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Lo que queda de luz, de Tessa Hadley - Zenda
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Lo que queda de luz, de Tessa Hadley

La voz delicada y poderosa de Tessa Hadley se adentra en las intrincadas y quebradizas redes que sostienen la amistad y el matrimonio, retratando con exquisita sutileza la personalidad de cada uno de los personajes y desen­volviéndose magistralmente entre el presente y el pasado. Con sabiduría y elegancia, Lo que queda de luz nos revela cómo ciertas...

La voz delicada y poderosa de Tessa Hadley se adentra en las intrincadas y quebradizas redes que sostienen la amistad y el matrimonio, retratando con exquisita sutileza la personalidad de cada uno de los personajes y desen­volviéndose magistralmente entre el presente y el pasado. Con sabiduría y elegancia, Lo que queda de luz nos revela cómo ciertas decisiones que creíamos haber adoptado con profunda convicción son en realidad fruto de un orden que el azar ha ido tejiendo silenciosamente frente a nuestros ojos, que miraban sin ver.

Zenda adelanta las primeras páginas de Lo que queda de luz (Sexto Piso).

***

UNO

Escuchaban música cuando sonó el teléfono. Eran las nueve de una noche de verano, habían terminado de cenar y Christine atendía con concentración, sentada sobre sus pies en la butaca; reconocía la música, pero no recordaba el nombre del compositor. Alex había elegido la pieza sin consultarla y Christine se negaba obstinadamente a preguntárselo: a Alex le gustaba demasiado saber lo que ella no sabía. Estaba echado en el sofá del ventanal con un libro abierto en la mano, sin leer, el libro caído sobre el pecho porque en realidad miraba el cielo. Su piso ocupaba la primera planta del edificio y la ventana de la sala daba a una calle amplia, flanqueada por plátanos. De pronto, unos periquitos pasaron volando desde el parque y la oscuridad purpúrea del haya roja llameó en el cielo turquesa, tragándose lo que quedaba de luz. En una rama, Christine vio el perfil de un mirlo con el pico abierto. Probablemente cantaba, pero la música grabada sofocaba sus trinos.

Era el teléfono fijo. Christine tuvo que abstraerse de la música, levantarse y mirar a su alrededor para ver dónde habrían dejado el aparato la última vez; seguramente cerca, entre los montones de libros y papeles. ¿O en la cocina, con los platos sucios? Alex hizo oídos sordos, o sólo demostró percatarse de la molestia por un pequeño gesto de irritación en su cara, siempre con esa expresividad líquida, exótica, porque tenía unos ojos oscuros y perfilados como si estuvieran pintados. El efecto era más notable con los años a medida que su cabello, antes cobrizo, perdía color y luminosidad.

Probablemente sería su madre, y no la de Alex; o quizá fuese su hija Isobel, y Christine quería hablar con ella. Abandonó la idea de encontrar el teléfono y, sin molestarse en ponerse sus alpargatas, corrió descalza escalera arriba, subiendo los peldaños de dos en dos –aún podía hacerlo– para responder desde el supletorio de su habitación. En la sala de abajo, la música –Schubert, o algo así– siguió sin ella, y mientras se desplomaba sobre un lado de la cama y respondía jadeante, oyó una vertiginosa sucesión de notas descendentes. Aquel dormitorio que habían construido bajo los afilados ángulos del tejado conservaba el calor del día y toda una serie de olores: el humo del tráfico, la madreselva del jardín vecino, la alfombra polvorienta, libros, su perfume y su crema facial, el tenue olor corporal de las sábanas. Las litografías, las fotografías y los dibujos de las paredes (en algunos casos, su propia obra) habían desaparecido en la penumbra y sólo se adivinaba su contorno enmarcado en la pintura blanca. Ahora sí pudo oír el mirlo por el tragaluz abierto.

Dulzura.

–¿Sí?

Siguió una confusión de ruidos en el otro extremo de la línea, como si la llamada procediera de un espacio público, tal vez una estación, desde donde resultara difícil hablar. Alguien preguntaba por ella.

–¿Me oyes?

–¿Eres tú, Lyd? –Christine notó que esbozaba una sonrisa amable, sociable, aunque nadie pudiese verla, y se sentó en la cama con las rodillas juntas. Le pareció que Lydia había estado bebiendo, lo que tampoco se salía de lo normal. Tenía la voz pastosa y pronunciaba mal, como si algo estuviese descolocado–. ¿Qué pasa?

–Estoy en el hospital –gritó Lydia–. Ha ocurrido algo.

–¿Qué ha pasado?

–Es Zachary. Se ha puesto enfermo en el trabajo.

La habitación se estremeció, se alteró su quietud y unas motas de polvo bajaron en espiral desde el techo. Zachary era invulnerable. Era una roca, nunca enfermaba. No, no algo tan inerte como una roca: un gigante alegre y rebosante de energía. Christine dijo que llamaría a un taxi de inmediato y tardaría media hora, como mucho, en llegar.

–¿Qué hospital? ¿En qué planta? ¿Qué le pasa?

–Es el corazón.

–¿Ha tenido un infarto?

–No lo saben, pero creen que es el corazón. Estaba perfectamente bien en su despacho de la galería, hablando con Jane Ogden sobre una nueva exposición, cuando de pronto se ha desplomado. Se ha dado un golpe con la mesa y todo ha salido volando. Puede que se haya golpeado la cabeza.

–¿Y qué le van a hacer? ¿Van a operarlo?

–¿Por qué no me escuchas, Christine? Ya te lo he dicho, ha muerto.

***

Christine iba a decírselo a Alex cuando se detuvo ante la puerta abierta de su estudio, donde los contornos de su obra la esperaban fielmente en la penumbra: botes de tinta, retorcidos tubos de pintura, la tetera de porcelana china con sus rotuladores y pinceles, el corcho donde había clavado postales y fotografías arrancadas de revistas, plumas, trapos manchados, viejos pedazos de plástico. Unas hojas cremosas de papel grueso la aguardaban en la mesa; había lienzos imprimados apoyados contra la pared y obras inacabadas en el caballete, o clavadas en tablones. Todas las mañanas entraba en aquel escenario como si de una ceremonia religiosa se tratara y seguía pequeños rituales que nunca le había mencionado a nadie. Últimamente su mayor deseo era trabajar allí, de pie ante el caballete o con la cabeza y los hombros inclinados sobre un papel en la mesa, concentrada, ensimismada en su imitación de formas, en sus invenciones. Ahora, sin embargo, la idea de esta obra, el punto fijo que la guiaba, le repugnó. Le pareció fraudulenta, el proyecto bochornoso de su propia vanidad, y cerró rápidamente la puerta. Luego volvió a abrirla; al otro lado había una llave que usaba para encerrarse cuando no quería que la interrumpiesen. La cogió, cerró el estudio por fuera y se guardó la llave en el bolsillo de los vaqueros.

La música seguía sonando en la sala.

–¿Era tu madre? –preguntó Alex.

Christine tenía el corazón desbocado y no sabía si podría hablar. Era espantoso tener que destrozar con aquella noticia la felicidad de Alex, que estaba recostado despreocupadamente, o al menos no más preocupado de lo habitual, en los cojines del sofá.

–Era Lydia.

–¿Qué quería?

–Alex, tengo que decirte algo. Zachary ha sufrido un infarto. Parece que ha sido un infarto.

–No.

–Ha muerto. Se ha ido.

Por un momento Alex mostró una conmoción cruda e intensa que resaltó el escarlata de los cojines.

–No puede ser. No.

Alex solía mostrarse sereno e inmune a todo; tenía una energía compacta y elástica, una mandíbula pugnaz y afilada, y la cabeza alerta, sensual como la de un emperador.

–Lydia me ha llamado del hospital, está en el Universitario. Voy para allá. He llamado a un taxi.

Alex se levantó en la habitación en penumbra y el libro se le cayó al suelo.

–No puede ser verdad. ¿Qué ha pasado?

–Estaba junto a su mesa del despacho en la galería, hablaba con Jane Ogden y se encontraba perfectamente bien cuando de pronto se ha derrumbado; puede que se haya golpeado la cabeza al caer. Hannah ha intentado reanimarlo, los de emergencias lo han intentado todo. Cuando ha llegado al hospital ya había muerto. Jane ha tenido que llamar a Lydia, que estaba de compras.

–¿A qué hora ha pasado?

Christine no estaba segura; a última hora de la tarde o a primera de la noche.

–Es increíble –dijo Alex–. No, no puede ser. Lo vi el fin de semana y estaba bien.

–Lo sé. Parece imposible.

Cuando Christine hizo ademán de apagar la música, él le dijo que esperase, que casi había terminado.

–Deja que acabe.

Alex posó las manos en sus hombros para detenerla, para consolarla. La tocó con calidez, pero ella no se permitió sentirlo. Se quedaron frente a frente. Alex era robusto, de estatura media; probablemente ella le superaba en un par de centímetros, aunque él nunca se lo había creído. Al principio, Christine se impacientó.

–Tengo prisa, no sé si Lydia está sola en el hospital.

–El taxi no ha llegado aún. Escucha.

Parecía artificial y forzado esperar a que terminase la música. Christine iba acelerada y era incapaz de escuchar, aborrecía su ofrenda de complejidad y belleza. Pero luego empezó a ceder bajo el firme peso de las manos de Alex, del violín, el piano y el violonchelo que se precipitaban a su final. Liberaron algo que se había obstruido en su interior. Reparó en que se abrazaba el torso como si estuviera protegiéndose, o cerrándose, y agradeció que las lámparas siguieran apagadas. Se abrazaron. Alex, de llanto fácil, tenía lágrimas en la cara. Poseía un don para las ceremonias del que ella carecía; la abochornaban. Aquel momento se había vuelto ceremonial y la conciencia de Christine se acalló por fin, se detuvo. Por primera vez pensó directamente en Zachary, en la realidad de Zachary. Pero era insoportable.

–Deja que te acompañe al hospital –dijo Alex–. Te llevo.

Christine lo pensó.

–No, es mejor que vaya sola. Que primero estemos sólo las dos. La traeré aquí. Podrías hacerle la cama.

***

Se había imaginado corriendo arriba y abajo por los pasillos del hospital en busca de Lydia, que estaría velando el cadáver de Zach detrás de unas cortinas o que quizá esperaba en una sala reservada para los que acababan de perder a un ser querido. Pero en cuanto Christine cruzó las puertas acristaladas del centro hospitalario, Lydia se levantó de una de las sillas de plástico azul alineadas ante el mostrador de recepción, donde aguardaba sentada entre los demás. Su chaqueta de terciopelo azul cielo con cuello de falsa piel de leopardo le daba un aire de princesa contrariada, altiva y extraordinaria. Cuando Christine corrió a abrazarla, la gente se volvió para mirar. Solían tomar a Lydia por alguien famoso. Voluptuosa, con cabello ondulado color miel y el labio inferior henchido en un puchero permanente, dedicaba gran atención a su maquillaje y su ropa para conseguir aquel aspecto extravagante, sensual y teatral. Su piel pálida tenía un matiz azulado, como el de la leche desnatada.

–¿Dónde te habías metido? ¡Llevo esperando una eternidad!

–Sólo media hora. He tenido que llamar un taxi.

De pronto Christine comprendió que había estado temiendo aquel momento, imaginando que el golpe de la muerte de Zachary haría que Lydia se mostrara más dominante de lo habitual. Y sintió vergüenza y compasión, pues su amiga sólo parecía perdida y desorientada. Al abrazarla, la notó rígida, como si la hubiesen herido; sus manos cargadas de anillos estaban frías e inertes. Christine pensó que de ahora en adelante debería cuidar de ella, no fallarle.

–¡Me parece increíble que te hayan dejado aquí sola!

–Quería estar sola. Les he dicho a todos que se fueran. Además no aguanto a Jane Ogden. Era evidente que se moría de ganas de contarles a todos lo que había pasado, con ella como centro de atención, desde luego. He dicho que sólo os quería ver a ti y a Alex. ¿Dónde está Alex?

–Está en casa, haciéndote la cama.

—————————————

Autora: Tessa Hadley. Traductora: Magdalena Palmer. Título: Lo que queda de luz. Editorial: Sexto Piso. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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