Silvia Labayru, protagonista de La llamada (Anagrama) de Leila Guerriero, fue secuestrada cuando tenía 20 años estando embarazada de cinco meses. Pertenecía al servicio de Inteligencia de los Montoneros. Estuvo encarcelada año y medio en la temible Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) de Buenos Aires. Su liberación fue considerada como sospechosa por algunos excompañeros de militancia, que la repudiaron.
ESCENA I. LEILA GUERRIERO: “LA HISTORIA DE SILVIA LABAYRU TIENE TERROR, ESPANTO, VEJACIONES, AMOR Y HUMOR”
Año y siete meses de entrevistas mantuvieron Guerriero y Labayru. Dos, tres encuentros por semana, excepto cuando una u otra viajaban. Hoy es lunes 29 de enero de 2024. Escenario: una fría y blanca sala del Hotel de las Letras, planta primera. Leila Guerriero repite lo ya dicho decenas de veces, siempre a vueltas con lo mismo desde hace semanas: los atroces recuerdos que padeció la argentina Silvia Labayru.
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—¿Por qué el tema de los militares, sólo por el personaje, por Silvia Labayru?
—Yo ya me había ocupado de la dictadura en artículos anteriores, pero no estaba buscando el tema directamente, me llegó y me pareció súper interesante.
—Uno de los antecedentes es tu libro La otra guerra: Una historia del cementerio argentino en las islas Malvinas (Anagrama, 2021), donde contabas que el Estado no notificó oficialmente los muertos hasta 2018, ya con el expresidente Mauricio Macri, quizá por desdén. La guerra de las Malvinas ocurrió en 1982, la detención de Labayru fue en 1976… Todo hace nada, casi anteayer. Sorprende más en un país en teoría muy avanzado. Y culto.
—Más que desdén, en el caso de los soldados no identificados hubo una cuestión ideológica, una manipulación. No es fácil conciliar a dos países en conflicto como Inglaterra y la Argentina, con grandes diferencias diplomáticas. Pero todo lo que pasa en la otra guerra proviene, por supuesto, de un largo proceso colateral de lo que pasó en la dictadura, una larga rémora de lo que pasó 40 años atrás.
—La actual vicepresidenta de Milei, Victoria Villarruel, rebaja mucho la cifra de los desaparecidos.
—Ella, incluso cuando no era candidata política, preside una organización que pretende de alguna manera reflotar la idea de que [la dictadura] fue una lucha entre dos bandos encontrados. Y no fue así, fue una situación de terrorismo de Estado.
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Leila Guerriero ya abordó el tema de los efectos de la represión militar en un reportaje, La voz de los huesos, en 2017, donde detallaba cómo se gestó (en 1984) y funcionaba, con medios muy precarios, el Equipo Argentino de Antropología Forense. Pero “antes de este texto yo ya había tocado el tema de la dictadura en otro sobre una nieta recuperada, que se llama Claudia Poblete, una chica que estuvo apropiada y criada por una familia. Su abuela, Buscarita Navarro Roa, formaba parte de la organización Abuelas de Plaza de Mayo. Era un caso muy particular porque el papá era chileno, la madre argentina, desaparecieron los dos, él estaba amputado de las dos piernas… Fue una historia muy cruenta. Pero me ocupo de las más diversas cosas”.
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—¿Sólo tardaste cuatro meses en escribir el libro?
—En escribirlo sí, pero estuve dos años y medio en total trabajando. Sólo en transcripciones tenía 1937 o 1977 páginas de las decenas de entrevistas que hice. A eso hay que sumarle libros leídos, videos, causas judiciales… Pero no me da la sensación de que sea tanto material para hacer el trabajo de campo.
—¿Imprimiste los textos?
—Las transcripciones sí, todas. Después de irme de las entrevistas con Silvia tomaba notas de cosas que quería retomar en los siguientes encuentros. O con otros. Me llevó dos meses trascribir.
—¿El tono de este libro es parecido al de Opus Gelber, tu libro sobre el pianista Bruno Gelber?
—No, me parece que no. El tono de Gelber era más juguetón, más lúdico. Bruno me tenía un poco en su telaraña. Es un hombre entregado pero también muy críptico, digamos. Con Silvia fue otra la relación. Siempre hay cosas que el entrevistado se guarda, pero llegamos [Labayru y ella] a tocar un punto muy fuerte de contundencia de verdad.
—Tuvo que ser difícil eliminar textos.
—¿Dejar cosas afuera? No. Cuando escribo los libros siento esa libertad de… Me encanta escribir para revistas y diarios, pero siempre estás constreñido: que si el espacio, que si te pasas palabras… En el libro es un poco más vertiginoso también porque el punto final lo ponés vos. Y hay una cosa de sentido común: un libro no puede tener mil quinientas páginas. Ni mil. Pero también está la libertad de decir que si necesito setenta páginas más las puedo tener. No me costó dejar material fuera porque lo que está en el libro es lo que necesita estar. Si todo es importante, nada es importante.
—¿Te costó convencer a Silvia Labayru para que hablara contigo? Parece ser que llevaba cuarenta años sin dar una entrevista.
—No siento que la haya convencido. Tuvimos una primera charla informal…
—¿Hubo empatía?
—No me gusta hablar de empatía porque la empatía me parece que es una cosa bastante condescendiente: yo parece que empatizo con una persona que está como por «debajo». Hubo confianza. No es «aceptó», ni que la convencí. Sintió que era el momento de contar su historia. Bueno, el aval de Dani Yako [fotógrafo y amigo de las dos] imagino que habrá sido importante para ella. Digo: su mejor amigo no le iba a recomendar que hablara con alguien que no tuviera una escucha abierta. Ella nunca dudó, siempre era más y más y más.
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Cuando me puse en contacto con Dani Yako (que expone algunas de las fotos de su libro Exilio 1976-1983 en la Librería Olavide de Madrid) para que autorizara o no la publicación de la fotografía que hizo a Silvia Labayru y a su hija Vera en Madrid en 1978, le pedí también que opinara sobre el libro de Leila Guerriero. Su contestación, por WhatsApp, fue: “Prefiero no hablar de La llamada (que me ha gustado)”. Autorizó a publicar la foto. Sin pedir nada a cambio.
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—La sospecha que cayó sobre Silvia Labayru por haber sobrevivido al año y medio en la ESMA es, sin duda, una de las claves del libro. Vivir bajo sospecha o sobrevivir bajo sospecha.
—No es nueva la idea de la sospecha, la culpa del sobreviviente, la sospecha del sobreviviente. Del Holocausto para acá hay mucho escrito sobre eso. Como yo abordo un caso particular tiene mucha relevancia en el libro, pero no sólo con ella sino con otras mujeres que sobrevivieron también y que están entrevistadas, como Marta Álvarez, como Graciela García Romero. Hay como una sombra de duda por parte de los ex compañeros de la militancia acerca de “a ver, qué hicieron ustedes para que las, o los, dejaran libres”. Es muy duro para alguien lidiar con esa sombra, porque hay muy pocas maneras de combatir esta convicción, de explicar que no fue así. Marta Álvarez aparece en un vídeo que se hizo en el Museo de la Memoria (en el mismo edificio donde estuvo radicada la ESMA) donde hay testimonios de muchas mujeres que pasaron por ese campo y que cuentan cómo fue. No sólo estar, sino salir y seguir su vida. Marta Álvarez dice que esa pregunta, qué hiciste para que no te mataran, la shockeó y la persiguió durante años. Y que un día se la hizo el hijo, y que eso la destrozó. Son situaciones extremas, difíciles. En el caso de Silvia fue muy sorpresivo para ella; ella pensaba llegar acá a Madrid y encontrarse con el alivio del regreso, aquí estaba su esposo. Rearmar un poco una vida en que había caído un misil en el medio. Y se encontró con que no fue fácil ni mucho menos: era señalada, repudiada, había sitios donde no la dejaban entrar, sitios donde iba muy altiva, muy corajuda y sabía que le iban a dar vuelta a la cara. Una persona que tenía 21, 22, 23, 24 años. Si ya tenés 60 lo puedes afrontar de otra manera; es igual de duro, pero estás más equipada para pasar por esas cosas. No fue sólo que le pasara sólo a ella, fue a mucha gente.
—¿Qué sentiste tú cuando entraste en el recinto donde había estado la ESMA?
—Por supuesto que es un sitio que tiene una sombra muy oscura, un sitio muy estremecedor, pero yo estaba muy concentrada a todo lo que estaba haciendo ella, cómo actuaba ella, cómo se movía ella. Estaba grabando toda la situación. Era una cosa muy rara, porque ella había estado prisionera allí y a la vez estaba oficiando como una especie de guía.
—Llama también la atención el intento de «recuperación» por parte de los militares de Labayru, empezando por la ropa: que vistiera «modosita», en «plan femenino» y no de cualquier manera. Como si se arrogaran cierta autoridad moral sobre ella.
—Los militares eran personas torturadoras, asesinas, reaccionarias, conservadoras. Con una idea muy paleolítica de lo que significa ser mujer y de lo que significa ser varón, de los roles de cada uno. Ese proceso espantoso de recuperación, que fue un invento del Tigre Acosta, implicaba entre otras cosas feminizarlas, digamos. Y aparte con una cosa muy perversa: las hacían vestir con la ropa que habían robado en casas que habían secuestrado. Silvia se acuerda siempre que cuando llegó acá a Madrid venía con una maleta con ropa rarísima, camisas brillosas y faldas de señora.
—Otro momento espeluznante que se cuenta en el libro: cuando estaba en Madrid o en Marbella tenía que soportar unas visitas…
—Tenía que reportarse.
—Como si aquello no fuera a acabarse nunca.
—Aquí, a pesar del repudio, sintió la libertad, estaba segura. No fue la única vigilada, ni ocurrió por el hecho de ser mujer. Y muchas de esas personas tenían familia en la Argentina; es decir, no podían decir “no, no voy”. Siguió durante mucho mucho tiempo.
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—Intentas siempre, evidentemente, no juzgar. Lo cuentas en el libro En el fondo la forma: Conversación entre Leila Guerriero y Ander Izagirre (Voces 5W, 2022), pero con este tema tuvo que ser más difícil que no se te fuera la mano. Por ser tan extremo, con contar el terror no hacía falta agregar ningún acento.
—Lo que pasó fue terrible. No se trata de subrayar el espanto, ser morbosa, sensacionalista, efectista. El libro necesitaba cierta contención. Pero yo también me reconozco mucho en esos rasgos; soy una persona discreta, no trabajo en esos bordes de periodista indignado. Todo era demasiado terrible como para que yo además me pusiera a subrayar todo eso. Si distribuyes muy bien las piezas y la historia va encajando de forma natural (que no sé si lo logré o no pero es lo que intenté hacer) la expresión misma del libro, la manera en la que vas diseminando las piezas, tiene que llevar al lector por todas las coloraturas que tiene la historia. Que tiene terror, que tiene espanto, que tiene vejaciones, que tiene amor, que tiene hijo, que tiene humor. Todo eso.
—En esa coloratura aparece la madre, un personaje muy libre. Leila era una chica que, con 20 años, a la vez que estaba tirando cócteles Molotov, y parece ser que con cierta puntería…
—Sí, sí, estaba muy orgullosa de eso.
—… tenía también una vida muy alegre. Era muy guapa, muy atractiva. Era todo como muy intenso.
—Sí, esa es la palabra, intenso. Creo que tuvo una infancia, una adolescencia y una primera juventud muy intensas. Esa familia era muy extraña: ella era una hija única y estaban estos dos padres; ella, la madre, Betty, era una mujer muy particular, bellísima bellísima bellísima [“No era una mujer: era un acontecimiento”, escribe Guerriero]. Era, en las fotos de joven, como de porcelana, del tipo de belleza Grace Kelly. Muy clásica. Rubia, con ese peinado alto que se hacían. Silvia en su juventud era muy avasalladora, tenía una belleza distinta a la de la madre, era más salvaje; con mucha potencia, muy leona. A lo Brigitte Bardot. La casa esa era un poco loca porque el papá era una especie de picaflor, de playboy, piloto de Aerolíneas Argentinas, militar… Y ve que su mujer, celosísima, había contratado a un detective para espiarlo. De todo eso también quedan efectos colaterales; hubo intentos de suicidio por parte de Betty, el padre permanecía un poco indiferente… En un momento, Betty empezó a tomar mucho alcohol (una botella diaria, se dice en el libro), muchas pastillas… Después dejó, pero también todo eso afectaba. Como Betty era tan guapa y tan simpática, todos los compañeros de Silvia iban a su casa para verla porque era una bomba. Esto a Silvia la incomodaba mucho, porque Betty era un ser muy magnético para sus compañeros, pero como madre era un problemón: que tu madre quiera ser tu mejor amiga. Le permitía toda la libertad del mundo pero en cierta etapa adolescente también sabés que hay que luchar contra determinados límites, y allí no había ningún límite. Se podía hacer cualquier cosa, digamos. De hecho cuando Betty se enteró de que Silvia empezaba a tener relaciones sexuales con un muchacho la llevó a una farmacia y le compró un diafragma.
—¿Pese a esto, o quizá por todo esto, Silvia Labayru estaba muy politizada? Aunque cierto es que estudió marxismo.
—Silvia era profundamente de izquierdas, era una militante convencidísima. En el libro comenta que si se metió montonero era porque se dio cuenta de que desde la izquierda radical no iba a llegar a la gente, a lo popular. Nunca estuvo convencida del peronismo.
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Silvia Labayru trabajó “en España vendiendo publicidad para revistas de ingeniería y administrando las propiedades que tiene en alquiler en Madrid y Reus”, según confesó a Guerriero. Se afilió al PSOE, y sigue afiliada. Tuvo dos hijos: Vera, la mayor, la que nació en la ESMA, es cardióloga, tiene 46 años y vive en Escocia; el otro estudió música.
Por el libro desfilan, y hablan, un tropel de personas. Cada una con sus percepciones. Todas muy cercanas a Silvia Labayru, como Alberto Lennie, con quien se casó en enero de 1976, padre de Vera, quien también fue montonero: “En el año 77 salir de la ESMA, ir a la Navidad con tu familia, era sospechoso. Entran cinco mil, mueren cuatro mil novecientos cincuenta, se salvan poco más de setenta, ¿por qué? Me llevó años entenderlo. Hasta que hablaron los que sobrevivieron”. O el peculiar Osvaldo Natucci, ya octogenario, exiliado y ex militante comunista, de quien Labayru recuerda: “Me ayudó a entender cómo la izquierda margina todo lo que está fuera de la norma. Un puritanismo de te machaco y te destrozo”. Vivieron juntos ocho o nueve años desde 1978/79. Él es 16 años mayor. Y también él fue quien abrió los ojos a Labayru. Testimonio de ella: “Cuando había una fiesta o una reunión, yo me ponía muy paranoica. Quién va a ir, me van a saludar, no me van a saludar… Normalmente lo que hacían era avisar a Osvaldo que yo no era bien recibida. Si era una cosa pública o una fiesta grande, me daban la vuelta y me hacían el vacío”. Sobre ello abunda Roberto Pera, ex miembro del Partido Comunista, fotógrafo y que conoció a Labayru desde los campamentos de verano del Colegio Buenos Aires: “La juzgaban como si hubiera tenido posibilidad de elección. Sin darse cuenta de que ella era prisionera, que tenían a su hija de rehén”. Y añade lo siguiente: “Ella fue exitosa porque les enroscó la víbora. Les hizo creer que estaba trabajando para ellos”.
Uno de los episodios más controvertidos de Labayru, además de trabajar para los militares en una oficina mientras estuvo presa, fue su participación en unos encuentros con el entonces teniente Alfredo Astiz, los dos como infiltrados, en reuniones de las Madres de Plaza de Mayo. Él se hizo pasar por el hermano de un desaparecido. Tiempo después se decidió que fuera acompañado por alguien que simulara ser su hermana menor. Al final fue elegida Silvia Labayru por su parecido físico. Una operación militar posterior terminó con secuestros y desaparición de varias «madres» y dos monjas francesas.
O las acusaciones de que «salía» con el militar conocido como Tigre Acosta. O el caso de Antonio Pernías, “mi responsable”. “Me llevaba a reuniones sociales con señoras de la alta alcurnia, con tazas de té de porcelana”. O su violador, Alberto González, el Gato. Además de forzarla le exigió que tuviera relaciones con él y su esposa en su casa “con la niña durmiendo en el cuarto de al lado”. No sólo en la casa de los militares sino también en la casa del padre de Silvia Labayru (a veces la dejaban salir a cenar, visitas familiares) mientras estaba de vuelo.
Y por supuesto la historia de amor con Hugo Dvoskin, retomada 34 años después. Psicoanalista y autor del libro La Shoa en tiempos de cine, siempre enamorado de ella, ella dejándose y no dejándose querer. Nada más salir de la ESMA envió a Dvoskin un telegrama que la madre rompió. Y ocultó. El texto decía: “Vengo del infierno, necesito que me ayudes”. Ahora Labayru y Dvoskin (a quien no le gustó que Guerreiro hablase con Labayru para el libro) viven juntos.
Coda 1. Preguntada Leila Guerriero por los libros que más le han gustado últimamente, detalla: El sermón del fuego (Libros del Asteroide) de Jamie Quatro, “me encantó”; Los destrozos (Random House) de Bret Easton Ellis, “me pareció descomunal”; La conejera (Sexto Piso) de Tess Gunty, “que me pareció increíble. Luego, un libro que publicó Muñeca Infinita que se llama Amor sin fin, de Scott Spencer. Y también leí un libro que me recomendó Rodrigo Fresán, Algo ha pasado (Random House) de Joseph Heller “.
Coda 2. Preguntada por algunos de los 26 personajes que retrata o entrevista o comenta o desangra en Plano americano (Anagrama, 2018), algunos no demasiado conocidos, responde:
—Hebe Uhart: “Para mí es una de las mejores cuentistas argentinas. Es una de estas escritoras con un mundo muy propio, un universo y una mirada muy personal. Es una mezcla de desazón, ternura, humor muy oscuro y un uso del lenguaje muy a lo Hebe Uhart. No hay otra persona que escriba como ella”.
—Martín Kohan: “Bueno, Martín es un escritor increíble y además muy multifacético: es ensayista, académico… un intelectual. Creo que he leído todo lo que ha escrito. Me parece que es un tipo con un enorme equipamiento intelectual, capaz de transferir todo eso a un ensayo con una prosa muy vital. Y escribe ficción con un lenguaje de una potencia… Es como recibir un impacto. Tiene un libro que se llama Dos veces junio (debolsillo), precisamente sobre la dictadura, que es brutal, muy parco; pero el tiro que lanza pega en el centro”.
—Rodolfo Fogwill: “Creo que ahora se lo conoce más acá. Es un ser entrañable, yo lo quise mucho. Fue muy generoso conmigo, a su manera, rabiosa. Es uno de los clásicos argentinos. Un escritor con una mirada completamente inusual. Sus cuentos son absolutamente fabulosos, y de hecho de Fogwill decía Uhart que era el mejor escritor argentino. Tenía un personaje público un poco rabioso, provocador, pero milagrosamente eso no logró comerse su literatura. La literatura de Fogwill y Fogwill son una misma cosa”.
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ESCENA II. EN LA COCINA LITERARIA DE LEILA GUERRIERO: REPOSO, LEERTE COMO SI FUERAS OTRO Y CONTRASTAR VOCES
Cafetería de un hotel de la Plaza de Santa Ana, antes hotel Victoria, donde se hospedaban Manolete, Luis Miguel Dominguín o Jaime Ostos antes de partir hacia Las Ventas. Leila Guerriero se aloja en otro cercano, estrecho, más económico. Fecha: lunes 27 de junio de 2022. Once de la mañana. Acude flaquísima, con el pelo esponjado, pantalones vaqueros ajustados y anillos de plata en cuatro dedos afilados. Pide agua con gas. Está de paso para entrevistar a alguno de los personajes que de algún modo asomarán a La llamada, pero que no desvela; ni una pista en casi una hora de conversación.
—¿Cuándo sabes que el texto está listo, terminado?
—Es una cuestión de intuición y de experiencia. De algún modo voy haciendo preguntas al texto en términos de estructura, cronología, contexto… Me pregunto mucho si el lector va a tener todo el contexto necesario para entender la información que le estoy dando. Reviso los conectores, las conexiones… Reviso los datos también: yo sostengo que tal cosa sucedió en 1955 y quizá fue en el 54 o el 56. Hay un punto en el que puedo leerme como si el texto lo hubiera escrito otro. El texto lo dejo reposar bastante. La escritura me toma diez, quince días de textos más largos, y los libros mucho más tiempo, por supuesto. El reposo hace también que yo pueda volver al día siguiente, y al día siguiente… Tener una visión más lejana, saber si me he pasado diez pueblos en alguna metáfora.
—La primera frase, tan fundamental; como el tono del libro, como su diapasón.
—Y el punto de distancia. El arranque del texto es como cuando el director [de cine] decide dónde poner la cámara; es decir, este va a ser el plano y la tonalidad de todo el texto. El resto del texto es como una expansión de este comienzo. No es que el resto me resulte sencillo, porque hay que jugar con la estructura, con los tiempos, pasado, presente y futuro; pero si tengo el arranque es como si tuviera el madero en la tormenta. Puedo seguir con la calma que necesito de saber lo que quiero decir.
—Hablas con muchos personajes que rodean al personaje que retratas, como en el caso del perfil de Ricardo Darín: ¿como si no te fiaras?, ¿porque quieres dar otros puntos de vista?
—No es no fiarte. Los periodistas, cuando trabajamos como yo, por suerte con mucho tiempo y que veo mucho a las personas que entrevisto, me da tiempo para contrastar el testimonio del protagonista o protagonistas del texto con los de otras personas que lo conocen. No necesariamente hablan bien de esa persona; quizá de un actor o un músico haya menos aspectos discutibles. Si te enfrentas a un empresario o un político ahí ya… Mi obligación es contrastar voces, amigos del alma, enemigos del alma… A mí me sirve para contrastar la memoria, la leyenda o el relato que me quieren contar para abrir puntas de conversación nuevas con esa persona, incluso. Y también para iluminar esa vida con otros focos, otras luces. Incluso a la gente le cuesta hablar bien de sí mismo.
—¿Tú crees?
—Es muy difícil que un actor te diga «yo soy genial», ¿entendés? O «mis grandes virtudes son»…
—Puede ser falsa modestia.
—Sí… También es bueno sumar voces autorizadas que no sean amigos. Por ejemplo, estás haciendo el perfil de un músico de rock, que suelen tener, como los artistas en general, mucho ego, porque aunque no te digan «yo soy genial» en su discurso se trasluce esa idea. Pues para tener una idea cabal, objetiva, del valor del trabajo del artista me sirve mucho hablar con un crítico de música, alguien desde fuera que no sea amigo, que pueda poner en valor su trabajo, el talento o sus virtudes. A mí como periodista no me corresponde hacerlo en un texto.
—Has dicho que alguna vez has leído tus reportajes en alto para ver cómo sonaban.
—Ahí tengo un truco gracioso. Lo que a veces he hecho es leer algunas columnas o algunas conferencias a mi pareja, pero muy pocas veces lo he hecho. Si veo que se emociona es que el texto funciona.
—Te puede engañar.
—No hay manera, ya me doy cuenta si funciona.
—“El hombre con el que vivo”, sueles decir.
—Sí, Diego se llama. Para una mujer es muy difícil decir… No estamos casados, no es mi marido. Y mi novio no es porque llevamos veintisiete años juntos.
—¿Cómo, cuándo crees que son definitivos tus textos? ¿Lo consultas con otras personas?
—No.
—O sea, que estás muy segura. Muchos escritores lo hacen.
—Sí, muchos quinientas mil veces mejor, digamos. A ellos le puede dar mucha seguridad, a mí al contrario. Cuando entrego el texto siento que el lector ideal es el editor. Si hay algún comentario, que siempre los hay, vienen de parte del editor. Siento que no necesito enseñarlo a alguien más. Una vez lo hice, con el primer libro.
—Los suicidas del fin del mundo.
—Di a leer la mitad del libro.
—Libro que no se encuentra.
—Recién lo ha sacado Tusquets en bolsillo.
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Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico es de 2006. Relata a pie de obra las desventuras de un pueblo de esa zona perdida, lejanísima, que a veces recuerda a Comala. Arranca así:
“El viernes 31 de diciembre de 1999 en Las Heras, provincia de Santa Cruz, fue un día de sol.
Había llovido en la mañana pero por la tarde, bajo el augurio favorable del que parecía un verano glorioso, se hicieron compras, se hornearon corderos y lechones y se vendieron litros de vino y de sidra. Allí, y en toda la Argentina, se preparaba la juerga del milenio con fiestas, alcohol y fuegos de artificio.
Pero en Las Heras, ese pueblo del sur, Juan Gutiérrez, 27 años, soltero, sin hijos, buen jugador de fútbol, no vería, de todo esto, nada.
No sabía mucho de la muerte –como no lo supieron los demás, los otros once- pero el último día del milenio supo que no quería seguir vivo”.
Eso, en la página 15. En la 14, al lado, un mapa para situar el desastre que terminó en una oleada de suicidios, “doce hombres y mujeres”, “una edad promedio de 25 años”, de familias humildes. Ocurrió entre 1997 y 1999 donde antes hubo la efímera prosperidad por unos campos petrolíferos. De igual modo que brotó el dinero, se esfumó.
Leila Guerriero llegó allí, a Las Heras, “a 27 horas de ómnibus desde Buenos Aires”, en el otoño de 2002. Para saber. Porque “la lista oficial de esos muertos no existe. Ni el Municipio ni el hospital ni el Registro Civil creyeron necesario reconstruirla y entonces todos inventan: fueron veintidós en menos de un año, fueron diecinueve en dos años y pico, fueron tres y la gente exagera”.
Los suicidios del fin del mundo da cuenta de cómo María Eufronia Ritter, de 33 años, fue encontrada por su hermano colgada de un alambre en una calle sin nombre. Allí ninguna calle tiene nombre. Se lee en el libro que alguien tiene una guitarra con una pegatina que reza “El amor de Dios es puro”. Se habla en el libro de un “lugar donde no tenés nada para hacer. Donde sólo puedes salir a caminar”. Se habla y mucho del viento, siempre presente. Y de alguien que duerme en su casa junto a una cruz del cementerio. Y de rumores: “Puede ser una secta, que te arranca la mente de los niños (…) Dicen que una chica que se suicidó en el dormitorio había dejado los nombres de todos los que les iba a pasar lo mismo”. También se relatan lamentos: “Nadie vino a hacer nada. Nadie intervenía. Nadie investigó. Nadie preguntó nada”. Allí donde el “89% del pueblo vivía de la industria del petróleo”, donde había “bares, whiskerías, clubes nocturnos, cabarets”. Alguien comenta: “Sabés lo que es perder los tres hijos de golpe”.
Allí vivía, o vive, Vilma Rivas de González, que había llegado de Chile con 12 años, huérfana de madre desde los dos, dada por su padre a una tía para que algún día la casara; lo hizo con 15. Tenía una parálisis facial y un ojo que le lagrimeaba. Ahora habla Jorge Salvatierra, “trolo” (…) La gente homosexual sufre muchísimo. ¿Quién no se ha intentado suicidar? Decime”. Testimonio de Darío Sánchez: “Mi vieja me tuvo a mí a los 13 (…) Acá es puro viento y pampa. Por ahí te levantás triste, salís para algún lado y te agarra este viento y te sacude mal y te deja loco”. Y así más testimonios y más páginas. Hasta 230.
En la conversación de la plaza de Santa Ana surge el nombre de Juan José Millás, a quien Leila le entrevistó bajo el título «Al otro lado del espejo», incluido en Plano americano (2018, Anagrama), volumen que incluye textos sobre Nicanor Parra, Ricardo Fogwill, Idea Vilariño y Dorotea Muhr, y Pedro Henríquez Ureña, y Marín Kohan, y Ricardo Piglia, y Amelita Baltar, y la menos conocida, lástima, Hebe Uhart. Y Roberto Arlt, claro. Hasta 26. Una manantial.
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—Millás es absolutamente genial. Tiene una dimensión de lo que se puede hacer con la escritura que es absolutamente alienígena. Una sorpresa tras otra. Tanto cuando escribe sobre cosas culturales o políticas como cuando está en el cuerpo de un sastre, qué sé yo. En mi caso, cuando me propusieron hacer una columna en el diario (contraportada de El País) me pregunté qué podría aportar una persona latinoamericana. Por supuesto no pretendía tener una columna de opinión política, porque no soy eso. Mi inspiración, o la tradición en la que yo intenté de alguna manera como colocarme, tiene que ver con algunos columnistas como Roberto Arlt, que escribía una columna por día; no sé cómo hacía, con un grado de imaginación y desfachatez absoluto. Y la otra persona que a mí me gustó mucho siempre es Clarice Lispector, que tenía una manera de hablar de sí misma, de su vida conectando con algo muy universal: la experiencia de estar vivo, de estar en este mundo. Estando bien y estando mal, estando nostálgico feliz, etcétera. No son, diría, las únicas dos personas que me inspiran pero viene por ahí. La columna de Juanjo la leo siempre; y cuando estoy como «amesetada» me doy como un chutazo de sus columnas y me envalentono; y digo: “por ahí”. Me recuerda por dónde es el camino.
—Donde todo es posible.
—Todo se puede hacer, todo se puede hacer. Al principio lo hice con mucha prudencia, cuando empecé, en 2014 o 2013, porque no sabía hasta qué punto podía llegar. Pero sí lo hice en cosas raras en una sección rara que llamé «Instrucciones».
—En una columna tuya de hace muchos años que la titulaste «Escribir» empezaste así: “Hay que amasar el pan. Hay que amasar el pan con brío, con indiferencia, con ira, con ambición, pensando en otra cosa. Hay que amasar el pan en días fríos y en días de verano, con sol, con humedad, con lluvia helada. Hay que amasar el pan sin ganas de amasar el pan…”.
—Ah, sí, sí. Bueno, yo amaso pan, evidentemente porque si no no podría haberla escrito. Y el pan, ¿viste?, es una cosa que te puede salir súper bien tres veces seguidas y a la cuarta la haces con la misma intención, la misma mano, la misma levadura, y sale distinto.
—¿Por qué?
—Y por qué, ¿no? Uno lo hace con la certidumbre de querer hacerlo… Es como la escritura. Uno escribe para perderse también, no tanto para encontrarse.
—Volviendo a los inicios del texto. Tienes uno que es este: “Es un hombre, pero podría ser otra cosa: una catástrofe, un rugido, el viento”. Así describes a Nicanor Parra. Te lanzas al vacío.
—Siempre hay que tener en cuenta que lo que estamos haciendo es periodismo. La creatividad no puede estar por delante de la información. Si yo digo eso de Nicanor Parra es porque yo quiero que el lector sienta desde el principio que abrir la casa de Nicanor Parra y verlo es como ver una montaña. Primero, descubrir que existe. En mi inconsciente estaba un poco dando vueltas la idea de que era un tótem un poco inventado. Y descubrir que no, que el tipo existe, que está de carne y hueso, que me da la mano. Poner en juego estas ideas tiene que ver con poner en juego la potencia de Nicanor, que en ese momento tenía 97 años. Era un tipo grande y sin embargo era una roca. La escritura es un lugar de creatividad, pero también un lugar de enorme libertad dentro de ciertas reglas; reglas que a mí no me funcionan como un corsé «inhabilitante», sino al contrario. Básicamente la principal regla es: esto es periodismo, no es poesía.
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Leila Guerriero nació en 1967 en Junín, 20.000 habitantes entonces y a 250 kilómetros de Buenos Aires. Aprendió a conducir a los 12 años y “a manejar armas desde mucho antes”. Hija de ingeniero químico y maestra, en la casa familiar había una biblioteca bien surtida. “Escribí siempre, desde muy chica”. “En 1991 o 1992”, sin contacto alguno, dejó en la recepción del diario Página/12 un relato titulado Ruta cero a nombre del director, Jorge Lanata. El texto “estaba escrito en primera persona y era el monólogo de una mujer muy joven que iba escapando de la policía en un auto con su novio durmiendo en el asiento del copiloto”, recuerda.
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—¿Dónde se publicó luego?
—Nunca se publicó en ningún libro.
—¿Por qué?
—No sé, no se me ocurrió jamás. Porque es ficción y porque no… Yo no escribió ficción salvo en esas «Instrucciones» que te comenté.
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Aparece en escena poco después el periodista y escritor Eduardo Blaustein, quien le aconseja que leyera Crash de J. G. Ballard por si le pudiera ayudar a encontrar el tono para “una investigación de diez páginas sobre el caos del tránsito en la ciudad de Buenos Aires”. Dos semanas de plazo. El libro, que “ya lo había leído a los 13 años”, le “abrió la cabeza”. Se dio cuenta de que “hay que abrir mucho la cabeza, el abanico de cosas que uno puede ver y mirar a la hora de hacer el reporteo”. Fue consciente de que podía “buscar referentes literarios, cinematográficos, fotográficos”. Para hacer un reportaje sobre un atasco se dio cuenta de que tenía (o debía) hablar con “taxistas, con gente que tuviera o no tuviera auto, con gente que trabaja en parkings, ver cómo se soluciona en otros países, hablar con el ministro de Transportes… Fuentes, fuentes, fuentes. Pero, además, ese libro (Crash) me podía ayudar como un motor de ideas. Esa idea, la idea de que yo podría buscar motores en muchos sitios, más allá de la realidad concreta y de las entrevistas, es algo que no perdí. Nunca. Cada vez que estoy haciendo un perfil o algo estoy alimentando mi cabeza con cosas que vienen de diversos artefactos narrativos, digamos”.
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—Has escrito que tienes periodos «Variaciones Goldberg», periodos Lorrie Moore…
—Todas esas influencias se van pegando hasta que al final uno no puede decir de dónde proviene una cosa u otra. Es una especie de Frankenstein. Pero sí tengo detectado, por ejemplo, el momento en el que yo leí a Lorrie Moore, fabulosa. Llegó a mi mesa de redacción del diario La Nación, donde yo trabajaba entonces, un libro suyo, creo que el primero traducido al español, o por lo menos el primero que llegaba a la Argentina. La tapa era rarísima, fea: una mujer como muy obvia. El título era «Es más de lo que puedo decir de cierta gente», que también era un título raro. Nunca había oído hablar de ella. Abrí el libro, empecé a leer y no pude parar más. Leer la prosa de Lorrie Moore tres años antes de escribir Los suicidas del fin del mundo me influyó. Su prosa me impactó y transformó mucho mi voz, que era mucho más barroca. Se transformó en una voz más astringente, más aséptica, casi sin adjetivos. Es una de las autoras con la que estoy muy identificada. El otro es David Foster Wallace. La primera crónica que leí fue la del barco («Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer»). Yo nunca había oído hablar del sujeto, estoy hablando de hace muchos años. Acá hizo una labor importante Claudio López Lamadrid. Foster Wallace es como ¡guauuu! Es un estilo completamente distinto al de Lorrie Moore, mucho más explosivo. ¿Influencias? De toda clase. Lo único que no me influye es el teatro porque voy muy poco.
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Quien no conozca el libro del escritor estadounidense, lo que ha de hacer es comprarlo, apagar el móvil y dejarse llevar. Sin más. En él relata su experiencia en un crucero de lujo por el Caribe. De David Foster Wallace es, también, esta frase: “La tarea de la buena escritura es la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”.
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—A qué libros o autores vuelves, esos que no te cansan, que no te van a decepcionar.
—Releo los cuentos completos de Moore, sueltos, muy a menudo; el diario de Cesare Pavese, mucho; David Foster Wallace, crónicas y cuentos como «La niña del pelo raro», «Entrevistas con nombres repulsivos»; Madame Bovary lo releo cada tanto; John Irving…
—En España no lo tenemos…
—No lo tienen como un autor de mucho prestigio, digamos, pero a mí me parece que es una gran máquina narrativa. Es un autor «dickensiano», un autor de trama. La capacidad que tiene para manejar una gran capacidad de personajes en sus libros, para interrumpir la narración… A mí me interesó mucho leerlo para entender cuestiones que tienen que ver con la tensión dramática, la manera en que él elude dar información al lector en el comienzo de algunos libros y cómo, de alguna manera, va otorgando pequeñas grageas de información que sólo sirven como para pensar todavía más… Y la forma en que luego resuelve, desvelando la información. Y cuando la desvela la situación, finalmente, no te decepciona. La tensión dramática que se había creado en torno a esa situación valía la pena.
—Qué títulos, exactamente.
—Oración por Owen es el que más, El mundo según Garp y diría que Una mujer difícil. Y luego hay dos libros que son intensos y hermosos y muy «gordos», El hotel New Hamphsire y Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra.
—Que tiene su versión en película, «Las normas de…»
—Es preciosa la película, del sueco Hallström con Michael Caine. Es muy despiadada con los personajes porque les hace de todo, la gente pierde partes de su cuerpo, pierde hijos… Hay muchos autores que me interesan, sobre todo norteamericanos, como A. M. Holmes: hay un libro de ella, Música para corazones incendiados, absolutamente maravilloso. Lydia Davies…
—¿Has escrito hoy?
—Ayer a la tarde.
—¿Escribes casi todos los días?
—Ehhh, sí, sí. Casi todos los días, excepto cuando estoy de vacaciones en que mi cabeza parece que quisiera una especie de reseteo. Me desespera un poco eso porque avanzo por las vacaciones y digo «las ideas nunca van a volver».
—¿Tienes rutinas? Por la mañana, por la noche, en silencio…
—En silencio, sí. Si tengo que escribir textos muy largos prefiero estar sola en la casa. Obviamente vivo con alguien y no lo echo de casa pero las largas jornadas suyas me vienen muy bien para estar como muy concentrada. Cuando escribo largo aparto en mi agenda como diez o quince días libres de todo compromiso, como presentación de un libro o una entrevista. Escribo desde que me levanto, a las ocho, hasta las ocho de la noche. Y las columnas, depende; pueden llevarme tres o cuatro días; pero no estoy todo el día, las reviso, luego paso a otra cosa, quizá una tarea de edición. Y al día siguiente vuelvo y vuelvo y vuelvo. Y hay otras que se resuelven en unas horas, qué sé yo. También por necesidad porque uno siente que tenía que publicar otra cosa y resulta que pasó algo, como lo del aborto en Estados Unidos y…
—¿Y te sale fluido o a ratos?
—A ratos. Pero yo tengo una regla que es avanzar siempre. No pretendo pulir cada una de las frases sino que simplemente al comienzo, cuando estoy escribiendo algo muy largo, me concentro en montar una primera versión que contenga toda la información, los datos, los testimonios… Una cosa medio deforme, digamos. Impublicable, por supuesto. Una especie de síntesis que me ayuda a mí misma, qué es lo que yo quiero contar. Y a partir de ese documento monstruoso, generalmente unas siete u ocho veces más lardo de lo que voy a publicar, empiezo a organizar, a pulir. Y ahí sí que estoy con cada frasecita. Y dependiendo de cuán largo sea esa primera versión impublicable, esas primeras correcciones me pueden llevar dos, tres días. Y después ya empiezo como a avanzar. Es como pulir una roca.
—Ya ni te acordarás de por qué escribes. Cuando estabas en Junín te fuiste a estudiar a Buenos Aires no sé qué carrera. No sé si lo quieres contar.
—Sí, lo he dicho. Puede que lo haya dejado fuera como un dato que… Yo estudié licenciatura en Turismo, nada que ver con la escritura.
—¿Porque querías viajar?
—Porque quería viajar. La primera opción fue estudiar Letras y de hecho estudié unos meses, o un año entero, paralelamente a Turismo. La carrera tenía cosas maravillosas como estudiar griego y latín. Lamenté mucho no seguir con ello, pero era una carga de estudio demasiado fuerte las dos carreras a la vez. Yo me imaginaba cuál iba a ser mi vida con esa carrera y las posibilidades eran profesora (en ese momento yo lo veía así, con la cabeza un poco cerrada que una tiene a los dieciséis o diecisiete años) o hacer crítica literaria (que no me interesaba en absoluto). Profesora me interesaba menos todavía. Me gusta dar clases de periodismo pero no tengo una vocación docente de ir todos los días a la universidad, exámenes, burocracia… Turismo tenía un montón de materias de eso que llamábamos antes cultura general, como historia del arte, arqueología, folclore, antropología, historia, geografía… Teníamos muchas materias por año, todas anuales. Y estaba esta idea tonta de que siendo agente de viajes iba a poder viajar. Después uno se da cuenta de que el pobre agente de viajes se pasa la vida vendiendo viajes al paraíso a los demás. Pero creo que me interesó mucho toda esa formación general, lo agradezco porque me interesa mucho ir por las ciudades y reconocer si tal estilo es románico, ir a los museos y entender la diferencia entre el Renacimiento y el Impresionismo. Qué sé yo.
—¿Por qué no has vuelto a escribir ficción?
—Porque no, no… Como que empecé a ser periodista y la realidad me bastó. Ninguna de las historias que…
—Pero podrías ver algo delirante que tirando del hilo podría salir algo… No sé, ser otra Leila.
—Es una idea poder ser así, pero a mí no me sale. Se ve que no tengo la vocación de la ficción ahora.
—No tienes necesidad.
—No, es que… Me ha pasado durante la pandemia, por ejemplo… No es que haya intentado escribir ficción pero sí pensaba con cierta… no sé si envidia pero… Pensaba qué lindo en este momento en que no se puede salir a reportear, que no se puede hablar con la gente, eso que es el nutriente para un periodista, tener una historia para contar que provenga de la imaginación. En ese sentido pensaba en mis amigos escritores de ficción, que tampoco lo estaban pasando bien porque el confinamiento fue una cosa que aniquiló la creatividad de todo el mundo. La angustia era tanta que la verdad es que ponerte a pensar en la novela no era como el mejor momento… Pero, decía: sería lindo poder levantarme cada día y de nueve a dos escribo este cuento y luego hago otras cosas. Pero no, no. No tengo… Fue como un pensamiento: qué lindo sería. Pero no hice el mínimo esfuerzo para que eso sucediera.
—O sea, que si no ha sido con la pandemia ya nunca más.
—Sí, a lo mejor con la próxima…
—Que vendrá, claro.
—Obvio, obvio.
—Y ya poemas…
—No, poemas no. De chica. Hasta los 20 o 21. Soy muy lectora de poesía, muy lectora. Cuando me preguntan digo Simic, Sharon Olds, los chilenos Matías Rivas, Zurita, Enrique Lihn…
—¿Escribes cartas?
—Mails.
—No, cartas. A mano.
—No. Ya eso me parece como tener un televisor sin control remoto. Demasiado antiguo.
—Qué persona que hayas conocido te ha impactado más. Real. Tipo Nicanor Parra.
—No sé si más, porque finalmente uno no hace como un ránking. Nicanor sí. Abrí la puerta y dije: este hombre es, existe, esta acá. Pero no sé si su personalidad me impactó tanto, fue como muy previsible lo que pasó porque él tenía como un show montado y lo repetía. Yo ya sabía que eso iba a pasar, no fue como una mala sorpresa.
—O tipo Gelber (el pianista Bruno Gelber, un perfil/libro que tituló Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama, 2019), que poco a poco lo vas descubriendo.
—Bruno fue una sorpresa completa. Bruno yo creo que es una de las personas más fuertes que he conocido en mi vida, un tipo potente, unas convicciones… Fue una sorpresa permanente porque además era muy poco previsible. Cuando uno podía hacer una pregunta y quizá la respuesta iba a ser en determinada dirección, Bruno salía disparado a otro lado. Un tipo con un criterio propio impresionante. Con muchas de las cosas que decía yo no estaba de acuerdo, ni desde el punto de vista político, ni social. Tenía una capacidad de emocionar cuando habla de música… Qué sé yo, mucha gente. Los dos, Nicanor y Bruno, tienen algo en común, son dos seres creativos. Nicanor también: era como una máquina completamente incorrecta.
—Hacía lo que quería.
—No le podías correr ni por izquierda ni por derecha, era un tipo… libre en un punto. Y eso es impactante.
—¿Tienes escritos que no has publicado, que los tienes ahí como esperando una segunda o una tercera posibilidad?
—No, no, no.
—O sea que ni no te salen, nada; se acabó, los tiras.
—A mí lo que me pasa también es como que cada vez que estoy escribiendo es porque ya hablé con un editor y ya está. Menos con los libros, los libros los escribo por mi cuenta y luego le aviso a mi editora que… ¡escribí un libro! Tengo muy claro que el tema me interesa profundamente y confío en que en algún lugar lo podré publicar, si a mi editora en ese momento no le interesa. No me pasa ni con las columnas. Con las columnas tomo notas como coyunturales y me copio un link en un documento: no sé, el Papa dijo tal cosa. Y lo dejo ahí. Y de pronto pasan los días y de repente deja de tener interés para mí… Pero no llego a escribir nada, digamos; simplemente le doy un par de vueltas en mi cabeza y si veo que no, no. Pero no tengo material de cosas que no me salgan.
—He leído en Mi diablo, una conferencia tuya que se recoge en Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2019 (Alfaguara, 20020): “Mi labor no es brincar de fiesta en fiesta sino permanecer oculta y escribiendo”. ¿Digamos que llega un momento que te puedes quemar, que la realidad te puede quemar, que necesitas cierta distancia para contarlo?
—Lo que me decía este tipo, que era el señor Equis, un personaje de mi adolescencia en Junín, era esta frase: “Bien vivió quien vivió oculto”. Era muy secreto, hablaba muy poco de sí mismo, vivía casi encerrado en su casa… A mí esa vida me parecía un espanto pero había algo en esa discreción que a mí, con el tiempo, me interesó. En las columnas hablo bastante de mí pero siempre para conectar algo mío con una cosa más grande, digamos. No me interesa “mi papá no sé qué…”. Si puede conectar con algo más universal lo hago; si no, para contar una anécdota, me parece banal. “Bien vivió quien vivió oculto” tiene que ver con tener cierta discreción, con no estar todo el tiempo opinando de todas las cosas o hablando de uno todo el rato. Dominar el ego. Y lo de ir “de fiesta en fiesta” tiene que ver con que para escribir necesito mucha concentración, mucho recogimiento y mucho silencio. Hay un texto de David Lynch, que creo que está citado en esa conferencia, de un libro suyo, Atrapa el pez dorado; el tipo dice algo así, hablando de la pintura, porque él pinta también, como que si él se pone en su taller a pintar a las dos de la tarde y sabe que a las siete tiene un compromiso no hay nada que pueda fluir, porque hay una parte de uno que está como en la espera de ese compromiso. Clarice Lispector tiene una frase bonita también, que no puedo citar literalmente, pero que dice que si ella está esperando algo, que venga el fontanero, un suponer, no puede sentarse a escribir. Porque el espacio de la escritura es un momento completamente desligado de la ansiedad. La ansiedad y la escritura, para mí, no se llevan bien. Pero yo sí hago vida social y salgo a cenar con amigos y todo eso.
—¿Qué te descoloca?
—En término general, las acusaciones injustas, pero no me han acusado injustamente. Me pone muy mal tener que demostrar una inocencia en relación a alguna cosa. No estoy hablando de alguien que lea una cosa tuya y diga “me parece que usted…”, porque hay tantas lecturas de los textos… Digo algo concreto, de la vida: “me mentiste con tal cosa”. Y no: tener que demostrar eso me angustia, me amarga. Y para la escritura, los viajes, cuando son muy seguidos unos de otros, me descolocan. No escribir durante demasiado tiempo me descoloca completamente, eso sí.
—¿Llevas un diario?
—No. Ni durante la pandemia.
—Creo que eras hija de ingeniero químico y maestra.
—Sí. Tengo orígenes sirio, alemán e italiano. Es una mezcla muy rara. Mis dos abuelos maternos son sirios, mi abuela paterna es descendiente de alemanes y mi abuelo paterno es descendiente de italianos. Las familias se opusieron al enamoramiento de mis padres. Los sirios no, pero parte de la familia de mi padre sí. Se casaron muy jóvenes, además; a los 19 años. Y la procedencia social era completamente distinta: mi padre era de una familia muy adinerada y mi mamá era hija de un almacenero, tenían una tienda de alimentación, y mi abuela era ama de casa. Incluso podía escribir un poquito en árabe. Leía en español pero no podía escribir en español, era un poquito analfabeta. Ella, mi abuela, había llegado a la Argentina a los 12 años de Siria. Hay una emigración siria importante. En Junín había todo un barrio donde había mucha emigración siria, incluso una iglesia ortodoxa. Mis abuelos eran sirios ortodoxos. En un momento llegó a esta iglesia un cura que había sido amigo de la infancia de mi abuelo en Siria; a una edad avanzada de mi abuelo, 60 suponte. Para él fue, imaginate, recuperar un montón de historias. Venía a casa tres o cuatro veces por semana y tomaban café turco. ¡Cómo iba a imaginar el cura que iba a terminar en Junín con un amigo de la infancia! Y mi abuelo, menos que menos. Esos sí mandaban cartas, ¿ves?, que me preguntabas antes.
—Eso sí que sería una novela.
—Creo que la historia real es bastante más interesante, porque también es muy triste. Qué sé yo, la historia de las emigraciones…
—¿Has escrito algún texto del que luego te has arrepentido?
—No. Que yo recuerde, no.
—¿Corres todos los días? Porque suele salir en tus artículos.
—Tres veces por semana, media hora o 45 minutos. En un momento corría una hora. Corro menos por una cuestión de tiempo, que parece un poco tonto; pero salir una hora implicaba disponer de un tiempo demasiado largo.
—¿Has participado en carreras?
—No. Corro porque me hace sentirme muy libre. Es un deporte para el que sólo necesitas un par de zapatillas. De hecho, yo salgo a correr con la peor ropa que tengo, no tengo ropa deportiva buena, nunca me he gastado plata en eso, pero sí buenas zapatillas para no arruinarme las rodillas y las articulaciones. Es un deporte que me gusta porque es como puro uno mismo y la calle. Ni siquiera voy a una pista de entrenamiento, ni nada: salgo a correr por mi barrio. Y otra cosa que me gustó mucho cuando empecé a correr fue la posibilidad que te da de conocer sitios, vas corriendo y realmente podés abarcar una geografía importante. Vas mirando. Mi cabeza funciona muy bien, parece.
—Y te salen ideas…
—Sí, pero no siempre. A veces sales a correr porque estoy exhausta y digo qué hago acá, estoy perdiendo el tiempo… Incluso en ocasiones he tenido momentos en los que estoy escribiendo pero hay algo que no me resulta, que no encuentro la vuelta; corto y voy a correr y no siempre, pero usualmente ese problema de escritura se resuelve. Supongo que tiene también algo que ver con algo químico, las endorfinas o las serotoninas… Algo que se activa de una manera buena y la cabeza funciona mejor, más lúcida.
—Di algo sobre algo que no te haya preguntado.
—No, nada.
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