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Lepisma y la incompatibilidad de caracteres - Quim Carro - Zenda
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Lepisma y la incompatibilidad de caracteres

—No sé si lo entenderás, tengo letra de médico. —No te preocupes, Sandra, yo tengo ojos de farmacéutico —bromeé mientras me guardaba el papel donde ella acababa de escribirme su teléfono; logré así arrancarle una sonrisa (otra) con la que abandonó el pub donde nos habíamos conocido media hora antes. Cuando llegué a casa parecía...

—No sé si lo entenderás, tengo letra de médico.

—No te preocupes, Sandra, yo tengo ojos de farmacéutico —bromeé mientras me guardaba el papel donde ella acababa de escribirme su teléfono; logré así arrancarle una sonrisa (otra) con la que abandonó el pub donde nos habíamos conocido media hora antes.

Cuando llegué a casa parecía que me iba a faltar el aire: acababa de descubrir que eso del flechazo no era una invención de las novelas románticas, sino lo que había sentido al verla entrar en el local, con sus rasgos marcados, sus ojos verdes y la melena roja que hacía juego con su camiseta, que fue lo que me acabó de enamorar: porque es fácil encontrar a alguien que lleve una prenda de los Ramones sin que sepa ni una canción de los falsos hermanos de New York, pero si alguien lleva una de Dry River, como mínimo era tan fan como yo de la banda de Castellón. Siendo alguien en cuyos genes no existe la habilidad de comenzar a entablar conversación con una desconocida, esa pasión común era algo que debería aprovechar, así que pasé por su lado canturreando.

—Persigo un sueño que no es ficción ni realidad, un concepto, una emoción idealizada…

Y fue ella la que comenzó a hablar conmigo; conectamos enseguida, era obvio que inconscientemente buscábamos cierto contacto físico mientras avanzaba la conversación, pero sus amigas le dijeron que se tenían que marchar por algo referido a una tal Sagrario, el pedo que llevaba, y un guardia urbano. Fue Sandra, sin que yo se lo pidiera, quien escribió sus datos en una servilleta; la misma que ahora yo desplegaba en mi cuarto, la misma que, como un quinceañero, acerqué a mi nariz por si conservaba algo de su fragancia, la misma que…

…que tenía escritos unos garabatos incomprensibles que era incapaz de descifrar.

¿GEpS0@L2S podría ser un teléfono? ¿O ponía 6#j5QaIñ5? Siendo optimista como soy, me dije que como mínimo eso demostraba que ella era una persona sincera, y que al día siguiente, con la mente más clara y sin rastro de alcohol en mi organismo, podría leer sin dificultad esos nueve caracteres.

Al día siguiente, más despejado, allí ponía DBq6CdZ9…no, espera, R89K%6Jz9, o quizás… Maldita sea. Probé a llamar a los números de teléfono que me resultaban más similares a aquellos trazos sin éxito alguno, contacté con mi antigua profesora de paleografía que se lo tomó como un reto pero que se dio por vencida a las dos semanas. Rastreé en todas las páginas dedicadas a Dry River, volví noche tras noche al pub donde nos habíamos conocido. Pero todo era en vano; pasaron los meses y yo conocí a un pececillo de plata parlanchín que vivía en mi biblioteca y que respondía al nombre de Lepisma Saccharina; pasaron las semanas y esa amistad con un insecto provocó mi ingreso en un psiquiátrico denominado Carfax bajo la supervisión de un doctor apellidado Seward; pasaron los meses y mi psiquiatra me demostró con pruebas que ni ese manicomio se llamaba Carfax, sino San Humbértigo, y que su nombre era dr. Tovar.

—Y lo mismo ocurre con esa supuesta mujer que según usted conoció en un pub y con esa servilleta que le ha obsesionado y que incluso me mostró en una ocasión por si yo podía realizar un análisis grafológico de la personalidad de… Sandra, ¿verdad? Esa chica, compendio de todas las cosas que a usted le gustan, no existe más que en su imaginación.

Iba a replicar, pero mi médico quizás tenía razón, debía intentar olvidarme de esa historia si algún día quería salir de allí; pasaron los meses y me dieron el alta; pasaron los días y poco a poco fui rehaciendo mi vida; pasaron las semanas y me encontré a Sandra.

—¿Eres tú? —le pregunté, titubeante, con la misma inseguridad que me invadía cuando llamaba a aquellos teléfonos que nunca resultaban ser el de ella.

—Joder, macho, ahora te reconozco ¡Nunca me llamaste!

—Yo…

—Me dijiste lo de que tenías ojos de farmacéutico y me pasé meses recorriendo farmacia tras farmacia por si te encontraba o alguien te conocía.

—Pues espera que yo te cuente… ¿Vamos a tomar un café?

—Pues claro.

Mientras estábamos sentados en aquella terraza y le decía que no me volviera a escribir su teléfono sino que me dejara una llamada perdida al número que le acababa de grabar en su móvil, decidí que no le iba a explicar nada de todo aquello a mi psiquiatra: se non è vero, è ben trovato.

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Quim Carro

Quim Carro (Tarragona, 1973), autor de Divitos y coleando, es licenciado en Historia y un apasionado de la creación de relatos, ya sea en viñetas de cómic o en páginas manuscritas. @QuimCarro

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