Foto de portada: Pedro Madueño
Cuando nuestros antepasados se hicieron sedentarios comenzaron a construir casas estables y edificios y construcciones que sirviesen para sus ritos ceremoniales. Con el nacimiento de las grandes civilizaciones —Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma— comenzaron a levantarse las grandes obras arquitectónicas. De las cavernas hemos pasado a Marina d’Or en un breve parpadeo. La arquitectura ha evolucionado de la funcionalidad más elemental a la suntuosidad más estéril, hasta llegar a una producción en serie de adosados elaborados con elementos de baja calidad. Con precisión, sabiduría y una buena dosis de ironía, Llàtzer Moix nos introduce con su ensayo, Palabra de Pritzker, en el Olimpo de la arquitectura, en el cual figuran los ganadores del premio más prestigioso de este arte. Son veintitrés conversaciones con las mujeres y los hombres que han cambiado nuestra forma de vida en los últimos años gracias a su visión y su inventiva. Desde 1979, este premio —que pudo haber llevado el nombre de Getty si el millonario hubiese querido rascarse el bolsillo— comenzó reconociendo el trabajo de los más admirados para pasar a dar voz a una nueva generación preocupada por la ecología, la sostenibilidad y el reciclaje.
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—A veces con las grandes construcciones arquitectónicas ocurre como la alta costura: que el público no llega a entender muy bien su finalidad. ¿Sigue siendo necesario en 2022 un premio como el Pritzker?
—Sí. Porque es un premio que pretende distinguir aquellas contribuciones arquitectónicas que, de alguna manera, mejoran la vida de los ciudadanos. Realmente, si tuviéramos que compararlo con la alta costura, pues lo probable es que tuvimos que admitir que la alta costura satisface los deseos de una parte de la población, pero entiendo que cuando se premia a determinada arquitectura con el Pritzker intentan destacar a aquellos profesionales que trabajan por el bien de la comunidad. Es cierto que hubo épocas en las cuales parecía que se premiaba a edificios más caprichosos, más singulares, espectaculares… pero la evolución de los últimos años del premio nos indica que se está primando más aquellas obras que realmente aportan cosas tangibles para el conjunto de la población.
—En el prólogo menciona tres etapas de los premios. Una primera, en la que se distingue a los clásicos; la segunda, en la cual se reconoce a los nuevos astros del star system; y una última, en la que priman nuevos conceptos: existenciales, históricos y hasta poéticos. ¿La cuarta está centrada en la sostenibilidad?
—Un premio de arquitectura, como cualquier otra actividad que aspira a sobrevivir, a prolongarse en el tiempo, es deudor de los tiempos que corren en cada momento. Esa primera etapa que reconoce a los clásicos vivos se explica por la necesidad que tiene un premio nuevo de prestigiarse asociándose a los valores indiscutibles ya consolidados. La segunda coincide con un periodo de bonanza económica, de grandes expectativas para muchas ciudades, que se concreta en la escultura tan espectacular de los arquitectos estrella, los cuales, en ocasiones, sí que ofrecen productos que podrían ser comparables, por ejemplo, a un diseño exclusivo de joyería o de alta costura: muy vistosos, a menudo muy caros, donde priman los valores formales, incluso en ocasiones de ostentación, sobre los más prácticos. Después, siguiendo con la evolución de los tiempos, con la mayor difusión de una conciencia medioambiental y de la escasez de los recursos de la tierra, tanto materiales como energéticos, se premian a otros autores. En las últimas ediciones eso está muy claro. En 2021 son reconocidos Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, que hacen esas reformas por costo muy reducido de grandes bloques de viviendas de los años 60 y 70, y que en lugar de tirarlos y de volver a construirlos, por un precio muy inferior consiguen unos resultados espléndidos para sus clientes, que no pertenecen a las clases favorecidas. Lo mismo ocurre con el Pritzker de este año, Diébédo Francis Kéré, alguien directamente que procede de un país pobre como es Burkina Faso, y que tras un primer paso como estudiante de Europa decide que lo primero que tiene que hacer es regresar para devolver lo que él ha recibido, lo que ha aprendido construyendo escuelas en su poblado natal, en el que él no pudo cursar primaria porque sencillamente no había colegios.
—En 1991, Robert Venturi recibió el premio en solitario, pese a firmar la mayor parte de su trabajo con su mujer y socia, Denise Scott-Brown. En la ceremonia de entrega del premio, Venturi se limitó a darle las gracias de una forma bastante aséptica, sin compartir con ella el galardón. ¿Hay un cambio con la incorporación de más mujeres en el jurado? ¿Se han adaptado los Pritzker a los tiempos actuales?
—Es una respuesta que podría ser similar a la anterior, en el sentido de que el premio a Venturi se lo dan hace 40 años. Es verdad que en la sociedad occidental el movimiento feminista ya tenía una presencia bastante notable. De hecho, la tenía desde mucho antes, pero ya de un modo notorio desde finales de los años 60. Pero la arquitectura como tal seguía siendo, como ocurría en otras expresiones creativas, un dominio en el que la labor de los varones tenía una presencia mucho más consolidada que la de las mujeres. Esto es así. Me preguntas: ¿han cambiado las cosas en el premio Pritzker? Pues sí, han cambiado. Aunque no hayamos llegado a la paridad. En una corporación municipal a lo mejor puedes llegar a una paridad de un modo relativamente rápido, o en un gobierno incluso, pero en estas disciplinas que arrastran unas deficiencias históricas muy antiguas no puedes agitar el palmarés de tal modo que donde había una proporción del 5% de mujeres de repente será el 30. Esto requiere años. El paso de los tiempos es importante y se refleja en la mayor presencia de mujeres en el jurado del Pritzker, que ahora es paritario, y en la dirección del premio que durante 15 años ha estado en manos de Martha Thorne, y que solo hace un año fue sustituida por otra mujer, Manuela Lucá-Dazio. En este sentido, los mentores del premio, la familia y la Fundación que lo impulsan, han tenido la habilidad de estar atentos a los cambios.
—Jacques Herzog y Pierre de Meuron recibieron el premio en 2021. En su conversación con el segundo, el arquitecto suizo afirma que «la arquitectura trata de mejorar la condición humana dentro de un refugio». Si repasamos el mundo de la construcción en España, desde finales del siglo pasado, la sensación es diferente. ¿Por qué ha triunfado la especulación inmobiliaria sobre los intereses arquitectónicos en nuestro país?
—Bueno, esto es una cuestión de quiénes son los agentes dominantes en el sector de la construcción. En España hubo un boom en la construcción hasta que te reventamos la burbuja inmobiliaria. En algunos de esos años en España se construyeron tantas viviendas como en Francia, Alemania e Inglaterra juntas. Eso ocurría, entre otros motivos, porque desde la ley del suelo de la época Aznar se liberalizó la construcción de tal modo que prácticamente cualquier terreno era edificable, exagerando un poco. Esa ley supuso un gran avance o un gran retroceso, según se mire. La confluencia de factores, por un lado, una legislación que no deja de ser un acicate para la edificación, y por otro, los beneficios que producía ese sector —que podrían estar entre el 10 y el 20% de la inversión—, convirtió la construcción en un refugio para la gente con capital, pero sin ninguna tradición en ese mundo. Los políticos también fueron imprescindibles para la recalificación de terrenos, que era más gasolina en el incendio. Esto hizo que los profesionales —me refiero a los arquitectos— tuvieran una voz inferior al resto de actores, con los resultados por todos conocidos. Como decía Oriol Bohigas, «el 95% de lo que se construye es una porquería». El 95% de lo que se construye, desde la óptica de un arquitecto exigente, atento a los requerimientos sociales, medioambientales, económicos, etcétera, el 95% de la arquitectura que se ha construido —primando otros criterios— es muy mala.
—¿Es admisible que una gran obra, con sobrecostes tan fuertes, como la Ciudad de las Artes, haya tenido tantos problemas a los pocos años de su inauguración?
—La respuesta que daría cualquier ciudadano si le dijesen que algo que está presupuestado por uno le va a costar cuatro, y además no va a estar bien acabado porque va a necesitar reformas al cabo de ocho años —como fue el caso de las Ciudad de las Artes—, es evidente, casi no hace falta darla. Y esto es tanto para el cliente que compra unos zapatos como para el que va a un restaurante o como el que se hace una casa. Si quisiésemos ahondar en el tema, podríamos decir que la existencia de esas obras públicas, es decir, sufragadas por el erario, que acaban costando cuatro veces lo que figuraba en los presupuestos iniciales es totalmente inadmisible. Si eso te pasa como particular lo normal es que te enfades mucho. Con las Obras Públicas, que son del conjunto de la comunidad, todavía debería haber más ruido, un clamor contra este tipo de operaciones, que en última instancia son tan lesivas para el conjunto de la población.
—Usted ha escrito sobre Calatrava, que todavía no ha conseguido su ansiado Pritzker y durante muchos años ha sido el arquitecto español más internacional. ¿Es un genio o un bluff?
—Yo creo que es un arquitecto muy considerable, con una primera etapa que despertó mucho aplauso, de un modo digamos bastante indiscriminado, en el sentido de que era un aplauso que se prodigaba aquí, pero también en Suiza, en otros países y en alguna ocasión en Estados Unidos, pero con un desarrollo de la carrera muy poco atento a cuidar lo que sería el erario y los recursos públicos. Una vena expresiva acentuadísima con unos costes y con unas desviaciones del presupuesto también muy acentuados. Si juzgamos la genialidad de un autor, simplemente por la expresión o la grandilocuencia de algunas de sus obras, podríamos decir que es un genio. Si debemos decir, como yo creo, que alguien que se parezca a un genio debe integrar las obligaciones que tiene y darles respuesta a todas en un único proyecto, pues yo creo que quizás Calatrava no lo es. Esa sería una definición en la que sí que encajaría, por ejemplo, un Gaudí, que fue alguien capaz de integrar elementos como la geometría, las enseñanzas, la naturaleza e incluso la religión en una misma obra y que le quedaran bien. Esto me parece bastante excepcional y sí que me parece genial. No lo digo tanto por el resultado final de alguna de sus obras, en las que habían intervenido muchas manos.
—¿Gaudí podría haber llegado a tener un premio Pritzker si se hubiera dado antes?
—Yo creo que sí. Si se hubiese empezado a dar en el año 25 en lugar del 79, seguro que entraba entre los clásicos vivos, aunque también hubieran intervenido otros factores como que quizá el mundo no estaba tan globalizado entonces. Una mirada que se pudiera lanzar desde Chicago, que es la sede de la Fundación, pues probablemente no hubiera sido una mirada global en esos años. Primero lo habrían recibido algunos autores de la escuela de Chicago y arquitectos como Frank Lloyd Wright.
—¿Hay demasiado ego entre los grandes de la arquitectura? ¿Están endiosados?
—Hay de todo. Yo considero que es lógico hasta cierto punto, teniendo en cuenta las debilidades humanas. Algunas figuras de este tipo son llamadas continuamente por gobiernos para ofrecerles encargos, por universidades de todo el mundo para que den clases y cursos, entrevistados por periodistas de todos los países. Tienen un aplauso tan diverso y tan continuado, con tanta demanda y tanta solicitud, que algunos de ellos, sobre todo los que tienen un perfil más creativo para ofrecer obras únicas —que entienden que solo ellos están capacitados para realizar—, pueden tener cierto endiosamiento, algo que es comprensible. También los hay que conservan un carácter sencillo, muy colaborador, generoso y amistoso a pesar de todo eso. Pero yo creo que es un tema que tiene que ver más con la condición humana, con sus debilidades, que con el oficio. También encontraremos directores de orquesta, solistas, divas de ópera… que van por la vida endiosados.
—Frente a ese concepto del arquitecto como una persona exclusiva y distante de la realidad, nos encontramos ejemplos como el del español Rafael Aranda (Premio Pritzker en 2017 junto a Carmen Pigem y Ramón Villata en 2017), que heredó el sueño de ser arquitecto de su padre, que era albañil, que durante la semana trabajaba como asalariado y el fin de semana construía su propia casa.
—Cada cual tiene sus motivos. Yo entiendo que, en su caso, la convivencia en su casa con la labor de albañil, el hecho de que colaborara con su padre, aunque fuera acarreando sacos de cementos, pues todo eso le despertó el interés por la profesión. Él lo dice también en el libro: «Cuando pasé por la facultad de la escuela de arquitectura, entendí que la construcción era otra cosa que poner un ladrillo encima de otro». Si alguna cosa tiene interesante el libro es ver en qué medida es importante la etapa formativa de cada uno de los de los arquitectos que salen en la obra, el poder que tiene esa etapa formativa a la hora de definir cómo será la arquitectura de cada uno de ellos. Cada uno ha tenido unos orígenes muy distintos y, sin embargo, recorriendo un camino personal, todos ellos añadieron el mismo lugar. El caso del australiano Glenn Murcutt es muy llamativo. Es una persona que se pasa hasta los siete años viviendo en Papúa Nueva Guinea, en un clima tropical donde todos los días llueve, truena, se desbordan los ríos, luce un sol radiante, la vegetación es exuberante… Es decir, un tío que desde muy pequeño se da cuenta de que la naturaleza, entre otras cosas, es una fuerza desatada. La primera reacción del ser humano ante eso es buscar una cueva en la que refugiarse, como hicieron nuestros ancestros del paleolítico. A ellos les parecía la respuesta lógica ante la necesidad de protección ante los elementos naturales. Lo que hace Murcutt es una cosa bastante más evolucionada mentalmente. Él se hace arquitecto para dominar y sacar el máximo partido a todas esas fuerzas naturales, y construye casas que interactúan con la luz y el viento y le saca el mayor partido a esas fuerzas naturales, en lugar de rechazarlas. La cueva le saca el mayor partido. Las inquietudes de juventud, no estrictamente arquitectónicas, son las que han acabado configurando la arquitectura de muchos de ellos.
—Resulta curioso la cantidad de arquitectos centenarios, o casi, que ha habido en las últimas décadas. Philip Johnson, Oscar Niemeyer, Álvaro Siza, Frank Gehry… Parece que hubiese un patrón de longevidad entre los Pritzker más destacados.
—Sí. Algunos de ellos son bastante mayores. Y es verdad que la arquitectura es una profesión en la que no se suelen producir las obras más importantes cuando eres joven. El Guggenheim, que es la gran obra maestra de Gehry, la realizó cuando tenía sesenta y cinco años, una edad relacionada con la jubilación en otras profesiones. Eso no tiene que ver con la longevidad, que está relacionada con otros factores de salud, pero sí que podemos considerar que las personas que han tenido más tiempo para atesorar conocimientos profesionales son los que alcanzan una posición de referencia. Y cuantos más años viven más posibilidades tienen de revalidar su carrera con nuevas obras y más tiempo va a durar la admiración hacia ellos. Pero el que haya arquitectos que llegan a los cien años es algo casual. No sé cuál puede ser la causa para que el porcentaje de centenarios entre los Pritzker sea tan destacado.
—Entre esos centenarios destaca Niemeyer, que realizó uno de sus últimos edificios en nuestro país. Al visitar Avilés, el turista tiene la sensación de que más que enseñar esta construcción, la esconden.
—¿Lo dices por el emplazamiento?
—Y por la difusión que se hace de él.
—Sobre la difusión no sé qué decirte. Respecto al emplazamiento, la naturaleza del proyecto, que en realidad son cuatro o cinco volúmenes y una gran explanada central que los relaciona todos, es la gran cuestión del mismo. Niemeyer era un hombre de ideología comunista, para el que las masas eran algo importante. El teatro tiene esa boca del escenario —la posterior, no la que está enfrentada al patio de butacas— para dirigirse a las masas. De este proyecto, yo destacaría tres cosas: una, el predominio de ese espacio comunitario que es el espacio no construido; luego, la similitud gestual de algunos de esos cuatro o con volúmenes con obras anteriores de Niemeyer; y, por último, otro hecho lamentable pero inevitable, que cuando Niemeyer proyecta esa obra es una persona que está cerca de la ceguera. Es una obra crepuscular.
—¿Se han vuelto locos nuestros políticos, y los del resto del mundo, buscando su «Guggenheim»? ¿Puede un edificio rehabilitar una ciudad de la forma que lo hizo Frank Gehry con Bilbao, o es un proceso más complejo?
—Sí y no. En el caso de Gehry está claro que sí. El Guggenheim es fruto de una gran boda entre un gobierno vasco muy preocupado, porque en los años 80 el acero que producían en los altos hornos era mucho más barato en los países del este de Europa, porque había terrorismo, había heroína, en definitiva un modelo de sociedad que había reinventar, y la Fundación Guggenheim, que llevaba años intentando colocar franquicias como la de Bilbao en otras ciudades europeas, pero que cada vez que les decían lo que les iba a costar las ciudades salían huyendo. En el caso de Bilbao fue distinto porque había recursos y además eran de Bilbao. (Risas) Y se juntan estos dos factores, la necesidad del Gobierno vasco y el deseo de la Fundación de sacarle rendimiento a los grandes recursos que tienen en los fondos del Museo de Nueva York. Y se une al proyecto Frank Gehry, que como te decía antes, era un tío muy bien considerado, pero se acercaba a la edad de la jubilación y todavía no había dado el do de pecho. Toda esta unión de boxeadores que están un poco groguis da como resultado un éxito sin igual. Que visto desde otras ciudades y comunidades españolas se hace la lectura muy fácil: » ¡Ah! ¡Coño! Si tenemos problemas es muy fácil: encargamos un edificio a un arquitecto estrella y todo resuelto». Bilbao pasó de una economía industrial secundaria a la terciaria, turística, de un salto. Y a pesar de que era un salto como esos de los superhéroes en películas americanas, que saltan de la cornisa de un edificio a la del que hay al otro lado de la calle, y todo el mundo piensa que se la va a pegar, pues no se la pega. Entonces todos pensaron que eso era muy fácil. Pero a las pruebas me remito: luego se demostró que en muchas ocasiones esas operaciones no eran tan sencillas y fueron muy onerosas sin dar el fruto apetecido.
—¿De dónde nace esa pasión por la arquitectura en un periodista cultural? ¿Es una vocación frustrada?
—Bueno, es como tantas otras cosas. Como la afición por la literatura. Te lees un libro y luego otro. Cuando pasas por la escuela, puedes más o menos, pero esa es una puerta que te dejan abierta. Si quieres seguir es cosa tuya. Ocurre lo mismo cuando íbamos a los museos a ver exposiciones: todo eso está más o menos en nuestra naturaleza, en la cultura de las personas. Sin embargo, con los edificios es diferente. La arquitectura es algo que está ahí y que parece que no nos interpela, pero sí que lo hace. Y cuando te das cuenta de ello empiezas a fijarte en este edificio y en qué se parece al otro. Luego montas los viajes un poco en función de los edificios que podrás visitar. Y, al final, el roce hace el cariño…
—Para acabar, dos preguntas comprometidas. La primera, ¿qué arquitecto debería haberse llevado el galardón y no lo ha hecho?
—Yo creo que un arquitecto como David Chipperfield sería un Pritzker muy razonable. Porque en su caso se conjugan varios factores. Ahora una de las «directrices» —por así decirlo entre comillas— del gremio arquitectónico más despierto es que la construcción de nueva planta está bien, pero la rehabilitación es una exigencia. También es un arquitecto que apela a una tradición clásica: sus edificios son muy sólidos, muy bien plantados, muy bien compuestos, etcétera. Chipperfield ha destacado muchísimo con la reconstrucción de los edificios de la isla de los museos de Berlín. Combina ese lado clásico de gran calidad con una labor impecable en la recuperación del patrimonio, en este caso del patrimonio dañado en la Segunda Guerra Mundial. A mí me sorprende que no lo tenga todavía. Yo creo que lo tendrá.
—La segunda. Mójese. ¿Qué premiado no se merecía el Pritzker?
—He llegado a la conclusión de que algunos se lo pueden merecer más que otros, pero no me atrevería a decir que haya alguno que no se lo merezca. Yo puedo decir que a mí autores como Herzog y De Meuron me gustan particularmente. ¿Autores que no se lo merecen? Quizá una manera de dar respuesta a la pregunta es que en el libro hay veintitrés entrevistas. Hubo algunos que estaban en condiciones de aparecer en la obra —que estaban vivos y no eran demasiado mayores— y no lo hicieron. Sería una manera de responder a la pregunta. (Risas). Aunque debo añadir que no siempre el que alguien no esté en el libro se debe a una decisión mía. Al que le interese la respuesta, que busque en el índice del libro y compare con la lista de premiados.
—Terminamos. ¿Sobre qué arquitecto escribirá su próximo libro?
—Como nunca he conseguido tener un año sabático en el trabajo, lo que hago cuando acabo un libro es dejarme doce meses sin pensar en nada relacionado con escribir. No soy de esos escritores que dicen: «Estoy escribiendo tal cosa, pero tengo ideas para cuatro más». Ahora mismo no tengo ninguna idea para un próximo libro.
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