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Libros que me gustaría ver reeditados - Zenda
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Libros que me gustaría ver reeditados

1 Andrés Ibáñez. Brilla, mar del Edén (Galaxia, 2014). Nota verídica: Andrés tiene un armario escondido en su despacho, entre dos líneas de estanterías móviles, con prendas que la mayoría considerarían estrafalarias. Allí tiene batines de seda con flores de cardamomo, tiene un sayal francés y una túnica romana —con bonitos remiendos de varias túnicas...

Tengo cuadernos de todos los colores, la mayoría cuadriculados, algunos rayados —los que me regalan quienes todavía no saben que prefiero las cuadrículas—, otros, a veces mis preferidos, sin cuadrículas ni rayas. Todos tienen apuntes o notitas, recortes de periódicos y de revistas, pegatinas que me encuentro por ahí, y garabatos míos que hago a lo tonto, como una forma sonámbula de acompañar mis lecturas. En esos cuadernos lo anoto todo, luego algunas cosas las entiendo y otras no —también escribo como un sonámbulo—, pero casi lo prefiero, porque así me voy inventando sobre la marcha lo que me imagino que alguna vez escribí. Uno de esos cuadernos lleva por título “Libros que me gustaría ver reeditados”, y, aunque conociéndome podría perfectamente tratar sobre cualquier otra cosa, como, por ejemplo, sobre muertos que merecerían seguir vivos, en realidad trata exactamente de eso: los libros que me gustaría ver reeditados. Todos ellos murieron inexplicablemente en una primera edición: ¿por falta de lectores, por una imposible gestión, por medidas absurdas y hasta rocambolescas? Un poco de todo. No sé si alguna vez retomaré mi lista, y como probablemente nunca lo haré, quiero a escribir aquí sobre los durmientes —porque no está muerto lo que puede yacer eternamente, etc— que considero más imprescindible despertar.

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Andrés Ibáñez. Brilla, mar del Edén (Galaxia, 2014).

Nota verídica: Andrés tiene un armario escondido en su despacho, entre dos líneas de estanterías móviles, con prendas que la mayoría considerarían estrafalarias. Allí tiene batines de seda con flores de cardamomo, tiene un sayal francés y una túnica romana —con bonitos remiendos de varias túnicas celtas—, y una camisola barroca y extraña estampada de pájaros lila. Cada vez que se viste con una de esas prendas empiezan a liberarse fantasmas, maravillas pocas veces vistas, furias y encantamientos. Pero la que a mí me gustaría robarle es la que debe ocultar en otro armario (yo sé que la ocultas, Andrés, lo que todavía no sé es dónde), una que perfectamente podría haber pertenecido a Robert Louis Stevenson, y que está como hecha de piezas de todas ellas.

"Pero Andrés tiene un talento que no proviene sólo de su capacidad imaginaria, sino también de todo lo que ha ido asimilando para moldear esa capacidad"

No voy a andarme por las ramas: Brilla, mar del Edén es una de las grandes novelas de la literatura en español, un largo sortilegio narrativo que cuando menos está a la altura de la historia en la que se inspira y a la que a menudo supera. Tiene la gracia de las grandes novelas del siglo XIX, especialmente de aquellas que parecen haber sido escritas a los pies de una chimenea con el fin de ser leídas ante otras chimeneas. Nuestro amigo Stevenson al que acabo de aludir tenía un adjetivo para esas obras rodeadas de una sempiterna calidez, y que nunca envejecen: “encanto”. Borges encontró otros dos adjetivos para las obras del propio Stevenson: eran “inventivas” y “apasionadas”. Esos tres adjetivos valen (aunque no bastan) para explicar este libro de Andrés, un libro en el que impera la imaginación y en el que milagrosamente —milagro que agradecemos— no se abre ninguna grieta hacia los problemas de eso tan barroco que llamamos “realidad”. Si alguna luz hay que no irradie del minucioso cosmos que Andrés ha organizado en torno a nosotros, es la que proviene de la puerta entornada que nos traslada hasta la habitación de nuestras primeras lecturas. Esto no es nada fácil: sostener esa sensación encandilada a lo largo de 800 páginas —casi una semana de lectura—, y saber cerrar la puerta menos aún. Pero Andrés tiene un talento que no proviene sólo de su capacidad imaginaria —que ya es inmensa: véase sobre todo La música del mundo, en la que todavía tocaba con acordes, por así decir—, sino también de todo lo que ha ido asimilando para moldear esa capacidad. Aquí asoma el lector enamorado de los cuentos de hadas, de la ciencia ficción tan denostada (hoy menos, pero en los años en que yo la leía de camino al colegio era considerada poco menos que literatura para analfabetos), del terror clásico y no tan clásico, de las pequeñas miniaturas orientales y las grandes novelas medievales, de los relatos de brujas y hasta del arte de contemplar el Tao (pero cuando crees haberlo visto, ya no está). Su libro se hizo merecedor del Premio Nacional de la Crítica, e independientemente de lo que signifique la concesión de un premio, en este caso no hay duda, como con el Nobel de Handke, de que existe un claro merecimiento. Con una salvedad: Andrés no ganó el Premio de la Crítica; el Premio de la Crítica lo ganó a él.

"¿Y tú, lector, todos los lectores que aún no sabéis que lo seréis, cuando por fin este libro vuelva a despertar? Asombrosamente, vosotros también estáis ya dentro de esta isla"

Hablar del libro de Andrés para mí es muy sencillo: es la historia de unos náufragos en una isla aparentemente desierta que empiezan a sospechar no sólo de la isla sino también del papel que cada uno tiene en ella. Hasta aquí el parecido con la historia en la que el mismo Andrés ha reconocido que se inspira. Todo lo demás —incluso aquello en lo que todavía se parece; pero, como veremos en el pasaje posterior, todo gran autor crea sus precursores— es cosa suya. Por ejemplo el (no, esto mejor no contarlo) entre (¿digo el nombre?) y (no, mejor no decir nada), o la increíble aparición de (esto tampoco se puede contar, ¿verdad?) flotando tranquilamente sobre las aguas y los árboles (y ya me parece que he contado demasiado con eso de “flotando”). Incluso es obra suya la invención de un fabuloso escritor chileno, quizá el mejor invento jamás concebido por Andrés. De otro modo, ¿cómo podríamos leer hoy libros tan llenos de pura maravilla como (tampoco lo puedo decir) o (no insistas, no lo diré)?

¿Y tú, lector, todos los lectores que aún no sabéis que lo seréis, cuando por fin este libro vuelva a despertar? Asombrosamente, vosotros también estáis ya dentro de esta isla. Hay una cueva en una de sus caras que desemboca exactamente en cada uno de vosotros, en un muchachito acurrucado, en la habitación de color caramelo (iluminada por una chimenea real, o imaginaria) de vuestras primeras lecturas.

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Agustín Fernández Mallo. El hacedor (de Borges). Remake (Alfaguara, 2011).

Este libro fue retirado de la circulación por el deseo expreso —es un decir, en realidad fue por orden judicial— de María Kodama, así que me voy a dirigir a ella, a ti, María, que sin duda conociste a Borges como nadie lo conoció pero me temo que no tanto como para valorar su sentido del humor (“¡Maestro, usted es inmortal!” “Pero hombre, no es preciso ser tan pesimista”), ese sentido del humor con el que hubiera aceptado fácilmente una obra como esta. En primer lugar, ¿qué es lo que le encontraste para que tuvieras que poner en guardia a toda tu corte de abogados? ¿Acaso fue su título? Pongamos que fue su título; pero si ese es todo el motivo, piensa, María, que podría haber sido aún peor: imagina que se hubiera llamado El deshacedor de Borges. Sí, ya sé que El hacedor de Borges puede entenderse mal, y no dudo que en este siglo tan extraño podría llegar a haber quien crea que Borges no es sino una creación de Fernández Mallo. (“¡Maestro, soy el poeta González Lanuza!” Borges, volviéndose: “Sí, es probable”). Cosas así, qué duda cabe, pueden pasar: como diría Gamoneda, la dificultad estriba en que Agustín Fernández Mallo sea carnal y efectivamente Agustín Fernández Mallo, y que lo sea en sí mismo. Es decir (giro borgiano), Fernández Mallo tendría que ser lo que Gamoneda pone en duda que sea, esto es, un existente: ¿sería un no-ser así capaz de sacarse a alguien (un Borges, nada menos) de la no-manga? ¿Quién podría creer algo semejante? ¿Y qué problema hay si alguien lo cree? Hasta el mismo Borges, devoto de las cronologías circulares, podría haber sido uno de esos creyentes: en Otras inquisiciones inventaba el caso de Kafka como creador de sus propios precursores, y en otra parte descubrió que Shakespeare había recibido la influencia de un escritor del siglo XX, creo (no me acuerdo bien dónde lo leí, no a todos, desgraciadamente, nos es dado tener la memoria de Shakespeare, quiero decir de Funes, quiero decir de Borges). Pero yo, que adoro a Borges hasta el extremo de que con quince años me hice una camiseta con su cara (y fui el orgulloso hazmerreír de unos condiscípulos con camisetas de macarras, y todavía peor, de todas y cada una de mis compañeras, sobre todo las más guapas: pero me daba igual), y que desprecio como tú cuantas imitaciones parecen conjurarse a convertirlo en una caricatura, no puedo estar de acuerdo con una orden que sólo tu palabra podría levantar. En primer lugar, Fernández Mallo es un gran escritor. Yo no estaría aquí defendiéndolo si no lo fuera. Y además tiene que ser un gran tipo, porque no denunció a Gamoneda por hacerle ver públicamente como un mero quizás. Y no sólo pienso que es un gran escritor y un gran tipo: también, aunque no lo creas (seguramente porque no lo habrás leído), le hizo un enorme homenaje a Borges con ese libro suyo, que es un buen libro, no una parodia ni una caricatura. Si realmente lo has leído, no me puedes decir que no te gusta “Mutaciones”; más allá de lo que cuenta —con esa parte final que uno podría leer pasmadamente en bucle: “3. Un recorrido por los monumentos de La aventura”— ofrece un punto de partida a muchas buenas ideas, algunas todavía por tocar, en un mundo de yacimientos ya suficientemente trabajados como es la literatura. ¿Y “El cautivo” y “Parábola del palacio”, qué me dices de ellos? Son relatos verdaderamente transborgianos, allí las especulaciones filosóficas con los mitos y los números, tan queridas por Borges, se ven traducidas a su versión costumbrista americana (Marvel) y a su extraña realidad en la matemática pura, cosas sobre las que Borges sin duda hubiera escrito de haber tenido veinte años en 1980 y hubiese estudiado física en el MIT (por decir algo). Puedo darte la razón en que los poemas del final parecen una coña; de hecho son una coña, sobre todo el “Poema de los dones” y “El otro tigre” —no digamos ya “Adrogué”—, pero no puedes decirme que “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos” no te deja golpeado y como a la deriva de esa misma sombra, o que “In memoriam A. R.no tiene su gracia dadaísta; ¿y no es verdad que desde Quevedo hasta Rimbaud (véase “Conneries”) las bellas letras han desahogado sus pulmones con el género hermanastro de las coñas? ¿Y no era Borges, también, un buen amigo de hacerlas? (“Maestro, ¿sigue habiendo caníbales en su país?” “Ya no, nos los comimos a todos”). A mí se me sigue escapando una risita, por ejemplo, cada vez que abro sin querer el libro de Agustín por el relato (es otro decir) “Delia Elena San Marco”, y también me quedo un rato pensando ante la retahíla a lo Matrix de “El arrepentimiento de Heráclito”: Agustín le ha echado aquí el valor que debió echarle Apollinaire el día en que hizo público su primer caligrama. Y María, amiga María, acuérdate: en 1978 trabajaste junto a Borges en un libro pequeño pero memorable, Nueva antología anglosajona. ¿Te acuerdas? En él cada notita nos acerca un detalle de cada pasaje antologado: aquí una referencia a la Biblia, allí un apunte sobre la Divina Comedia (tomado casi literalmente de Longfellow), o cosas tan curiosas como esta: “La Elegía del Navegante ha sido vertida al inglés por Ezra Pound, que repite menos el sentido que los sonidos del original.” O esta otra: “Longfellow ha usado este relato [El relato de Ottar] para escribir el hermoso poema que se titula The Discoverer of the North Cape.” Ezra Pound se desentendió del sentido para quedarse con la forma, rehaciendo así un viejo poema; Longfellow se encargó de reinventar un poema antiguo para crear a partir de sus mimbres otro poema muy distinto. ¿Qué hubiera dicho Borges si una viuda del navegante o una heredera de Ottar hubiesen lanzado a sus abogados contra Ezra y contra Henry, contra un librito indefenso? ¿Qué decía, de hecho, de los poetas neotéricos, y de esa afición, que también profesó Virgilio, de escribir en centones? ¿Se hubiera conformado él, ya puestos, con una sola Argonáutica? Ya sé que llego tarde para hacer esta defensa, pero el libro de Agustín sigue prohibido, y con él en la calle o en la cárcel —contigo, María, o sin ti—, la obra de Borges seguirá defendiéndose sola. Pero si en nombre de Borges empezamos a hacer algo tan serio como prohibir libros —piénsalo bien, María: prohibir libros—, ¿lo siguiente qué tendría que ser: prohibir los espejos?

3

Ramón Gómez de la Serna. Pombo y La sagrada cripta de Pombo. (Visor, 1999).

¿Qué decir a estas alturas de la mala suerte que se ceba con Ramón? Realmente, es una desgracia que en España, con los autores que tenemos ya no digo desde el Siglo de Oro, sino desde mucho antes (tampoco nos vayamos a Séneca, pero situémonos si queremos en Alfonso X, por poner un límite relativamente cercano), no tengamos una colección editorial o transeditorial similar a la Pléiade francesa. Ramón ya se vio afectado en la gestión de sus obras completas cuando Galaxia y Círculo se echaron a la espalda la tarea de crear algo parecido a la colección de Gallimard, pero en un país no ya de malos lectores en general, sino también de absolutos desinteresados en su propia cultura, no puede ser que todo esfuerzo de preservación dependa de una capacidad editorial económicamente limitada. Hace no mucho hablaba con un editor acerca de las ayudas que se conceden en España a la edición y me presentó un escenario, como se suele decir en estos casos, totalmente desolador. No revelaré su nombre para no perjudicarlo, porque sus palabras, con toda justicia, fueron fuertes, pero si ustedes recuerdan el “atezado mojón duro y caliente” de Quevedo o las “monedas de moka” de Gimferrer, ya estarán en condiciones de imaginar lo que percibe un editor como ayuda para la publicación de un libro y también lo que se tiene que comer cuando alarga la mano hacia el Estado. Hablo, insisto, de editar a efectos de preservación —el ejemplo Pléiade— o de publicaciones arriesgadas pero necesarias, como los maravillosos libros que Jacobo Siruela editó entre 1980 y 1990, entre ellos la fabulosa locura aquella del Kircher de Liaño. Quizá hoy no existan los lectores adecuados para esa clase de libros; pero a lo mejor podrían ser los cimientos para que en el futuro sí existan. No tengo nada claro que los bellos libros llamen, como la flauta del misterioso hombre de Hamelín, a los buenos y bellos lectores. Pero ya sería algo si el Estado empieza a perderle el miedo a la inteligencia y la belleza. Humildemente, Felisberto Hernández no debería estar en Alfaguara con una edición meramente bonita de sus obras completas, lo mismo vale para Horacio Quiroga o para Borges, que está muy bien editado en Emecé pero los volúmenes son casi inencontrables por estar descatalogados y la edición de Debolsillo tiene un valor casi testimonial. En cuanto a mi Ramón, Visor publicó estos libros, Pombo y La sagrada cripta de Pombo, con el patrocinio de la Comunidad de Madrid; desaparecido el patrocinio, la Comunidad no invirtió en la reedición, Visor ya no los publicó más, y, como resultado, la única edición completa de Pombo (importantísima en la bibliografía de Ramón) perdura solamente tras los cristales de las estanterías de algunas bibliotecas y en manos de unos pocos lectores y coleccionistas. De hecho, en la edición completa de sus obras publicada por Galaxia y Círculo, y dirigida formidablemente por Ioana Zlotescu, estas dos obras, que debían ocupar el tomo VI (inicialmente el IV), nunca aparecieron. Y Ramón, al menos, ha visto (aquí otro decir) casi toda su obra publicada, a excepción de esos dos tomos y, si nos ponemos irritantes, su correspondencia. Pero antes he mencionado a Quiroga: ¿tenemos alguna edición digna de Quiroga de sus obras completas? La tenemos de Octavio Paz, y por partida doble, afortunadamente. ¿Pero la tendremos algún día de Roberto Bolaño? ¿O, ya que los menciono, de Andrés Ibáñez y Agustín Fernández-Mallo, que sin duda van camino de merecerla? De nuevo humildemente: si los llamados representantes —me refiero a esos titanes que soportan sobre sus hombros el peso de los muros de la patria nuestra (por citar, aquí mejor que nunca, al mismo poeta de los mojones atezados) a cambio de unos sueldos nada modestos— no hacen nada por la preservación de la cultura del país al que dicen representar, ¿no deberían organizarse las editoriales cuanto antes para crear una Pléiade transversal, sin juicios politizados y sólo dependiente de criterios artísticos y estéticos, que no requiriesen de otro consenso que la sensibilidad y una buena dosis de cultura? ¿Nos encontramos en el momento adecuado, necesitamos todavía una sociedad más culta para alcanzar un logro semejante? Piénsenlo: una colección de escritores en lengua española reunidos bajo un enfoque puramente literario. ¿No es algo por lo que ya merece la pena empezar a leer?

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Lorenzo Luengo

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (2002), El quinto peregrino (2009), Amerika (2009) y Abaddon (2013), la colección del relatos El satanismo contado a los niños (2014) y la primera edición completa en español de los Diarios de Lord Byron.

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