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Las redes del terror, de José M. Faraldo - Zenda
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Las redes del terror, de José M. Faraldo

En 1940 el escritor ruso Isaak Bábel fue asesinado de un tiro en la nuca después de haber sido torturado brutalmente. Uno de los mejores escritores soviéticos, cantor de la Revolución bolchevique, había caído en las redes del terror de la policía secreta soviética. Con estas palabras comienza el libro de José M. Faraldo Las redes...

En 1940 el escritor ruso Isaak Bábel fue asesinado de un tiro en la nuca después de haber sido torturado brutalmente. Uno de los mejores escritores soviéticos, cantor de la Revolución bolchevique, había caído en las redes del terror de la policía secreta soviética.

Con estas palabras comienza el libro de José M. Faraldo Las redes del terror (Galaxia Gutenberg), que traza la historia de las policías secretas de la Europa comunista, cómo se formaron y cómo iniciaron su actividad represiva. Describe su labor de espionaje, la acción para combatir la disidencia y la vigilancia que ejercieron sobre la población. Zenda publica las primeras páginas. 

 

Introducción

En 1940 el escritor ruso Isaak Bábel fue asesinado de un tiro en la nuca después de haber sido torturado brutalmente. Uno de los mejores escritores soviéticos, cantor de la Revolución bolchevique, había caído en las redes del terror de la policía secreta soviética. Al filósofo francés Michel Foucault le vigiló la policía secreta polaca durante el año 1958, cuando estaba en Varsovia dirigiendo un centro de cultura francesa. La policía, utilizando la información que había conseguido a través de aquella vigilancia, le puso una trampa con un confidente homosexual para organizar un escándalo. La trampa funcionó y Foucault fue forzado a volver a Francia. El escritor rumano Vintila Horia, exiliado desde 1945, recibió el prestigioso premio francés Goncourt en 1960. La policía secreta rumana, indignada por el hecho, realizó una campaña muy efectiva para sacar a la luz su pasado ultraderechista. Horia, acosado, se vio obligado a declarar públicamente que renunciaría al premio. El cantante y poeta Wolf Biermann, uno de los artistas más reconocidos de la República Democrática Alemana (RDA), hijo de un comunista asesinado en Auschwitz, fue a dar un concierto a Colonia, en la República Federal de Alemania (RFA), en noviembre de 1976 y no le dejaron volver a entrar en su país. Con informes de la policía secreta en la mano, los dirigentes del Partido Comunista de Alemania Oriental decidieron retirarle la ciudadanía.

Éstas son sólo algunas de las vidas que se vieron afectadas por la violencia –‍física o psicológica‍– de unas poderosas organizaciones que controlaron países enteros. Son personas famosas, conocidas, de las que hoy sabemos mucho. Pero hubo más, muchas más. Las víctimas nombradas, anónimas o no, se perciben a veces como meras cifras en el artículo de un historiador o el relato de un periodista. Y, como demuestran los casos que he mencionado arriba, hubo muchas formas en las que las policías secretas de los países del socialismo real combatían y reprimían a sus víctimas. Tampoco sabemos tanto de los perpetradores como, por ejemplo, hemos llegado a saber de nazis o fascistas. Queda aún mucho por explorar del cruel, terrible y, al mismo tiempo, extraordinario experimento comunista.

Examinar una parte de él es el objeto de este libro. Hasta ahora no había obra alguna que analizara en conjunto las distintas agencias de policía política de la Europa comunista, ni ha sido habitual mostrar cómo han sobrevivido a la transición al capitalismo los traumas y las herencias de aquel pasado violento. Lo que el lector puede encontrar aquí es un texto que, en forma espero razonada y clara, muestra cómo se construyó lo que Hannah Arendt consideraba uno de los pilares del totalitarismo en su versión comunista, la policía secreta. La obra espera conceder a quien la lea una perspectiva amplia y compleja sobre el fenómeno de las policías secretas comunistas, mostrando su origen y desarrollo, y las consecuencias de su legado. Me centro en el análisis del caso europeo, comenzando por el origen en la Rusia inmediatamente posrevolucionaria. Esto es en lo que más me detengo, porque creo que permite entender muy bien las diferencias con policías de otras dictaduras y, también, con la propia policía soviética de tiempos posteriores. Tras examinar brevemente la formación de las policías secretas en los otros países del comunismo europeo –‍centrándome en tres casos específicos, la Securitate rumana, el Ministerium für Staats-sicherheit (MfS) germano-oriental y el Słuzba Bezpieczeństwa (SB) de Polonia‍–‍, me acerco luego al ejemplo español y a su relación con las policías secretas de los países del Este en el tiempo de la Guerra Fría. Recapacito después sobre los aspectos técnicos y la realidad de la vigilancia, y concluyo reflexionando sobre la importancia del legado y la memoria de las agencias de policía política, y sobre los problemas creados por ellas durante la transición del socialismo al capitalismo. He introducido historias individuales que iluminan algunos temas con un ejemplo (la vigilancia cotidiana de Laura, el disidente Solzhenitsyn y el confidente Wałęsa). El libro apenas roza los aspectos de espionaje extranjero –‍que también formaban parte de todas estas policías‍– y se ciñe al estudio de la represión y la vigilancia interior, que me parecen menos conocidas. Me interesa sobre todo la construcción del régimen de vigilancia y sus consecuencias tras la dictadura. Quien lea el texto advertirá que, a menudo, se privilegia la perspectiva del perpetrador (y de su castigo) antes que la de las víctimas.

Al principio de mi investigación tomé la decisión de centrarme sólo en tres archivos concretos y, con ello, en tres diferentes servicios de seguridad comunistas: el archivo del Comisionado Federal para los Archivos de la Stasi (Bundes-beauftragter für die Stasi-Unterlagen, BtSU, en Berlín), el del Instituto de la Memoria Nacional (Instytut Pamięci Naro-dowy, IPN, en Varsovia) y el del Consejo Nacional para el Estudio de los Archivos de la Securitate (Consiliul National pentru Studierea Arhivelor Securitatii, CNSAS, en Bucarest). Para la relación con España me pareció que el archivo rumano era importante porque en Rumanía había habido una colonia de exiliados políticos españoles y también porque España fue un importante refugio para los exiliados políticos rumanos. Berlín era interesante porque en la RDA también hubo exiliados españoles y además se trató del único Estado comunista que tuvo relaciones diplomáticas completas con la España de Franco –‍aunque fuera brevemente. La República Popular Polaca fue escogida como ejemplo de control, aunque al final ha resultado ser mucho más interesante de lo esperado. A la larga se demostró que también era necesario introducir el eje de lo soviético. La mayor parte de la información sobre esto último la encontré en el archivo de la Hoover Institution en la Universidad de Stanford, que contiene la digitalización y microfilmación de archivos soviéticos realizada sobre todo en los años noventa, pero también los archivos de la sección europea de la Ojrana zarista y numerosas colecciones de documentos del Comité para la Seguridad del Estado (KGB) procedentes de países bálticos.

Madrid-Flensburgo-Madrid, mayo de 2018

Historia de Laura I

Estoy sentado en la Literaturhaus, uno de mis cafés favoritos de Berlín y espero a Laura. He quedado con ella por correo electrónico, estoy nervioso e intranquilo. No la conozco en persona y, sin embargo, siento que me es muy cercana. Hace varios años que su historia da vueltas en mi cabeza, desde que descubrí un dosier olvidado en las profundidades del archivo de la Stasi, la policía secreta de la Alemania comunista. He intentado cubrir con el sentido común del historiador y con ayuda de mi imaginación los huecos de los papeles. Pero no todo es posible y uno nunca sabe si la narración que ha pergeñado y que le parece consistente se ajusta a la realidad de ese caos infinito que es la historia humana. Al final del encuentro estaré más tranquilo: salvo algunos detalles, mi intuición habrá sido correcta.

Pasa un rato y, cuando veo que no llega, me levanto y doy un paseo por el local. Está dividido en varias salas –‍es una antigua villa berlinesa‍– y, en efecto, Laura está sentada a otra mesa. Sé que es ella enseguida aunque no por las fotografías que estaban en su dosier, tanto ha cambiado en más de treinta años. Resulta ser una mujer de aspecto juvenil, menuda, pero con gesto fuerte; es amable y calurosa desde el primer momento. La conduzco a la mesa que yo había elegido, algo más alejada del bullicio, para poder hablar en paz.

Enseguida le cuento lo que ando buscando, en qué investigo, le explico que no voy a grabar la entrevista –‍quizá en una segunda ocasión lo haga‍–‍; quiero darle toda la seguridad y la tranquilidad posibles para que se sienta cómoda. No siempre se hace esto con un entrevistado; a veces se prefiere ponerle en un compromiso, acosarle, para poder extraer aspectos inéditos de la historia. Pero el caso es delicado y no quiero herirla: invado su privacidad con una sensación que me hace pensar en la maldad de los servicios secretos que conozco tan bien, incluso cuando mi intención es muy distinta: no soy un voyeur, no quiero serlo. Pero conozco algunos aspectos de su vida íntima con mayor profundidad, probablemente, que muchas personas que la han tratado durante largo tiempo.

Cuando le asevero que no voy a publicar nada si ella no me da su beneplácito, Laura no está inquieta y me dice que no hay problema, que no tiene nada que esconder. Ésta es la respuesta al interrogante que me ha estado atormentando durante semanas, desde que supe que íbamos a vernos: ahora estoy convencido de que Laura no ha leído su dosier de la Stasi. Se lo pregunto y lo confirma, dice que no sabía si lo tenía, que no le importaba tampoco. Me quedo un tanto pesaroso: no todo lo que tengo que hablar con ella se relaciona con la vigilancia a la que le sometió la policía. Pero hay al menos un acontecimiento de su vida, central, creo yo, que depende de ello, y no sé si soy yo quien deba revelárselo. No tengo derecho.

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Los comienzos del Estado de vigilancia

De pronto se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen, Monsieur de Talleyrand camina sostenido por Monsieur Fouché: la visión infernal pasa lentamente por delante de mí.

François-René de Chateaubriand

La represión, la persecución, la purga del disidente existen desde el origen del ser humano. Pero la recolección sistemática de información sobre los individuos y su uso para la averiguación y castigo de comportamientos e ideologías –‍más allá del delito concreto‍– es claramente algo nuevo, algo que podríamos llamar «moderno». La propia idea del Estado de vigilancia parece ser una característica definitoria de la modernidad, ligada a la industrialización, al surgimiento del Estado-nación y a las ideologías del progreso. Su nacimiento está relacionado con el uso del archivo, la estadística, la antropología y hasta la etnografía. Si tenemos en  cuenta que la propia civilización urbana nació en el Próximo Oriente y en la América precolombina alrededor de los instrumentos y herramientas para contar y clasificar, y si consideramos que el Estado surgió allí como intento de controlar y vigilar a quienes pagaban impuestos, para que no dejaran de pagarlos, lo cierto es que la vigilancia por consideraciones ideológicas y su represión para evitar disenso es, tal y como lo vemos, algo ligado a la creación del Estado y, en su incremento y condensación, a la modernidad.

Es una cuestión sobre todo de densidad en el uso de estos métodos de control y vigilancia. La modernidad intensificó y espesó las formas de control que en otras épocas apenas se dirigían al mantenimiento del poder, sin más. A partir de cierto momento, el control de la vida social entrará en los ámbitos más íntimos y en los aspectos más cotidianos. Algunos autores han mostrado hasta qué punto la idea de ingeniería social estalinista, y su modernización violenta y concienzuda, no fue distinta en su esencia a los caminos de la modernidad que se pueden encontrar en muchos otros lugares, incluso dentro de sistemas de democracia liberal. Lo que no invalida el hecho de que las técnicas de dominio desarrolladas por el socialismo soviético poseyeran una absoluta novedad en el grado, las formas y los contextos.

La vigilancia en el pasado

Pese a su modernidad, hay sin embargo ciertos vínculos entre la sociedad preindustrial y la sociedad contemporánea que son especialmente fuertes desde el siglo XV, que ve cómo la recogida de datos y su uso punitivo pasa de ser local a estatal. Las formas de vigilancia política y social han existido durante mucho tiempo y ciertamente no son exclusivas de la época moderna, pero a partir de finales del siglo XVIII hubo un cambio en el modo en que se llevaba a cabo esta vigilancia. Lo que es más significativo: la vigilancia estatal se volvió más organizada, formalizada y centralizada que antes. A la policía como cuerpo especializado y profesionalizado se le añadieron –‍a veces dependiendo de ella, a veces no‍– instituciones que vigilaban y controlaban al disidente, incluso antes de cometer el delito.

Es posible que esto fuera una secularización de las instituciones eclesiásticas clásicas de persecución del hereje, de la bruja, del sodomita, del ajeno, en suma. El precedente claro de las policías secretas fascistas y comunistas es, posiblemente, la Inquisición en la Monarquía Hispánica. Esta institución adoptó ya muchas de las características que después han constituido el núcleo fundamental de las policías secretas: perseguía tanto delitos de obra –‍en la legislación de la época‍– como de pensamiento; buscaba claramente una homogeneización del cuerpo social, antes que la simple punición de delitos; el terror desatado por su actividad era pedagógico y preventivo, y su fama iba mucho más allá de su propia realidad, lo que servía para amedrantar a los ciudadanos. Era, además, y aunque ejercida por la Iglesia, una institución dependiente del poder secular, del Rey.

La Inquisición hispánica era sucesora de la Inquisición medieval, papal, que surgió para luchar contra los herejes albigenses. En esta forma había existido en Aragón, pero no en Castilla, durante los siglos XIV y XV, cuando empezó a decaer. En el último tercio del siglo XV, los reyes de Castilla y de Aragón, inquietos por el crecimiento de las revueltas antijudías, demandaron una requisitoria al papa Sixto IV para que les autorizara a crear el Tribunal de la Inquisición en Castilla y volver a iniciarlo en Aragón. El Papa se lo concedió en 1478 y, tras unos años de preparación, fue Sevilla la ciudad que albergó el primer tribunal del nuevo modelo. Los primeros inquisidores, en 1480, fueron los dominicos Miguel de Morillo y Juan de San Martín. A finales del siglo XVI había trece tribunales en Castilla y en Aragón, que luego se extendieron a los territorios americanos: Lima (1570), México (1571) y Cartagena de Indias (1610). Contra lo que suele creerse, el auge de las persecuciones inquisitoriales duró apenas unas décadas. Los otros tres siglos y medio de su existencia vieron una acción continuada, pero de baja intensidad, excepto picos temporales y territoriales.

La misma palabra «inquisición», que hoy trae a la memoria instrumentos de tortura, frailes de ceño fruncido y hogueras donde se quema a condenados, no significa otra cosa que «averiguación», «investigación». Su objeto es, por tanto, la búsqueda y construcción de conocimiento sobre un presunto enemigo, todavía sólo de origen religioso o moral. Había en ello elementos de conflicto social, dado que los judíos eran eminentemente población urbana y, a causa de prohibiciones eclesiásticas, ejercían un papel preburgués al que los cristianos no podían acceder. Tras la expulsión de los judíos de los reinos españoles a partir de 1492, la cuestión judía se convirtió en la cuestión conversa. Desde ese momento, todos podían sospechar de todos y surgirá la obsesión por la genealogía y la «limpieza de sangre». La Inquisición hispánica comenzó para perseguir al «falso converso», al «marrano» (de «marrado», «errado», «equívoco»), un judío convertido pero que mantenía su fe. Era, pues, un enemigo escondido, acechante, de doble filo; era un traidor expectante, un espía dormido, un saboteador posible. Si examinamos detenidamente las medidas tomadas contra los judíos en la Europa bajomedieval y la forma en que luego funcionó la Inquisición, hallamos muchos de los tópicos, métodos y formulaciones utilizados en dictaduras modernas, como la franquista, la nacionalsocialista y, por supuesto, el estalinismo. Algunos autores han incidido en que el antisemitismo hispánico del siglo XVI prefigura el racismo antisemítico moderno y va más allá del mero rechazo religioso. Cabría establecer así un vínculo entre la Inquisición hispánica y el Holocausto.

Esta identificación es claramente exagerada, pero nos remite a un hecho evidente: la Inquisición fue, pese a su cometido de índole religiosa, un elemento de modernidad en el comienzo de la Monarquía Hispánica, dentro del contexto de una Castilla pujante y avanzada, que escapaba de las tenazas feudales de lo medieval, y de un Aragón que se había expandido por el Mediterráneo y miraba hacia el Renacimiento italiano. El Santo Oficio, aunque a la larga contribuyó al estancamiento social y tecnológico de los reinos españoles, fue una institución muy original, moderna, altamente burocratizada y con objetivos de vigilancia y control social. Al igual que muchas policías posteriores, se apoyaba en la acción de confidentes y delatores, usaba la tortura (aunque con cierto comedimiento), censuraba y requisaba libros y papeles. Como hemos dicho, la Inquisición hispánica se centró al principio en perseguir disidencias de tipo religioso (conversos judíos y moriscos), pero la sucesiva persecución de erasmistas, luteranos y luego, en el siglo XVIII, de ilustrados, podría ser fácilmente relacionada con la «policía del pensamiento» típica de los tiempos modernos. De hecho, los tribunales del Partido Comunista eran tribunales de conciencia y no tribunales penales en el sentido estricto del término, del mismo modo que los de la Inquisición. Esta genealogía, según Igor Halfin, «podría proporcionar pistas sobre los orígenes de ciertas prácticas del NKVD [Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos] a partir de los años 1930».

La era moderna

El origen concreto de las policías secretas modernas, sin embargo, se encuentra en la respuesta a las amenazas desatadas por la caída de los Borbones franceses y la transformación revolucionaria europea. La violencia contra el Antiguo Régimen y el no menos violento comienzo del nuevo se unieron a las radicales transformaciones ideológicas impulsadas por una prensa cada vez más barata, activa y resuelta. Ello condujo a la aparición en la esfera pública de una propaganda contra la autoridad extendida e inabarcable, que no respetaba religión ni trono. Surgieron así, para defender el sistema, unas policías políticas que, además, podían ser secretas. La Revolución francesa de 1789 dio las condiciones necesarias para la creación de una Gendarmería nacional que, aunque con raíces en el pasado, se presentaba como un cuerpo nuevo con funciones explícitas de investigación, vigilancia y prevención, cercanas a las que ejerce hoy la que consideramos policía secreta. Establecida como un cuerpo organiza- do, su papel ganó prestigio cuando el caos de la revolución convirtió el deseo de orden de muchos en una necesidad sentida de presencia policial.

La defensa de la revolución llevó a políticas que auguraban algunos de los horrores del siglo XX. Es la época del «Terror», emanado del Comité de Salud Pública, institución de defensa del nuevo régimen que sería imitado por los revolucionarios de casi toda revuelta posterior a lo largo del siglo. Una figura importante fue Joseph Fouché, que jugaría un oscuro papel en la ejecución de los reyes de Francia y en el posterior desencadenamiento del Terror, y que luego sería jefe de la policía napoleónica y uno de los creadores de las policías secretas. En el currículum de Fouché ocupa un lugar especial la represión de la ciudad de Lyon. En mayo de 1793, los lioneses se habían rebelado contra la Convención. La ciudad fue sitiada por Georges Couthon, diputado de la Convención del 8 de agosto al 9 de octubre de 1793. Cuando la ciudad se rindió, enviaron desde París a Joseph Fouché, como diputado, y a Jean-Marie Collot d’Herbois, miembro del Comité de Seguridad Pública, para organizar la represión. Una comisión militar y una comisión de justicia popular –‍al parecer, azuzadas por Fouché‍– ordenaron los fusilamientos de varios cientos de personas. Esto le valió a Fouché el sobrenombre de «el ametrallador de Lyon». Fouché y Collot d’Herbois redactaron una «instrucción» en la que se ordenaba la demolición material de la ciudad y se suprimía el propio nombre de Lyon, sustituido por el de «Comuna Liberada».

Por su parte, la gendarmería, que fue ganando peso como policía en la provincia, acabó por ser vista como garante de la tranquilidad y el orden. Por ello, cuando Napoleón accedió al poder, anulando los últimos estertores de la revolución, la mantuvo e incluso acrecentó su poder. Algunos autores han afirmado que el Estado napoleónico fue «el primer Estado policial», desambiguando la convicción algo escéptica expresada por Jacques Godechot en el mismo sentido. Cuando Napoleón unió la gendarmería a la nueva institución del «prefecto» y la distribuyó en los departamentos y distritos preparó el camino para una nueva policía de vigilancia.

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Autor: José M. Faraldo. Título: Las redes del terror. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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