Lo primero que me sorprendió al ser ingresado en San Humbértigo —cuando aún creía que ese manicomio se llamaba Carfax— es que, pese a ser sometido a mil vejaciones, el trato siempre fue exquisito y jamás se me tuteó.
Los vigilantes del patio, ataviados de decimonónica manera, se descubrían la cabeza al saludar a todos los pacientes que deambulaban por las instalaciones.
—Buenas tardes, señor Samsa —y se quitaban el sombrero con un gesto ceremonioso que servía para ocultar el peso de las porras escondidas en esas largas chisteras que formaban parte de su uniforme—. Se ha quedado un bonito día, ¿verdad? —y Samsa, que además de un poco bicho también era de lo más circunspecto, asentía con un gesto.
En cierta ocasión asistí a una escena en la que un enfermero le abría la puerta a una de las pacientes, y esta, visiblemente indignada, le recriminaba su actitud tachándola de misógina. Lejos de ofenderse, al menos de modo aparente, el sanitario sonrió.
—Posiblemente tenga usted razón, señora, y deba deconstruirme. Buenos días —y cogió una de las dos libretas que portaba para anotar algo. Me estremecí: todos sabíamos lo que significaba cuando un enfermero escogía el cuaderno negro y no el blanco.
En definitiva, creo que si los profesionales de San Humbértigo prestaban tanta atención a la forma, es porque en el fondo estaban aún peor que los pacientes.
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