Gran Hotel Europa
Todavía no ha terminado el mes de marzo y ni siquiera ha dado comienzo eso que damos en llamar temporada alta. No termina de acompañar del todo el clima —la primavera aún se deja ver con timidez, como si no quisiera exhibirse con arrogancia antes de tiempo y reservara sus fulgores más coloridos para los momentos álgidos del trimestre durante el cual reinará en esta parte del mundo— y tampoco es tiempo de vacaciones escolares, lo que a priori dificulta que las familias elijan estas semanas del calendario como fechas propicias para su asueto. Hace tiempo leí a alguien cuyo nombre no recuerdo explicar que la recurrente desestacionalización del turismo no sólo no es una buena idea, sino que puede acarrear consecuencias nefastas: al mantener el trasiego de visitantes condensado en una determinada época del año, se permitía que los lugares susceptibles de recibir un número elevado descansasen y se recompusiesen en los periodos huérfanos de turistas; al fomentar la presencia —y aun la acumulación— de éstos a lo largo de los doce meses, se impide que las ciudades, los paisajes, las regiones, los monumentos o los jardines, gocen de ese lapso que necesitarían para recogerse, reconfortarse y reconocerse en su propia mirada. No es sólo el desgaste obvio que el ir y venir constante provoca en las aceras o las calzadas, en el interior de los edificios o en los senderos de los parques; también los rasgos culturales más idiosincráticos se ven amenazados o directamente condenados a la extinción —desde hace años es muy difícil encontrar en el centro de Madrid un lugar donde tomar con tranquilidad un café al modo tradicional; en Barcelona, me temo, resulta directamente imposible— en aras de usos y costumbres ajenos que ni siquiera persiguen el arraigo, sino verse complacidos durante el breve tiempo que pasan en una tierra que no es la suya y por la que pretenden pasar —o pretendemos que pasen— igual que si lo fuera. El fenómeno es universal y afecta a todo el mundo o, como mínimo, al conjunto de Europa. Lo comprobé el mes pasado en Atenas y vuelvo a constatarlo ahora que ando por Italia. Lo he visto en Florencia —con las colas eternas que impedían entrar a la catedral de Santa Maria dei Fiori y convertían en un suplicio tanto el ingreso en la Galleria dell’Accademia o en la de los Uffizi como el disfrute de las obras que se mostraban en su interior— y vuelvo a verlo ahora en Roma, donde en la taquilla de Villa Borghese me dicen que no quedan entradas hasta el próximo martes —y me digo que resulta estadísticamente imposible que existan a lo largo y ancho del mundo tantas personas interesadas en el arte del Renacimiento como para agotar las entradas de un museo durante cinco días; y que, en caso de haberlas, resulta altamente improbable que se hayan puesto de acuerdo para presentarse todas ellas aquí en las mismas fechas en las que estoy yo— y el Coliseo o la Fontana di Trevi parecen centros comerciales en época de rebajas. Me consolaría si se apreciara un interés real o una emoción sincera, pero casi todo se va en posados ante la cámara del móvil, miradas distraídas y andares tan precipitados que sólo puedo deducir que pretenden más pasar por Roma que abrir puertas a la menor posibilidad de que sea Roma la que pase por ellos. Ese trajín incesante ha terminado por ahogar —aunque algún resquicio quede aún para el remanso— a la ciudad entera, que ha comenzado a acomodarse a las exigencias de sus huéspedes y ha dispuesto su centro en torno a ellos, convirtiéndolos en objetivo y no en mera circunstancia e incurriendo así en el pecado original de la nueva religión global del turismo de masas: cuando se vuelve fin lo que no es más que una utilidad, se hace ilegible y hasta inútil aquello que nos define, lo que explicó lo que éramos antes de que pretendiéramos que otros nos impongan lo que somos.
Ellos volvieron
No es alegre la historia del barrio judío. Fue uno de los primeros guetos de los que se tiene noticia —se construyó en 1555, cuando el Papa Pablo VI revocó los derechos de la población hebrea en la ciudad— y mantuvo más o menos sus restricciones, porque hubo épocas más severas que otras, hasta que en 1870 la anexión de Roma al resto de Italia hizo que los derechos de la población adscrita a la cultura judaica se equiparasen a los de todos los ciudadanos. Casi dos décadas después, una parte fue demolida para abrir nuevas calles que imprimiesen aires frescos a esa zona de la ciudad, y a principios del siglo pasado se levantó la gran sinagoga cuya cúpula configura hoy uno de los puntos más reconocibles de la vieja urbe en las vertientes en que asoma al Tíber. Con todo, la página más negra se escribió en octubre de 1943, cuando los nazis realizaron una gran redada que terminó con un millar de vecinos deportados y trasladados al campo de concentración de Auschwitz. Los nombres de las víctimas —sólo sobrevivieron dieciséis— se habría diluido en los vaivenes de la historia si no permanecieran inscritos en pequeñas placas doradas que, a modo de adoquines, se incrustan en el suelo frente a los portales donde residieron, los mismos de los que se las llevaron. Sólo hay que detenerse a leer algunas de ellas para tomar exacta conciencia de que aquello fue una escabechina: en la gran mayoría de los casos, entre la fecha de la detención —o cabría decir, más bien, secuestro— y la de su captura, no llegó a transcurrir ni un mes. Voy encontrándolos al paso en mis merodeos al Trastevere o la Isla Tiberina y también en el paseo vespertino, casi nocturno ya, con que doy cumplimiento a una de las recomendaciones que me hizo el profesor Arístides Mínguez, experto en todo cuanto tenga que ver con Roma y lo romano. En la taberna que me aconsejó visitar cocinan durante este mes una alcachofa verdaderamente sabrosa que presentan bien en soledad o bien como condimento en varias recetas de pasta que sirven en una terraza cuyas mesas dan a un lateral del Pórtico de Octavia. No es el único restaurante que hay en la zona: por toda la calle se alinean establecimientos que llevan la impronta judía en sus nombres y cuyas cartas rinden tributo culinario a su vieja raíz hebrea. No se resignaron a la vileza con que se los expulsó de su casa en aquel frío octubre en que los delirios grandilocuentes que se fundamentaban en la pureza de las razas y la inviolabilidad de las banderas los abocaron a la huida o al exterminio. Cuando la locura terminó, ellos volvieron.
La muerte en la calzada
Se ha quedado Roma sin una de sus estampas icónicas, aquélla que mostraba a un guardia municipal ordenando estoicamente el tráfico endiablado de la Piazza Venezia, il Pizzardone, pero no ha perdido esa vocación que convierte a los coches y las motos en protagonistas absolutos de un paisaje urbano del que se enseñorean y al que dominan con insolente arrogancia. Da igual por dónde camine uno: antes o después se ve abocado a hacerse precipitadamente a un lado para evitar que la irrupción sorpresiva de un vehículo lo lleve directo al hospital. Tampoco importa que la calle esté atestada de gente: siempre habrá un automovilista aguerrido dispuesto a disolver la multitud con el rugido de su motor. Ni siquiera se toca el claxon o se dan intermitentes, todo el mundo asume que los coches tienen sus derechos y que bajo ningún concepto se pueden ver éstos supeditados a los de las personas. Es tan recurrente el asunto del tráfico que Enric González lo cita repetidamente en el hermoso libro que escribió sobre esta ciudad y hasta Rafael Alberti le dedicó versos jocosos y memorables —«…mira a diestra, a siniestra, al vigilante…»— en el primero de los libros que escribió cuando vive aquí. Uno se acostumbra con el paso de los días: sabe que la única norma es que no hay normas y que a la hora de cruzar la calle hay que tirar de atrevimiento y lanzarse a la calzada confiando en la piedad o el civismo de unos conductores que no concederán la menor ventaja hasta que el peatón muestre amplias dosis de valentía. Se cobra así conciencia de la fugacidad de la vida al mismo tiempo que se aprecia mejor lo que se observa —una iglesia, un palacio, una plaza, un atardecer sobre el Tíber, quizá sea lo último que vean nuestros ojos— y se concluye, como no puede ser de otra manera, que esta ciudad es generosa: te brinda el regalo de su belleza irrefutable y sólo exige que a cambio asumas que puedes morir en cualquier paso de peatones.
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