Mi último artículo, Leer te convierte en alguien que lee, publicado en este medio, hablaba de lo sobrevalorado que está el hábito de leer, según mi criterio, y de que, en contra de lo que muchos opinan, a mi entender leer solo te convierte en una persona que lee, pero no te otorga ninguna cualidad de índole moral o ejemplarizante que te convierta en mejor persona, signifique lo que signifique esto. Sigo en la misma línea, como los burros con orejeras, que van detrás de la zanahoria.
Me sorprende escuchar a menudo la frase: “Lo importante es que se lea, sea lo que sea”. En muchas ocasiones dirigida a niños o primeros lectores. Una frase que sugiere que los libros poseen unos poderes totémicos, cuasi divinos, difíciles de justificar de un modo racional. Lo pudimos comprobar de nuevo el pasado día 23 de abril en forma de despliegues publicitarios a través de las redes sociales, whatsapp, etc., donde se nos mostraba de un modo divertido, ingenuo, irónico o bello distintos eslóganes con los poderes de los que goza la lectura. Sin duda, superan con creces a los del superhéroe más avezado de Marvel.
Creo, con sinceridad, que puede resultar decepcionante cuando el usuario no reciba los efectos prescritos.
¿Por qué lo importante es que se lea con independencia de lo que se lea? O preguntado de otro modo, ¿por qué es importante con la lectura en particular y no con otras artes?
Nadie pondrá en duda que el audiovisual, la música, la fotografía o la pintura se encuentran dentro de las manifestaciones artísticas con las que convive el ser humano de manera cotidiana. Sin embargo, nadie expresa con semejante rotundidad “lo importante es que se vea cine, sea el que sea”, o “lo importante es que escuche música, sea la que sea”. Al menos no de una manera tan habitual. Asumimos que existe buena y mala música, buen y mal cine; aunque dependa del criterio subjetivo de cada cual.
Damos por hecho, por ejemplo, que existe una telebasura, con independencia de que también exista un producto televisivo de calidad —parece que casi siempre dentro del moderno Netflix, dicho sea de paso—. Que además, curiosamente, suele coincidir con los programas de máxima audiencia —me refiero a la telebasura—. Lo que me lleva a pensar que más que una telebasura lo que hay es un deseo de imaginarnos diferentes, mejores.
El término telebasura está recogido en la RAE:
telebasura
De tele-2 y basura.
-
f. coloq. Conjunto de programas televisivos de contenidos zafios y vulgares.
No sucede, insisto, lo mismo con la literatura. Tecleo en la versión online de la Real Academia por curiosidad y, como suponía, no encuentro nada parecido después de diferentes búsquedas: literobasura, litebasura, literatura basura, basura literaria…
¿Damos por hecho que toda la literatura, a diferencia del audiovisual, la fotografía, la pintura o la música es merecedora de ser leída? ¿No existe, del mismo modo que con la televisión, un “conjunto de libros de contenidos zafios y vulgares” —si es que es esta, como parece, la definición de “basura” según la RAE—?
Incluso con la alimentación, una necesidad de primer orden, entendemos que existen productos más o menos recomendables, comida basura. Con la literatura no es así, todo es recomendable, da igual si es fruta de temporada o hamburguesas en forma de colesterol intelectual.
No pretendo ya entrar en el debate sobre qué es o no es basura y quién lo decide; si la terminología es o no injusta; si subyace en ella una prepotencia intelectual… Daría para un extenso ensayo sobre el tema y no dispongo de tanto espacio.
Simplemente me pregunto por qué no existe el calificativo de literatura basura, sea lo que sea y lo decida quien lo decida.
Por otro lado, cuando hablamos de las virtudes de la lectura principalmente nos estamos refiriendo a leer en el formato tradicional, en un libro con páginas cosidas al lomo. No consideramos que la lectura pueda darse también dentro de las nuevas tecnologías. Ahí sí, otra vez más, estamos seguros de que se publica basura o que, incluso, la mayoría de lo que se publica es basura. Como si el continente infundiese o aboliese poderes sobre el contenido.
Resulta curioso que el trabajo del escritor haya evolucionado mientras al lector no se le permite esta misma evolución. A día de hoy, todo el mundo concibe sus obras apoyándose en la informática —en ocasiones mediante programas que te permiten tomar notas, organizar diversas capitulaciones, manejo de estructuras narrativas, etc., más complejos que el clásico Word— y no con pluma de ganso y tintero como Cervantes. Estoy convencido de que internet es un medio de consulta habitual para cualquier escritor o corrector. Pero el lector, si quiere que se le siga considerando como tal, debe pasar página tras página con su dedo índice irremediablemente.
A raíz de escribir el artículo al que me refería al comienzo de este, mi librero de cabecera, Francisco Javier Rodríguez Álvarez —él sí uno de esos libreros, al frente de su bastión literario, La Librería de Javier, que hoy podemos contar con los dedos de una mano con temor a que nos sobren—, me regaló Contra la lectura, de Mikita Brottman, publicado por la editorial Blackie Books con traducción de Lucía Barahona.
«Creo que esto te va a gustar», me dijo. Se equivocaba, no me gustó, me entusiasmó. Firmaría hasta cada una de las comas que aparecen en el libro.
“Un ensayo dedicado a los lectores que no creen que los libros sean intocables”, reza una frase publicitaria, a modo de faja, bajo el título en la portada. Yo, a la inversa, lo recomiendo a todos los lectores que creen que los libros son intocables. Si después de leer a Mikita Brottman no se convencen de lo contrario, poco más se puede añadir.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: