Con la yema de los dedos sobre el teclado o con el bolígrafo sobre el papel, escribir es horadar la pared de nuestra celda. Escapar quizá sea pedir demasiado, perforar algunas capas de las paredes que heredamos parece una meta más razonable. Meter el dedo en la llaga de nuestra arqueología. La belleza de la escritura radica en la reconciliación con el recuerdo, este es el olor que me deja la lectura de El perfume de las flores de noche de Leila Slimani, publicado por Cabaret Voltaire.
Slimani escribe palabras como flores que jamás podrían sobrevivir a la intemperie, necesitan un clima específico basado en una negación: hay que decir no al exterior, encerrarse en el escritorio para que brote la fuerza de lo vivido, el cultivo de las propias penas. Se escribe porque se ama intensamente la vida, fantasear con lo que fue, incluyendo el dolor que a menudo desdeñamos o pasamos por alto.
La escritura tiene algo de faquir, el extraño placer que reposa desangra una confesión: hemos vivido, a veces siendo fieles, otras injustos, siempre miedosos, con esa tímida voz del deseo que late en la incertidumbre de representarnos en el mundo. La voz del deseo resuena y la escritura es su compromiso, un ejercicio de libertad que radica en inventarse a uno mismo, sin la imposición de los otros, pero con su recuerdo manejado a nuestro antojo.
El allí da sentido al ahí, tal es el secreto de la honestidad de la escritura, convertida en la cámara oscura donde se revelan los retales de lo añorado. La realidad aparece cuando se inventa, y para ello se requiere de cierta distancia y lejanía, en este sentido, la escritura es una mentira —ficción— que hace posible nuestra verdad, porque en las palabras escritas resuena algo que la vida no se atrevería a pronunciar mientras caminamos atropellados por las furias del trabajo o por complacer aquello que se espera de nosotros. En el mundo cotidiano se ventilan nuestras debilidades, que son el nutriente básico del que se alimentan las palabras escritas.
La literatura es la erótica del silencio. Como Venecia, el silencio está en peligro de extinción, porque sonreímos o guiñamos el ojo, al igual que Marilyn Monroe, bajo el anhelo de ser queridos, ahora incluso bajo la presión de los consumidores que nos dan likes o nos retuitean. En esa aceptación nos perdemos. Demasiado ruido nos acecha, vivir se ha convertido en un viaje por los lugares comunes que reclaman el selfie del turista.
La fiebre de la visibilidad virtual es un fenómeno análogo a la experiencia del viaje turístico, donde la imagen de uno mismo, al igual que las ciudades, queda uniformada. La misma tienda de chuches está en Madrid, Praga o Amsterdam, un hashtag nos obliga a pensar lo mismo. El turista solo es un consumidor más que quiere hacer Venecia y llevarse de su viaje unos selfie tomados con la ayuda de un brazo extensible, donde la ciudad es un decorado en segundo plano. La soledad que demanda la escritura es revolucionaria porque evita el turismo de la existencia.
Slimani pasea sola en medio de la noche por el museo. Confiesa que la experiencia del arte, y especialmente el contemporáneo, se aleja de su conocimiento, pero esto no impide que algunas de las piezas reflejen su propia vida. Más allá del dato, del concepto o las prisas de la foto, toda obra, si se contempla desde el silencio, prescribe algo sobre nosotros mismos. Equipara la misión del artista con la escritura, convertirse en demiurgo en lugar de copista: exhumar, arrancar del olvido, entablar ese diálogo diabólico entre el pasado y el presente. Negarse al amortajamiento.
El museo se convierte en invernadero, material para viajar por la memoria, porque en la experiencia de lo lejano y desconocido resuena aquello que nos constituye y añoramos. Viajar, como la escritura, consiste en tomar distancia respecto a nuestra cultura y todo lo heredado para que, por un instante, contemplemos con ojos extraños la vida que hemos atravesamos. Solo podemos habitar un lugar si tenemos la posibilidad de abandonarlo. Venecia se convierte en Slimani, pero también es un poco de todos nosotros. Una ciudad sin campo donde cultivar y que depende del exterior, pero que flota manteniendo la dignidad de sus ruinas.
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Autora: Leila Slimani. Traducción: Malika Embarek López. Título: El perfume de las flores de noche. Editorial: Cabaret Voltaire. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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