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Libros y librerías de lance de Madrid (II) - Zenda
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Libros y librerías de lance de Madrid (II)

La de Gabriel Molina era una librería muy vistosa que daba lustre a la Travesía del Arenal, calle corta de paso casi obligado entre la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, y por ello —y por los nobles azulejos de Enrique Guijo que decoraban su fachada— no pasaba desapercibida para madrileños y paseantes, fueran...

Cerrábamos la primera entrega de esta serie mentando a los cinco libreros mayores del Madrid de postguerra: Molina, Barbazán, Montero, Bardón, Blázquez… y su fértil parentela, habría que añadir para casi todos. Los iremos presentando de a uno.

Gabriel Molina

"Hay que remontarse a finales del XIX, cuando la familia Molina se mudó a Madrid y Gabriel entró a trabajar en el que entonces era el establecimiento de Bernardo Rico, un gallego carlista reciclado en librero"

La de Gabriel Molina era una librería muy vistosa que daba lustre a la Travesía del Arenal, calle corta de paso casi obligado entre la Puerta del Sol y la Plaza Mayor, y por ello —y por los nobles azulejos de Enrique Guijo que decoraban su fachada— no pasaba desapercibida para madrileños y paseantes, fueran o no aficionados al libro. Pero, ¡ay!, estamos usando el tiempo pasado… y es que una tienda de camisas ocupa hoy aquel venerable local, aunque —en una especie de raro palimpsesto— por encima del escaparate todavía se deja ver parte de la antigua azulejería; y el cliente que, sin pensar en nada malo, entra a adquirir unos calcetines, debe pasar obligatoriamente bajo la leyenda siguiente: Librería de los Bibliófilos Españoles. Y debajo, en los laterales: Libros Antiguos, Literatura e Historia, Ciencias y Artes, Libros Modernos. Lo que ya ha quedado tapado por la pujanza del moderno comercio es justamente el rótulo que, a modo de dintel, daba la verdadera razón del local: Librería de Gabriel Molina. Sic transit…

Comencemos indicando que Gabriel Molina Navarro, primero de una larga saga, es anterior a la guerra civil (murió en 1926). Si no le incluimos en el primer capítulo de esta serie es porque la influencia de su librería ha sido omnipresente hasta no hace demasiado tiempo. Pero, ciertamente, hay que remontarse a finales del XIX cuando la familia Molina —que, al parecer, ya tenía tradición en el negocio— se mudó a Madrid y Gabriel entró a trabajar en el que entonces era el establecimiento de Bernardo Rico, un gallego carlista reciclado en librero. Con el tiempo casó con Dolores, hija o sobrina de aquél, y, tras su muerte, quedó primero como apoderado de la viuda para luego hacerse con la propiedad. Sabemos, porque Barbazán lo cuenta en sus memorias, que la librería tuvo una sucursal en la calle Pontejos.

Molina vendía libro antiguo, libro nuevo y hasta incursionó en la edición, especialmente de catálogos y boletines bibliográficos —muy valorados en su tiempo— y también de recopilaciones de literatura o ensayo, como la Colección selecta de antiguas novelas españolas, con prólogos de Emilio Cotarelo y pie de imprenta donde unas veces aparecía Viuda de Rico, otras Librería de los Bibliófilos Españoles. Precisamente como bibliófilo reunió una importante colección de libros cervantinos que, con el tiempo, cedió al Ayuntamiento de Madrid. Tengo delante el catálogo que publicó en 1905 donde, en un mínimo prólogo firmado con las siglas G.M. arranca con esta sincera y sentida frase: Siendo el gran Cervantes el que contribuye por sus obras a nuestro sustento… una confesión y un reconocimiento que, por cierto, bien podrían haberse aplicado otros ilustres nombres, incluido algún académico especialmente hábil en la clonación de ediciones quijotescas. Claro que Molina no lo decía a humo de pajas: era poseedor de una edición príncipe del Quijote —la cual todos los días transportaba, en un maletín especialmente diseñado, de su casa a la librería y de la librería a su casa— que terminó vendiendo por una millonada.

"De Julián Barbazán sabemos casi todo porque nos lo contó él mismo en una suerte de autobiografía (y crónica de la profesión) titulada Recuerdos de un librero anticuario madrileño (1897-1969)"

Molina fue escuela de libreros. Nada menos que Barbazán y Bardón hicieron allí sus pinitos. Cuando este último se estableció por su cuenta, en 1946, un suelto de la revista Bibliografía Hispánica así lo reseñaba: “Se ha abierto en Madrid un nuevo establecimiento de librería anticuaria, dirigido por el prestigioso librero don Luis  Bardón,  que  durante  cerca  de  treinta  años  trabajó  profesionalmente  en  la  acreditada casa  de  Gabriel  Molina…»

Julián Barbazán

De Julián Barbazán sabemos casi todo porque nos lo contó él mismo en una suerte de autobiografía (y crónica de la profesión) titulada Recuerdos de un librero anticuario madrileño (1897-1969), Madrid, Sucesores de J. Sánchez Ocaña y Cía, aparecido en 1970, del que se publicaron 1.030 ejemplares; de los cuales, 30 se señalaron con una letra, y entre ellos está el nuestro (permítanos el lector esta pequeña vanidad, común por otra parte entre aficionados al libro), falto de una de las hojas de guarda que sin duda mutiló discretamente para disimular una dedicatoria el anterior propietario al desprenderse del ejemplar.

"La historia de su cursus honorum en el negocio del libro aporta valiosa información sobre los usos de esos particulares establecimientos, donde, a lo que parece, no abundaba mucho el conocimiento del material que tenían entre manos, pero sobraban instinto y habilidad comercial."

A pesar de que el propio don Julián, con modestia, declara en el preámbulo que su vida ha sido una de tantas, sin relieve acusado para hacer gemir a las prensas, lo cierto es que nos obsequia con un cronicón de casi 300 páginas en letra menudísima, impreso en papel afiligranado, redactado todo, dice, de memoria y durante mi vacación veraniega en Torremolinos… aunque en la obra hay poca improvisación, y así lo demuestra lo bien estructurada que está, con tres partes diferenciadas: su biografía, las semblanzas de los principales bibliófilos que tuvo la oportunidad de tratar y, finalmente, una recopilación de anécdotas donde encaja las que no le cupieron en el bloque inicial.

Empezó Barbazán, como él mismo señala, de chico para los recados en la librería de Gabriel Molina —que entonces, 1907, todavía era de la viuda de Rico—, donde permanecería durante 25 años, los últimos como máximo responsable, hasta que se estableció por su cuenta. La historia de su cursus honorum en el negocio del libro, narrada al detalle, aporta valiosa —y sabrosa— información sobre los usos de esos particulares establecimientos, donde, a lo que parece, no abundaba mucho el conocimiento del material que tenían entre manos, pero sobraban instinto y habilidad comercial.

Resumir aquí lo que en los Recuerdos… se describe sería tarea insensata. Lo que cuenta, visto con ojos de hoy, parece más legendario que real. No sólo por los personajes —libreros, bibliófilos y sus satélites— a cuál más atrabiliario. Ni por las bien pertrechadas bibliotecas que cambiaban cada tanto de dueño. Sólo la lista de libros y manuscritos que, al paso y sin darle más importancia, se mencionan, resulta apabullante, indigerible: primeras impresiones cervantinas, autógrafos del siglo de Oro, principescas ediciones del XVIII… De un propio comenta, como quien no quiere la cosa, que poseía cincuenta y pico incunables. Y todo así.

"Editó, además de docenas de catálogos de su fondo —era la época dorada de este instrumento comercial y adorno bibliográfico, hoy en desuso—"

Cuando Barbazán salió de Molina se instaló en lo que hoy es calle Libreros y entonces se llamaba de Constantino Rodríguez. Se decía en el ambiente que su fortuna cambió con la compra (barata) de un libro de horas que revendió con gran beneficio. A partir de ahí vino su decidida especialización en el libro antiguo, adquirió importantes bibliotecas y escaló todos los peldaños del oficio hasta convertirse en la referencia del gremio, al menos en Madrid. Fue pionero en salir al extranjero tanto para comprar como para vender y mantenía agentes comerciales en diversos países europeos.

Editó, además de docenas de catálogos de su fondo —era la época dorada de este instrumento comercial y adorno bibliográfico, hoy en desuso—, algún libro sobre asuntos de libros y facsímiles, tal el Cancionero de Juan de Luzón (Zaragoza, Jorge Coci, 1508), prologado por su amigo y bibliógrafo señero Antonio Rodríguez Moñino, al que, por cierto, dedica una sentida necrológica al final de sus memorias.

Murió en 1970. Continuaron el negocio hasta finales de los ochenta sus hijos Julián, Concepción y Antonio.

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Ulises Adrados

Segoviano a ratos, ingeniero, filósofo, de la grey de Epicuro y la cuadrilla de Arquíloco.

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