescencia extraña. Mi padre me llevaba al mercado de San Antonio. Mi padre iba a comprar las novelas que le faltaban de Sven Hassel y yo me quedaba colgado con todo lo que veía. Por otro lado, es cierto que llego a un cole donde debajo hay un billar. Eso es tremendo. Es maravilloso: en COU creo que fui cuarenta y dos días a clase (nos reímos). Además jugaba al baloncesto, y a los que jugábamos al baloncesto y ganábamos campeonatos nos aprobaban. Con buen criterio. Decía «me voy a entrenar» y me iba al billar. Estabas en el billar abajo con los malotes y bajaban los profesores: «¿Queréis subir a clase, joder?». ¡Los profesores en el billar! «Estoy acabando la partida, tío», respondíamos. Esto era así, brutal. Toda la gente que yo conocí en los billares, que iban al colegio Alpe, todos son algo en la vida. En cambio los que iban a clase no sé qué ha sido de ellos. Ahí tenía todos los cines del barrio y, en especial, tenía todos los cines de arte y ensayo muy cerca: los primeros seriales que hacía televisión, ciclo Greta Garbo, ciclo Humphrey Bogart, ciclo tal… Y de repente lo tenía en un cine. Entonces yo salía por la mañana y me iba al cine a verlas todas. Pero todas… Una detrás de otra. Me aprendí los diálogos.
—El otro día lo hablaba con Arturo Pérez-Reverte en una charla que tuvimos en ABC por los 35 años del XL Semanal: con esas ficciones aprendías a vivir, a que no te pasase lo mismo que le pasaba al imbécil ese que está en pantalla.
—Totalmente. Más rarezas de adolescente: íbamos a Los Encantes a comprar las ropas de los muertos, que era lo que las familias tiraban, que eran ropas de los años 50. Trajes cruzados por dos duros. Un día mi madre me dice: «¿Tú sabes que llevas trajes de muertos?». «Mamá, podrías quedarte callada».
—Un adolescente del estilo de adolescente que usted era sólo podía aspirar a la vida que tuvo después, que en el libro se define, en un momento, como «vida a lo Fitzgerald».
—He tenido mucha suerte de vivir las diferentes etapas de la vida en la edad adecuada. Y eso insisto que también se tiene que buscar. Quizás una cosa lleva a la otra: es cierto que aquella canción de de Sinatra, ¿como se llamaba? En la que hablaba de cuando tenía veinte años, treinta años…
— «It was a very good year».
—¡Eso! Pues he seguido esos planes, porque cuando estuve viviendo en la Torre de Madrid, con Óscar Aibar y Pere Ponce, vivíamos a lo Fitzgerald.
—En aquel momento tenía ¿treinta, cuarenta años?
—En la frontera: treinta y seis años.
—Pues parece que ese compás que le marcaron en el estudio de grabación lo ha llevado a su vida, que suena acompasada.
—Llegó un momento en el que me dije: «Ya no puedes vivir así en la Torre de Madrid». Recuerdo que venían Álex de la Iglesia, todos los amigos de Óscar…
—Me han hablado de ese piso.
—Teníamos una coctelera. Óscar hacía cócteles para los invitados. Creo que miraban si había luz cuando salían de los actos por Gran Vía. «¡Están!». Era tremendo aquello. Y claro, eso fue muy grande. Hay una canción, «Con elegancia», adaptación de Jacques Brel, el vídeo es de Óscar y refleja ese momento: smoking, la coctelera y tal.
—Qué bueno es Óscar Aibar, qué buena es su última película, El sustituto, o aquella obra maestra: Platillos volantes.
—Hace años que no lo veo, pero sigo queriéndolo mucho. Todo lo mejor de Madrid pasaba por ahí. Era un momento… Y fue el último momento para mí. Después, la resaca de los excesos empezó a hacer mella en todo Dios. Y yo salí de ahí como pude, pero me salí.
—Hay un párrafo en el que dice que del ochenta y ocho al noventa y uno no se acuerda de nada, pero que Felipe lo reconstruye como si fuese un thriller visto desde perspectivas diferentes a la del protagonista.
—Fue una época muy divertida. Éramos como adolescentes. El problema hubiera sido si hago lo mismo con cuarenta.
—FC: De hecho, creo que el único punto en el que has estado a punto de perder pie de manera irreparable fue el de la gran reformulación de los Troglos, cuando entra Igor Paskual en la banda. Es el único momento de tu carrera en el que pareces buscar un rejuvenecimiento artificial, apostando por una actitud y un nivel de consumo de alcohol y drogas que hubieran terminado abocando todo al desastre. Los conciertos supusieron el último gran momento de tu colaboración con Trogloditas y los discos mantuvieron el pulso, incluso supusieron un renacer tras la travesía del desierto que habían sido los años noventa, pero todo a tu alrededor parecía tambalearse, quizás por no entender muy bien dónde estabas y por querer hacer cosas que con veinte años eran comprensibles, pero que tras atravesar la barrera de los cuarenta no tenían ya el más mínimo encaje lógico. El tema del paso del tiempo, de saber asumirlo y evolucionar a su ritmo, es fundamental en el libro, y es uno de los puntos que te han hecho escalar de nivel en estos años, porque poca gente del mundo del rock ha sabido hacer este tránsito. De hecho, el libro arranca con una frase de Yves Montand sobre lo que significa buscar esa juventud perdida, que no es más que una fantasmagoría.
—Veo a las bandas que alcanzan 50 años y pienso «con 47 me fui de los Troglos e hice Balmoral«. Cuidado: yo no quería ser Peter Pan.
—Queda muy mal.
—Muy mal no, fatal.
—FC: Hubiera sido algo que hubiera rozado lo patético.
—En marzo comí con mi querido Juan Diego, al que yo quería muchísimo porque me ayudó a manejarme en escena creo que sin él saberlo: era así de generoso. Hablando de la carrera actoral repitió un par de veces la importancia de mantener la dignidad, esa dignidad que él tuvo hasta el final. Creo que esa dignidad es lo que busca usted todo el rato.
—Una vez estaba comiendo en el Escribà, en la Barceloneta, que ponen unas paellas estupendas. Son muy amigos de toda la vida. Y de repente veo a Juan Diego. Fui, le di la mano y le dije: «Gracias por todo, por cómo eres, por defender las libertades…». Me dio las gracias, y cuando me fui hablé con el dueño del chiringuito y le pedí que le pusiese una botella del mejor cava que encontrase cuando me fuese. Siempre hay que hacer eso. Otro encuentro: voy por el aeropuerto del Prat. Y le veo venir con su sobrino, que lleva una camiseta de AC/DC. Me voy, me pongo enfrente de él, me agacho como los caballeros, rodilla en suelo, y me dice: «Loquillo, ¿qué haces? ¡Levanta!». Y su sobrino, o lo que fuera, con la camiseta: «Loco… ¿Qué?». Le dije «Manolo. Usted es muy importante en mi vida». Manolo Escobar. Se queda parado y le digo: «¿Le puedo contar una historia?». Se sienta, muy viejito ya. «Mire, soy del barrio del Clot. En mi casa sonaba usted todo el día. Usted me firmó un autógrafo con seis meses». Entonces se quedó parado. «Porque creo que usted tenía una vinculación con alguien de mi edificio». Y se le cambia la cara. «Usted para nosotros ha significado la familia, la emigración… Era usted un héroe en casa». Y el tío me coge la cara, como los viejitos, y dice: «Ay, Loquillo, qué momentos». Eran años en los que todavía no había triunfado y simplemente tocaba en lugares para andaluces, para emigrantes. Aunque fuera famosillo se dedicaba a bodas, bautizos y comuniones… Y un día mi madre se lo encontró en el barrio, y le pidió un autógrafo conmigo en brazos: «a José María», firmó. Entonces estaban todos sus discos en mi casa. ¡En los primeros singles parece Johnny Cash! Con ese traje, ese pelo, esas patillas… Yo crecí con El porompompero, y Manolo era lo más parecido a un rockabilly. Eso y después de la vinculación de mi padre en el puerto de Barcelona con el hermano del cantante de Los Sírex. De repente los singles de Los Sírex sonaban en mi casa con siete u ocho años. Por un lado y por otro, estaba recibiendo información sobre el artisteo. Supongo que todo eso forma parte del Frankenstein.
—En el libro se ven dos defunciones seguidas: la defunción de los ochenta con Pepe Risi y la aparición de los noventa en una escena que parece anecdótica, en principio, pero no lo es: en un programa con Jesús Gil.
—Con Echanove al lado. Los noventa fueron de resaca de las drogas para todo el mundo. E insisto, tuve suerte. Ese momento fue el final de la historia. Del rollo rocker se pasó a ser ya motorista, del rollo motorista se pasó a una cierta delincuencia… Las bandas de motoristas, pues los centuriones se convirtieron en Hell’s Angels. La cosa cambió: ya no era furor juvenil y adolescente. Iba en serio. Ese momento coincidió también con el hundimiento del Titanic: Alaska vende sus discos a través de correo y nosotros dejamos de existir porque me niego a hacer los derechos de autor de la Cadena SER. Fue un momento de naufragio, del naufragio de toda una generación. Siempre hay un instante donde cambia todo. Como te he dicho antes con el incendio de Notre Dame, en el ochenta y nueve emiten la primera telenovela en TVE. En medio del PSOE. Pero si antes se hacían programas culturales, programas de jazz… ¿Qué ha pasado?
—¿Pilar Miró?
—Me acuerdo la vez que conocí a Pilar. Fue en una fiesta de Pasqual Maragall que creo que se hizo por la retransmisión de la boda de la infanta Cristina.
—En 1997. Creo que fue lo último que hizo.
—Justo. Estaba ahí y yo estaba en un corrillo. La veo que me va mirando y de repente me da un morreo. Y me dice: «Tú y yo vamos a trabajar juntos». Me quedé helado. Y la segunda vez que me quedé helado fue en el aniversario de El País en Las Ventas. Salí a cantar con Pepe Risi «¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?». Bajo del escenario al típico túnel de Las Ventas. Oscuro, que comunica donde estaba el escenario hacia el fondo. Y de repente veo dos siluetas femeninas que se me acercan. Una se me viene directo y me dice: «¿Tienes fuego, guapo?». La reconocí: era Rosa María Sardà. Cuando se acercó a la otra sombra, le pasó el mechero y al encenderlo vi su cara: era Charo López. Me acordé de la peli de Greta Garbo, aquella del cigarrillo. De repente, en medio de la oscuridad: la luz y Charo López. ¿Cómo quieres que me quede? ¡Pues como con Nico! Cuando me pasan estas cosas me sale la veta esta, adolescente, y quedo muy bien.
—Esa imagen que sólo la va a tener usted en la Historia de la humanidad.
—Otra: Sancho Gracia con el Festival de Peñíscola. Nos vamos a cenar juntos. Me dice: «Yo tengo que conocerte, porque tu padre y yo hemos sido estibadores, y los que somos estibadores…». Y me contó toda su historia de Montevideo. Pasé media noche con Sancho Gracia. ¡El puto tupé! ¡Las patillas como Elvis! ¡El puto amo, Sancho Gracia!
—Felipe, como dice alguien en el libro, ¿»el Loco es un plomo trabajando»?
—FC: Sí, fue una frase que me dijo Gay Mercader y que decidí dejar en el libro porque, en efecto, lo es. Aunque a veces pueda parecer que se pierda en su mundo y se despiste, el Loco es un auténtico control freak que no deja escapar nada de lo que sucede a su alrededor, insiste todo lo que es necesario para conseguir lo que quiere y en ocasiones gana las batallas simplemente por agotamiento del contendiente. Aunque en un primer momento pensé que esto podría suponer un problema para llevar el libro a buen puerto, terminó siendo todo lo contrario, porque lejos de traducirlo en un intento de control sobre el texto para lo que sirvió fue para revisar hasta la extenuación cualquier detalle que necesitara, por ínfimo que pudiera parecer. Me ayudó mucho, porque este libro me suponía un notable cambio en mi forma de trabajar, porque el Loco, como te puedes imaginar, ha estado presente en mi vida desde siempre…
—Pobre. (nos reímos)
—FC: Creo que el primer recuerdo que tengo de él fue escuchar «Esto no es Hawaii» en el programa de Ordovás, cuando no era más que un crío. Y luego estuvo en La bola de cristal, y sus continuas apariciones en la tele, y los primeros discos y conciertos de adolescente… Como historiador que soy, he pasado toda la vida estudiando cosas del pasado, y de repente tenía la oportunidad de contar una historia que he vivido prácticamente en primera persona, confrontando sus recuerdos con los míos, revisando sus entrevistas mientras recordaba lo que me sugirieron cuando las leí o escuché en su día… Algo que me ha resultado muy interesante, porque nunca ha sido el Loco persona acomodaticia, y recuerdo tanto momentos en los que lo que decía o hacía me parecía estupendo como otros en los que me entraban ganas de abofetearlo. Cosas que pasan con la gente que dice lo que piensa sin importarle agradar o no a quien le escuche: desde luego, es algo que no me hubiera podido suceder escribiendo una biografía de Mecano. Y mientras hacíamos esta revisión de tantos ajetreos del pasado podía ver también un elemento flipante, verle moverse en su día a día. No ver como un espectador el resultado, los discos o los conciertos, sino entender qué los envuelve, qué le lleva a ellos. Y sí, volviendo a tu pregunta inicial, Josu García, guitarrista y productor del Loco, fue una de las primeras personas con las que hablé para el libro y me dijo una frase que no olvidé: “Tú ten en cuenta que el amigo vuelve de correr de la playa a las nueve de la mañana, y ahí empieza la batalla”. Pensé que era una exageración o uno más de tantos elementos épicos que rodean la vida del Loco, pero no, era la realidad. Ha sido muy interesante ver en primera persona la mecánica de un proceso en el que hay elementos de inspiración, elementos de búsqueda y elementos artísticos, pero también cómo poder llevarlos a la práctica con criterios materiales, muchas veces prácticamente de empresa. Es una mecánica imparable que solo se mantiene con un ritmo de trabajo tan continuo que te agota hasta el mero hecho de verlo…
—Dando refuerzos positivos a todo el mundo para que trabaje, para que se lo crea. En el mundo de la música, donde los egos… No voy a decir el nombre de la persona pero una vez fui telonero de un grupo, en aquel momento, de moda. Llegué al escenario y vi que había unas cruces en el suelo. Pregunté qué eran. «Es que este señor, cuando sale, pone esas marcas para que los músicos no pasen de ahí». Entonces yo dije: «Aquí va a ser lo contrario». Aquí la gente sale al escenario a luchar por su sitio.
—Por esa chulería contrata a Igor Paskual, su guitarrista.
—Salió al escenario y dijo: «He venido aquí a follarme a la hija de Aznar y a todas vuestras hijas, hijos de pu…» (nos reímos). No sé qué barbaridades dijo, pero pensé: «Ah, mira, qué bueno, como yo en el Rockola». Entonces se me ocurrió decir: «Dedicado a la memoria de Eddie Cochran y Sid Vicious».
—La última pregunta es muy sencilla: ¿qué sintió al ver Aloha from Hawaii (Elvis Presley, 1973) por primera vez, cuando era un chiquillo?
—El tema es muy sencillo. ¿Por qué razón mi padre me lleva a ver 2001: Odisea del espacio al Cinerama? No lo sé. ¿Por qué razón antes de la peli ponen trailers de una peli que se llama Elvis: That’s the Way It Is? Casualmente coincide con este concierto vía satélite. Elvis. Todo a la vez. Llegué a pensar que Elvis era un astronauta.
—Se le olvida un factor en esa ecuación: el primer corte que suena en Aloha From Hawaii es Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, y banda sonora de 2001.
—¡Otro Luis Alberto (de Cuenca) psicoanalizándome!
—En este pueblo hay verdadera devoción por Luis Alberto de Cuenca.
—Lo has clavado.
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