Recordar a Fernando Fernán Gómez me ha resultado difícil; de hecho, la conexión, lo reconozco, es un tanto alambicada. Inicialmente pensé en utilizar un pasaje de su libro autobiográfico, El tiempo amarillo. Memorias (Capitán Swing), en uno de cuyos capítulos, Fernán Gómez recordaba lo que le sucedió en los exámenes de ingreso en la Universidad.
Se había enterado de que los tribunales estaban formados por dos profesores de letras y uno de ciencias, y en la imposibilidad de preparar bien todas las asignaturas decidió prescindir de algunas de las de ciencias, las de Ciencias naturales y Fisiología e Higiene, “Con que respondiese medio bien en Física, Química y Matemáticas –escribió– este profesor no podría ponerme mala nota”. Pero la jugada le salió mal porque su tribunal fue el único que estuvo formado por un solo profesor de letras (Joaquín de Entrambasaguas) y dos de ciencias. Y las preguntas de uno de estos versaron precisamente sobre las asignaturas de las que había prescindido. El resultado fue un cero en esa parte, mientras que a las preguntas del otro profesor de ciencias no respondió mal. Lo suficiente para que le aprobaran. Pero se enteró que Entrambasaguas le había propuesto para Premio Extraordinario, algo que su cero le impidió obtener. “Aquel azar de ser el único tribunal compuesto por dos profesores de ciencias y uno de letras quizás cambió mi destino”.
No tengo claro a qué se refería con eso de “cambió mi destino”. Pensando en ello, recordé otra anécdota que sucedió en una reunión en la que estuve presente. Tuve el privilegio, en la Real Academia Española, de formar parte de una comisión en la que también participaba Fernán Gómez; él tomó posesión de su sillón en la Academia en 2000 y yo lo hice en 2003. Allí yo no conocí al Fernán Gómez belicoso, malhumorado, del que tanto hablaron algunos. Todo lo contrario, era un hombre educado, algo silencioso, aunque no tanto como otro miembro de aquella (para mí) gloriosa comisión: el economista Luis Ángel Rojo. Pero vayamos a la anécdota.
En una de las sesiones de dicha comisión nos tocó revisar la entrada “pie” del diccionario. Y al leer una de las acepciones, que decía, más o menos (cito de memoria), “Extremidad inferior del hombre…”, yo dije: “Podríamos poner, Extremidad inferior de los humanos, o algo así”. Entonces otro de los miembros de la comisión, un sabio absoluto en su campo, exclamó: “Pero hombre quiere decir también mujer”. Y buscando confirmación, añadió: “¿No es verdad, Fernando?”. A lo que el bueno de Fernán Gómez respondió: “Sí, es verdad. Me lo explicaron de pequeño, pero nunca lo entendí”.
El porqué es fácil de adivinar. El lenguaje que recibimos es herencia del pasado, un fruto que brotó de las semillas que se sembraron entonces y que se regaron hasta consolidarse con las creencias, ideologías y dominaciones imperantes. Y aunque los idiomas van mutando en significados y enriqueciéndose con nuevos términos, no siempre pueden prescindir fácilmente de las herencias que se enquistaron en el habla y, sobre todo, en la literatura. Afortunadamente las ideologías cambian y con ellas muchas de nuestras percepciones, valores y sentimientos.
Así, por ejemplo, hace tiempo que a mí se me hace muy difícil utilizar “padres” para significar “padre y madre” y busco maneras de evitarlo. Existen casos en que es sencillo evitar el sesgo masculino (“ministro-ministra”, “juez-jueza”…), pero no ocurre lo mismo con otros términos. Tenemos un problema para el que, desgraciadamente, no siempre existe una solución simple. El denominado “lenguaje inclusivo” alivia el problema pero no lo resuelve pues es imposible —sin caer en el ridículo—– utilizarlo hasta sus últimos extremos. Arruinaría virtudes esenciales de los idiomas como son la belleza, el ritmo y la concreción.
Rebuscando en mi almacén de historiador de la ciencia, he tratado de encontrar ejemplos que pudieran sugerir cómo resolver el problema que, indudablemente, tenemos planteado. Cuando algunas ciencias alcanzaron una cierta madurez, se planteó la cuestión de ponerse de acuerdo en la nomenclatura. Así sucedió, por ejemplo, en el caso de la botánica durante el siglo XVIII. Si se solucionó fue gracias a la autoridad indiscutida del sueco Linneo, que introdujo una nomenclatura binomial, bien pensada pues además recurría al latín, idioma entonces reconocido internacionalmente.
Otro tanto sucedió en la química cuando Lavoisier, ayudado por unos pocos colegas, propuso una nueva nomenclatura con una base eminentemente racional y coherente con la nueva química. Y aunque utilizaba el francés, era fácilmente trasladable a otros idiomas, incluido el castellano. Y también podría recordar al químico sueco Berzelius que introdujo los símbolos para representar los elementos químicos; empleó la letra inicial del nombre del elemento en latín. Más complejo fueron otros casos, como los de encontrar nombre para algunas unidades internacionales de medida, en, por ejemplo, el campo de la electricidad.
Hoy ya no se producen acuerdos semejantes. Los términos que constantemente aparecen en ciencia obedecen a una especie de filosofía posmoderna, que da preferencia a los gustos individuales y al deseo de distinguirse. Los Linneo, Lavoisier, Berzelius o congresos internacionales para ponerse de acuerdo son, salvo algunas excepciones, recuerdos periclitados del pasado.
Y ahora, de nuevo vuelvo al problema de un lenguaje “neutro”, menos sesgado a la dominancia de una visión “masculina” del mundo. ¿Será posible solucionarlo honrando a la justicia entre sexos a la vez que al propio idioma? No lo sé, pero sí creo saber que no se resolverá a base de decretos, por mucho que estos puedan ser bienintencionados. Los idiomas no se construyen ni en los ministerios, ni en las Academias, se construyen sobre todo en la calle (también, obviamente en centros y disciplinas especializadas). Y también sé, como Fernán Gómez, que hay cosas que me enseñaron de pequeño pero que nunca entendí. Afortunadamente.
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Artículo publicado en El Cultural.
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