Vuelvo estos días de pandemia al viejo Felipe Camino Galicia como si tuviera de nuevo catorce años y descubriera por primera vez la Poesía: eso que queda, si es que queda algo, cuando arrancas “los caireles de la rima”. Para el Poeta Prometeico, “eso que queda” tenía que ser “elegíaco”, tal vez “profético” o incluso “arcangélico”; al final, en su caso no fue más que jeremíaco, lo que no impide que a estas alturas sea también efectivo gracias al uso que hace de los símbolos y, sobre todo, de los mitos. El Boticario Rojo fue especialista en reciclar unos y otros; “Prometeo“, “Bóveda“, “Luz“, “San Pedro“, “Jonás“, “Don Quijote“ y muchos más, entreverados en su mente calenturienta, adquieren significados sorprendentes.
Todos los poetas, y todos los artistas, si a ello vamos, manejan símbolos, y no sólo los poetas llamados “simbolistas” (que más hubieran debido llamarse “abstractos”, pero bueno). En León Felipe, en todo caso, llama la atención el desenfreno: literalmente saquea el almacén de mitos y símbolos disponibles, arrambla con los más conocidos, por no decir resobados, y los amontona sin miramientos en la caja de su destartalada furgoneta para esparcirlos después y ponerlos a trabajar en su terreno y a su manera sin consideración de rango, historial ni prestigio.
No anduvo desencaminado Kincaid cuando describió la poesía del Bardo de Zamora como “potaje de símbolos”. En ese “potaje” destellan de vez en cuando diamantes cual “descargas eléctricas de belleza”, aseguraba. “Luz, cuando mis lágrimas te alcancen, la función de mis ojos ya no será llorar, sino ver,” clama León Felipe, dolorosamente consciente de la imposibilidad de ver nada en medio de la oscuridad, artificial y provocada, en que se siente vivir. “Tú te quedas con todo y me dejas desnudo y errante por el mundo”, reprocha a un misterioso, o no tanto, “Sapo Iscariote”, símbolo magnífico que le viene de perlas para la construcción de ese descomunal reproche que después debe matizar porque, siempre según él, una cosa, al menos, se lleva: la canción, otro símbolo capital. “Pero yo te dejo mudo ¡mudo! ¿y cómo vas a recoger el trigo y a alimentar el fuego si yo me llevo la canción?”.
La poesía de León Felipe es, en efecto, una jungla simbólica iluminada por relámpagos, y su Español del éxodo y del llanto, fechado en 1939, capital. Un texto que se pasó la vida reelaborando, que va más allá de los acontecimientos que lo precipitaron y que habría que volver a leer, pero despacio y en voz alta. Hay un largo poema, El hacha, calificado por su autor de “elegía española”, que constituye un pequeño libro dentro de otro, siete poemas contundentes como pedradas y unidos por el símbolo del hacha. “A los Caballeros del Hacha, a los cruzados del Rencor y del Polvo… a todos los españoles del mundo”. Desde la dedicatoria al último verso —“¡Que el llanto se haga luz!”— este pequeño conjunto de poemas resulta tan actual como si estuviera escrito esta mañana, un meticuloso catálogo de emociones según el cual los españoles no merecemos más insignia que un hacha tatuada sobre el pecho. Como hijos que somos de una tierra hecha con “polvo rebelde de rocas rencorosas”, no habría para nosotros mejor distintivo que esa herramienta brutal concebida para romper, deshacer, tronzar dolorosamente, desgajar y separar de manera tajante e irreversible lo que sea.
Las imágenes con las que el Poeta Blasfemo ilustra esta vocación se suceden certeras. “El hacha cae ciega, incansable y vengativa sobre todo lo que se congrega y se prolonga”. Otro símbolo, el “rencor”, se prodiga también con generosidad en la poética leonfelipesca. Así, si el hacha es ley, “el átomo amarillo y rencoroso” sería el elemento básico constitutivo… de España, por supuesto, ese lugar donde siempre…
“hay un tirano que sujeta
y otro tirano que desata…
y entre los dos, tu predio, libertad”.
Habría que volver a estas potentes imágenes. Hoy olvidadas, fueron concebidas por un miope alucinado que tenía rayos X en los ojos. Tendríamos que recuperarlas, grabarlas en todas las fachadas, aprenderlas de memoria y repetirlas como un mantra, como una letanía o una oración a ver si así, en efecto, el llanto se hace luz de una puñetera vez y la función de nuestros ojos deja de ser llorar y empieza a ser, de verdad, ver.
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