Afirma Pierre Grimal en su Diccionario de mitología griega y romana que ninguna leyenda, ningún dios, ningún héroe, ningún acontecimiento mitológico está relacionado con la isla de Hydra. Pierre Grimal poco sabía de los dioses y los héroes mortales, algunos de los cuales se mueven por el mundo disfrazados de hombres que habitan las islas, los barcos y los libros antes de desaparecer en el mar.
La ausencia de pozos de agua dulce en Hydra (a pesar de su nombre) y su quebrado perfil interior hicieron que durante siglos permaneciera solitaria dividiendo las corrientes del Egeo entre los golfos Sarónico y Argólico. Su suerte cambió cuando aparecieron, a principios del Dieciocho, los astilleros navales de Mandraki donde se construían resistentes sachtouris y latinadikos que navegaban veloces cargados de mercancías rumbo a Constantinopla. En poco tiempo, el minúsculo puerto se convirtió en una estratégica base comercial con más de cincuenta navíos inventariados al mismo tiempo en su rada. Con la presencia del imperio otomano en el Mediterráneo, los pasos naturales de los Dardanelos y el Bósforo se cerraron para los griegos y el importante comercio de trigo de las grandes llanuras quedó bloqueado a la circulación marítima no otomana. Por suerte, el monstruo ruso terminó firmando un acuerdo con los emperadores y de esta manera los hidriotas pudieron recuperar sus rutas comerciales navegando en adelante bajo pabellón ruso con su rico cargamento de trigo para la harina del pan de la madre Rusia, así como para moldear la pasta italiana, desembarcando el dorado cargamento en los puertos de Ancona y Livorno.
«¡Oreo, Hydra!», exclama, sonriendo, el capitán del ferry al entregarme el billete.
He dejado el coche en un parking cercano al puerto de Jeli, uno de los más bellos y exclusivos puntos del Peloponeso, desde donde se puede cruzar a la isla sin apenas turistas, que suelen hacerlo desde El Pireo. Sin embargo, Porto Jeli no es solo una escala sino un destino elegante y tranquilo, residencia desde 2013, y tras cuarenta largos años de exilio, de Constantino y Ana María, últimos gobernantes de la casa real griega, hermano y cuñada de nuestra reina Sofía.
Situado en las cercanías de los sitios arqueológicos de Micenas, Tirinto y Epidauro que visitaré a mi regreso de la isla, Porto Jeli está construido a las orillas de un puerto natural cerca de las ruinas de la antigua ciudad de Αλιείς, Halias. En los años 50 del pasado siglo, este lugar y las cercanas islas de Poros e Hydra fueron los destinos elegidos por intelectuales, aristócratas y artistas, en un ajetreado ir y venir a las villas de la zona, entre ellas la mansión de Ghyka, por donde pasaron Margot Fonteyn y su marido, el embajador de Panamá en Londres, la actriz y amiga del pintor, Ann Todd, Maurice Bowra, vicerrector de la Universidad de Oxford y experto en poesía, Cyril Connolly, escritor y crítico del Sunday Times, el pintor John Craxton y algunos de sus jóvenes amantes, el excéntrico Lord Kinross y la singular Anna Fleming, la aristócrata esposa del creador de James Bond, íntima amiga de Paddy.
El espejo del puerto desprende reflejos en el agua tranquila que chapalea en los cascos de los veleros. Aún tengo una hora hasta la salida de mi ferry, que no es uno de esos modernos hidroalas o flying dolphins sino que es pequeño, de chapa metálica abierta en la popa y asientos de madera, capitaneado por Giorgos, un griego afable que viste camisa abierta, pantalones remangados y gorra azul, y espera a sus clientes fumando su pipa como si el tiempo fuese algo ajeno al mundo que habita, a la sombra de un toldillo despintado por el sol.
Me siento en una mesa del puerto junto a la orilla con la isla en el horizonte cercano y pido una botella de retsina, que me sirven junto a unas aceitunas negras y brillantes. El vino helado humedece el cristal de la copa, y la brisa mece los veleros cuyos mástiles campanean alegremente. ¡Oreo Hydra!
Paddy y Joan llegaron a este lugar en el verano del 54 después de uno de los inviernos más desoladores de la vida de Fermor, que se había visto obligado a recoger el baúl de sus pertenencias de la casa de su amiga Mary Hutchinson, en Charlotte Street, porque ésta había decidido venderla; un lugar entrañable para el viajero, pues había sido durante años el único anclaje firme en su agitada vida. Aquella noche y durante una semana durmió junto a su baúl en el Traveller’s Club sintiéndose tremendamente solo. Ni siquiera los libros (por entonces leía Las riberas salvajes del amor, de Lesley Branch y el extraño Petrus Borel de Starkie) podían consolarlo. Pocas semanas después, su padre, muy enfermo desde hacía meses, moría. “Me siento miserable porque no he sido capaz de albergar ningún sentimiento profundo hacia él”, confesaba Paddy en una oscura carta a su amiga Diana.
Por eso cuando Ghika, por entonces el pintor más famoso de Grecia, les ofreció su casa de Hydra para que pudieran instalarse y vivir en ella todo el tiempo que quisieran, Paddy y Joan lo aceptaron como si este ofrecimiento fuese un regalo de los dioses.
“Es un magnífico espacio vacío construido sobre una ladera rocosa llena de cactus, entre olivos, almendros e higueras. Los muros son gruesos y los techos de madera, todo está lleno de encanto. Su único inconveniente es que está a diez minutos del mar, eso cuando se hace el camino de bajada, porque cuando hacemos el de subida entonces son quince o veinte, y por una cuesta muy empinada”.
La casa había sido una antigua vivienda de marineros construida tres siglos atrás y restaurada por el pintor para ser el lugar de descanso familiar. Emplazada sobre un terreno escarpado, se extendía como un palacio cretense sobre nueve terrazas de rocas “en una excéntrica orografía” que a Paddy le hacía sentir como si habitase uno de aquellos paisajes cubistas pintados por su amigo. Desde aquella laberíntica atalaya encalada, el viajero contemplaba a lo lejos el mar, que “nunca se desvanece al alejarse sino todo lo contrario, se yergue frente a ti de súbito y su intensidad es exactamente la misma en el horizonte que en la orilla”.
El ferry se acerca lentamente a puerto Hydra. Resguardada al fondo de una bahía que no se descubre más que en el último momento, la ciudad se escalona en anfiteatro alrededor de la ensenada y aparece resplandeciente y ordenada ante los ojos entornados del viajero, protegida en la entrada del puerto por cañones defensivos que delatan el importante papel que este lugar jugó en la guerra de la independencia griega.
Excepto los camiones de basura, los vehículos no están permitidos en la isla, que deja la mayoría del transporte público a los famosos burros y los taxis acuáticos. La zona habitada es una almendra limpia y brillante de calles empinadas con casas encaladas de puertas y ventanas azules y es tan compacta que la mayoría de la gente pasea por todas partes, como por una Venecia en miniatura.
Dejo el equipaje y el libro en mi pequeña habitación del Sidra, un coqueto hotelito del centro, reservo mesa para cenar en Lulu’s Taverna, y emprendo el camino fermoriano a Kamini. Las buganvillas de un intenso tinte magenta se enredan, caprichosas, en cada trozo de muro que encuentran, y el sonido de los cencerros de las ovejas que me miran, impasibles, al pasar, así como el lejano cacareo de los gallos a pesar de la tardía hora, me acompañan en el acenso. He comprado en una tienda higos, almendras, pan dulce y una botella de retsina bien fría. Tengo una cita para almorzar con Paddy allá arriba.
Pero allá arriba no hay nada, solo ruinas. El arranque de algunos muros, un par de débiles arcos de medio punto y una zona de terreno alejada y vallada con varios burros que me miran, curiosos, mientras pastan a la sombra de los numerosos perales. Cuando la casa ardió, ni Ghyka ni Paddy quisieron volver a contemplar los restos, solo el pintor Craxton se acercó con una cámara y una libreta para anotar los estragos como un canto último, esperanzado, a aquella mansión de felicidad:
“Frente a las cenizas y los restos carbonizados de pinturas, libros, hermosos trajes, manteles, muebles de maderas torneadas, vasos de fino cristal hechos añicos, me he dado cuenta de que lo único verdaderamente importante son las personas. “People can make houses but houses cannot make people”.
La casa de Hydra tenía 40 habitaciones, algunas de ellas «mazmorras geniales» enterradas en la ladera, otras tan grandes como «el salón de un transatlántico». Cuando Paddy y Joan dejaron la casa, Ghyka y su segunda esposa decidieron convertirla en su luna de miel: organizaban fiestas en el más puro estilo Gran Gatsby alternándolas con temporadas de dulce soledad o en compañía de sus amigos más allegados considerados casi de la familia: Paddy, Joan y John Craxton. Con este último, Ghyka decoró al fresco algunas de las más espaciosas estancias dándole a la casa un aire de elegante villa pompeyana.
Me siento en el arranque de uno de los muros y dispongo mi almuerzo sobre las piedras. Leigh Fermor nunca contempló estas ruinas, pero sí miró mil veces el sol, estos campos y el mar allá en la lejanía que certifica, como un notario de Dios, que efectivamente no se extiende, sino que se levanta hacia el cielo dorado imitando el fondo de esos iconos bizantinos que Paddy tanto admiraba.
En el camino de bajada, incrustada en un recoveco de la terraza inferior encuentro, intacta, una puerta de madera azul como un acceso secundario a la casa. Imagino a Paddy esperando aquí sentado, a última hora de la tarde tras el baño y los varios “medios kilos” del inevitable retsina, a que Joan se olvidase del reloj y del enfado y le dejase entrar.
La playa más cercana es la de Kamini, y allí me dirijo porque sin duda es, de todas las de la isla, la más fermoriana. Se encuentra cerca de la casa, a medio camino entre la pedregosa Vlikos y la ciudad, y es una playa pequeña y de arenas brillantes, en cuyas aguas se baña un pueblecito pesquero con barquitas de colores secándose al sol, salpicado de tabernas. La piel sudorosa y acalorada agradece el baño fresco y la siesta sobre las piedras cálidas, arrullada por el sonido cantarín de la lengua griega, el olor a pescado y el crepitar de las brasas. En este lugar el tiempo se ha detenido, y puedo imaginar sin dificultad las risas de los amigos, la felicidad de Paddy, la compañía, la literatura y el amor que fueron invitados de honor en esta isla. Y tal vez por eso, Ghika, que ya era un pintor de renombre y fama internacionales, dejó a su primera esposa para casarse con una mujer inglesa de la que se enamoró locamente y que trajo a vivir aquí, en 1961. Esa mujer no era otra que Barbara Hutchinson, casada con el biólogo y diputado británico Victor Rothschild en primer lugar, y después con Rex Warner, quien, tras divorciarse de Barbara, se volvió a casar con su primera mujer. Los actores de estas complejas danzas amatorias tomaron los cambios con mejor espíritu que el ama de llaves de Ghika en Hydra. Esta mujer, como salida de una novela de Daphne du Maurier, fiel a la primera señora Ghika e incapaz de aceptar a su nueva señora, quemó la casa. O al menos, esa es la versión oficiosa que me contaron los lugareños a la altura de la tercera botella de retsina.
Cae el sol sobre la isla y se me ha hecho tarde para volver al hotel, así que camino despacio hacia la taberna de Lulu’s, que no me deja elegir, trayéndome una hermosa fuente de barro con un guiso de pescado fresco en salsa de tomate y cebolla al horno y una copa de vino homérico, espeso y negro como el mar. El cielo oscuro recorta el trazado zigzagueante de las calles iluminadas ahora con tenues bombillas enredadas en los árboles. En la penumbra distingo la sombra de un desconocido con un sombrero que me sonríe a lo lejos y desaparece calle arriba. Brilla el salitre seco del mar en mi piel y en el pelo, que todavía húmedo, gotea sobre los hombros mojando los tirantes del vestido blanco. Entonces, sin saber por qué, siento una inesperada tristeza.
Regreso sola al hotel, aunque esa noche no quisiera estar sola. Me acuesto temprano pensando en que tengo que madrugar para llegar a tiempo al Ferry de Giorgos, leo un fragmento de Mani y me quedo dormida. Supongo que el libro resbaló y cayó en un lugar, entre la cama y la pared, que no supe ver por la mañana. Duermo mal; sueño a trozos con bibliotecas ardiendo y héroes alejándose de la orilla y me despierto apenada, como si una princesa feacia me hubiese prestado la memoria.
En el trayecto de vuelta, protegida del frio de la mañana con un chal de algodón, recuerdo las palabras de Joan escritas a Paddy con tono de Penélope enamorada:
“No te pongas melancólico ni te deprimas. […] Piensa en lo que yo te quiero. La otra noche, cuando te dejé, me sentía furiosa y desdichada, pues hace siglos que no nos vemos a solas y como es debido. Pero luego pienso que es como voy a sentirme hasta que esté terminado el libro […] Esta mañana me pareciste tan dulce que en estos momentos soy una mujer desesperadamente adicta a ti”.
Miro el rastro de espuma de la popa que señala el camino efímero de esta viajera y pienso que es una lástima que todas las palabras de amor escondidas, borradas u olvidadas “por el bien de todos” de las Nausícaas, Calipsos y Circes que en el mundo han sido terminen desvinculadas del héroe, perdidas para siempre como lágrimas en la lluvia.
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Capítulo I: Atenas. Una habitación con vistas
Capítulo II: Tabernas, amigos y una princesa
Capítulo III: Atenas era una fiesta
Capítulo IV: El canal de Corinto y la muerte de Lord Byron
Capítulo V: Historia de unas pantuflas por el camino de Teseo
Capítulo VI: ¡Galatas, Lemonodassos!
Capítulo VII: El equipaje del viajero y la isla de Hydra
Próxima semana: Epidauro: serpientes, oraciones y teatro
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