Cuando era apenas una niña, su padre, el filósofo Régis Debray, envió a su hija Laurence de vacaciones. La sacó de París para elegir bando. «Ya estás en edad de escoger: o Cuba o Estados Unidos», le dijo. Debray era, y sigue siendo, una prominente figura política, entregado a la causa intelectual de la izquierda, seguidor de Althusser, amigo de Fidel Castro. Tras pasar un mes en un campo de entrenamiento en Varadero y otro de vacaciones en California, Laurence terminó por darle un buen disgusto a su padre: eligió Europa. Tenía apenas diez años.
Historiadora y escritora, Laurence publicó su Hija de revolucionarios (Anagrama), un libro en el que reconstruye lo que supuso crecer en ese hogar de padres intelectuales comprometidos, tanto Debray como su madre, la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos. Aquel libro recibió en 2018 el Prix du Livre Politique, el Prix des Députés y el Prix Étudiant du Livre Politique-France Culture. Inscrita en la tradición francesa, Laurence conoce muy bien España y América Latina. Ante la pregunta sobre el marco intelectual del que se siente parte, ella contesta con la naturalidad de quienes estudian el pasado.
“En Hija de revolucionarios me propuse una búsqueda de identidad, y para mí como historiadora era lo más normal ir a buscar los archivos. Mis padres nunca habían contado nada, tuve que asimilarlos y luego contarlos. Es una manera de apropiarse de la historia. Creo que con el rey Juan Carlos ocurre el mismo proceso: ir a los archivos, hablar con él y acercarse a una historia. Y es por eso que este libro es muy subjetivo, es muy personal. Asumo mi subjetividad”, contesta la escritora.
“Para mí no predomina una cultura u otra, o un género u otro. No tengo el sentimiento de pertenecer a cualquier influencia. Soy un elemento muy libre, y ni siquiera me siento parte de una corriente universitaria. Crecí entre varios países y varias lenguas. Incluso el género en el que escribo es muy libre. Es un ensayo, pero podría ser una novela, porque el rey tiene una vida de novela. Me gustaría que se tomara así, como una vida de novela”.
No le gusta encasillarse, ni que la encasillen. Piensa por libre. “Yo crecí con mis abuelos franceses. Mis padres estaban muy comprometidos en política, viajaban mucho, y fueron mis abuelos paternos, que eran muy cultos, quienes me criaron”. Sus abuelos, cuenta, tuvieron un peso significativo en su impronta lectora. “Me leían las memorias de Chateubriand de noche y las fábulas de La Fontaine, y mi abuela me leía teatro, memorias. Crecí con este mundo intelectual del siglo pasado”, explica.
Lo rebelde le viene de familia, sin duda. El primer acto de rebelión de su abuela fue leer a Proust. ¿Pero cómo así? “Porque en las buenas familias no leías a Proust, que era homosexual, que contaba historias de amor”. Su abuela no sólo leyó a Proust, prácticamente se hizo militante. “Fue presidenta del círculo de los amigos del Proust. Creo que por eso tengo una relación tan cercana con ese autor”. Su madre, Elizabeth, la crio en francés y no en español. “La literatura francesa fue muy importante para ella cuando se fue de revolucionaria. Llevaba siempre a Balzac y Dumas. Así pasaba el tiempo aguantando las atrocidades de la cárcel. Crecí en un mundo muy cultural y literario”.
A la pregunta sobre qué personaje literario evoca Juan Carlos I, Laurence asegura que “tiene algo como de chevalier”. El rey emérito tiene lo que los monarcas al uso. “Como esos cuentos de la edad media de caballeros. Tiene valores de otro siglo, como los caballeros que podían defender una cierta tradición, pero también ellos estaban encargados de proteger a su pueblo”.
Que Laurence Debray empezó a leer muy pronto se sobreentiende. Su perfil lector hoy se vuelca en los grandes clásicos franceses, y también autores como Stefan Zweig. “Leo también muchos ensayos, pero es una necesidad. En un clásico francés, siendo feliz, me escapo. Los clásicos como Balzac, Flaubert o Stendhal son mi patria. Puedo vivir en todas partes, pero si tengo esos cuatro o cinco libros estoy en casa. Me alimentan lo suficiente. Es una patria portátil”.
España le enseñó el gusto por la vida, el disfrute de los sentidos y del paso del tiempo. “Aprendí una relación directa e increíble con el placer. Cuando llegué a España, a Sevilla, vi cómo las personas aprovechaban y disfrutaban de la vida, ese acceso directo. Es un país muy vital, y el placer ocupa una gran parte de su cultura”. De América Latina se queda con el realismo mágico. “Me fascina totalmente, para mí no es nada natural. En Francia, donde todo es más gris y cartesiano, América Latina es sobrecogedora”.
El primer autor español que recuerda haber leído es Antonio Machado. Lo hizo en sus años sevillanos. “Mi llegada a España coincidió con el aniversario de su muerte en Colliure. Alfonso Guerra había organizado unas rutas que me llevaron directamente a la obra del poeta”, dice refiriéndose al político socialista, con quien tiene una relación casi familiar, desde muy joven.
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