Madrid – Tel Aviv – Haifa – Monte Carmelo – Caná – Nazaret
Nunca fue fácil seguir los pasos de Dios. Deslumbraba cuando era presente, asombraba cuando dejó de ser aquel hombre llamado Jesús, y finalmente cayó en las lenguas confundidas de los pueblos y los siglos hasta convertirse en lo que tal vez sea hoy: el final de un camino tortuoso y oscuro hacia lo más valioso de uno mismo. Independientemente de creencias y dogmas, es un hecho milagroso que veinte siglos después del nacimiento de un niño en Oriente Medio muchos de nosotros sigamos sintiendo la necesidad de volver la vista a aquel lugar diminuto del planeta para buscar algo perdido allí, como si acudiéramos a una casa de empeños a recuperar aquel objeto familiar por el que apenas te pagaron nada, pero sin el que no quieres o no puedes seguir viviendo.
En la terminal cuatro del aeropuerto madrileño, el vuelo de la compañía El Al a Tel Aviv se retrasa. En este caso ese tiempo es un alivio, porque las autoridades israelíes han retenido mi documentación y equipaje para una inspección minuciosa. Parece ser que no les convenció demasiado ver un par de sellos marroquíes recientes en mi pasaporte. Después de un interrogatorio exhaustivo, en inglés, la chica israelí me entregó el visado.
—Gracias por todo, ha sido usted paciente con el procedimiento de seguridad. Le deseo un viaje confortable. Son las doce y treinta pasadas de la medianoche; no pierda su vuelo.
—Habla usted un español correctísimo; ¿por qué me ha interrogado en inglés?
(La soldado me sonríe con cansancio)
—¿Ve aquella mujer de allá, con el auricular? Es mi jefa, encargada de registrar y corroborar los datos de nuestra conversación, y ella no habla una palabra de español.
El avión despega de una ciudad en tinieblas, y yo no puedo dejar de pensar en un destino plagado de fronteras. Despliego el mapa de un territorio que no es más grande que la isla de Sicilia, y contemplo sus límites exteriores: Líbano, Siria, Jordania, Egipto, el mar… El interior, sin embargo, es más difícil de descifrar; como si un leopardo de manchas oscuras se hubiese tumbado a dormir sobre el corazón de Israel. Es Palestina.
Amanece débilmente por encima de la costa rectilínea, y el mar cerúleo y turbulento se extiende, sin solución de continuidad, por detrás del cielo sobre los jardines de Haifa. Al otro lado de la bahía apenas se adivina la frontera brumosa del Líbano, y solo con imaginación podemos creer que a menos de veinte minutos de allí se levanta una de las ciudades míticas del Mediterráneo medieval: San Juan de Acre. El grupo con el que viajo desayuna, soñoliento, en un animado café de Haifa. Es viernes, y el Sabbat, como una sombra de consecuencias desconocidas, nos persigue. Esta ciudad es de mayoría cristiana, y aquí apenas se nota: una ciudad de gente trabajadora, de la que los israelíes suelen decir que lo que ganas en Haifa te lo gastas en Tel Aviv y lo lloras en Jerusalén.
“Hay que darse prisa, señores. Hoy es el Sabbat (el guía, de nacionalidad italiana y pasaporte israelí, lo pronuncia con una suave pero sonora sh inicial) y pronto todo estará cerrado”.
Comenzamos, pues, por el principio, visitando la cueva del profeta Elías, cuando Dios se llamaba Yahveh y solo era una promesa incorpórea de sueño y fuego. Aquí la voz potente del Tetragrámaton venció sobre la sangre de los viejos sacrificios infanticidas del dios Baal. Protegida por una iglesia situada en el mítico Monte Carmelo, ese nombre evoca frescura y fertilidad, pues su raíz hebrea, karem, significa “viñedos de Dios”. No era desde luego un mal sitio el elegido por este enérgico profeta para recoger las doce piedras (una por cada tribu de Israel) de su destruido altar, volviéndolo a construir. Tal vez en ese gesto humilde y ancestral de amontonar piedras caídas mirando al cielo estuviese escondida la única verdad de su vieja profecía sobre el futuro del hombre y su Dios.
Durante el siglo XII, un grupo de hombres inspirados en el profeta Elías (probablemente cruzados), fundó en este monte sagrado la Orden de los Carmelitas, que extendió por todo el mundo la devoción por Nuestra Señora del Monte Carmelo o Virgen del Carmen. Por desgracia no podemos seguir las huellas de estos monjes guerreros en Acre, como estaba previsto: nos cuentan algunos locales que hacía setenta años que no llovía así en Israel. La fortaleza y el túnel de la ciudad medieval están completamente anegados. Los hombres señalan la foto de portada de un periódico, que no puedo leer: San Juan de Acre, mil veces inundada por el enemigo, resistiendo milenios en pie, es derrotada por el agua. Ponemos rumbo al este. Abandonamos la bíblica región de Fenicia para dirigirnos a la de Galilea. Allí, inevitablemente, visitamos Caná, la ciudad donde se celebraron las bodas más famosas de la historia.
Mientras las parejas del grupo renuevan sus votos matrimoniales, alcanzamos el mediodía del viernes. La voz del almuédano se multiplica sobre las azoteas de la musulmana Caná actual, entonando un armonioso cántico, casi dulce, muy diferente al azhan o llamada a la oración de cada día, ruda como una orden incuestionable.
“¿Oyes cómo se impone la competencia?”, me dice el guía, guiñándome un ojo.
Salgo al patio de la iglesia a escuchar el magnético cántico. Por encima del muro, al otro lado del estrecho callejón se alza la versión judía del lugar de las bodas de Caná. Junto a ella, justo enfrente de la iglesia católica, un viejo árabe vende zumo de granada. Punica granita, recuerdo. ¡Claro! El fruto mitológico mediterráneo tenía su origen aquí, en Fenicia; phoínikes, la tierra púnica. ¡Qué importantes son los nombres para entender el mundo! Y el hombre no hace más que borrarlos de las calles, de los libros, de los museos, de la memoria.
Bajo una fea iglesia de 1880, los restos pétreos de un ábside bizantino destruido por Saladino enmarcan la famosa “tinaja” del vino milagrosamente multiplicado por Jesús a petición de María, su madre. No se trata de una tinaja de barro, como acostumbramos a ver en las pinturas, sino del fragmento de un cilindro de piedra horadado en el centro, datado por los arqueólogos como del siglo I de nuestra era. En aquel tiempo, estos contenedores pétreos tenían varios usos: como almacenaje de líquidos, pero también como lugar de purificación ritual judía, un miqvé de unos 40 séas (unos 280 litros) para las abluciones con agua viva, es decir, agua de lluvia, de río o mar que no hubiese estado almacenada previamente.
Actualmente los novios judíos, puros o no, se casan bajo un trozo de tela a modo de tienda o proto-casa sin paredes. El varón ofrece a la futura esposa un anillo que ha debido pagar con el sudor de su frente, y ambos beben de un mismo vaso envuelto en un pañuelo, que después el esposo hará añicos bajo su pie. “Incluso en el día más feliz, estás obligado a recordar que el Templo de Salomón fue destruido”.
La desdicha como recuerdo inseparable de la felicidad. Bien lo debía de saber ella. Miryam, Mariam o María. La enigmática, manipulada, interesantísima, admirada, inagotable madre de Jesús. Ponemos rumbo a su tierra, Nazaret.
Oscurece sobre el desordenado paisaje que nos acompaña de Caná a Nazaret. Aún es pronto, pero en el mes de enero y en esta parte del Mediterráneo el sol cae sobre las cinco de la tarde. Recuerdo las palabras del guía:
“Cuando podáis contar tres estrellas en la tarde del viernes, sabréis que comienza el Sabbat, que se extiende hasta la tarde del sábado. Si está nublado, como hoy, comenzará cuando no seáis capaces de distinguir el color de un hilo en el contraluz de la ventana». Bueno, para ser sincero, hoy en día, y por si las moscas, el Sabbat comienza con un disparo de cañón. Así todos tienen que darse por enterados. La vida se paraliza en Sabbat, menos el amor a la mujer que no está impura; es decir, que no sangra con la menstruación. Por lo demás, son un total de 613 Mitzvot o preceptos los que un buen judío debe acatar; algunos los acatan, otros no, otros solo un número determinado… Depende de si son askenazis o sefarditas. Pero en fin… Ellos mismos suelen decir: «Si juntas dos judíos, tendrás tres opiniones”.
Miro a través de la ventanilla del autobús y solo veo oscuridad exterior. Incapaz de distinguir, no el color de un hilo, sino una caravana de camellos que pasara a mi lado, abro mi libro de H.V. Morton, Las mujeres de la Biblia, y leo, como una premonición: “Es, en verdad, toda la femenina humanidad la que se nos presenta en las mujeres de la Biblia, sin cambios ni variaciones en el transcurrir del tiempo”.
Conocida a lo largo de la historia como En Nasira, Japhia, Mash-had, en-Nasirah, Nazerat, Nazareth de Galilea o Yafti en Nasra, la Nazaret actual poco conserva de aquella pequeña aldea de agricultores del siglo IV, en la que la joven Miriam recibió la noticia que cambiaría para siempre su vida y la de la Historia de la Humanidad.
Nazaret se encuentra en un valle natural a unos 300 metros por encima del nivel del mar, en el Valle de Jezreel conocido como Llanura de Esdrelón por los griegos arcaicos. Este pueblecito estaba relativamente aislado en la época de Jesús, con una población de menos de 200 personas. Las fuentes antiguas arrojan muy poca información acerca de Nazaret. Con la excepción del Nuevo Testamento, no se menciona hasta época bizantina (siglo IV d.C.), aunque las pocas excavaciones arqueológicas han confirmado que la ciudad era solo una pequeña villa rural durante los periodos helénico y romano.
Hoy Nazaret, la hebrea Natzeret, la árabe an-Nāṣirah, es la ciudad con mayor población árabe de Israel, con una clara mayoría de musulmanes. Solo un cuarenta por ciento de sus habitantes es cristiano, a pesar de ser un lugar de fe y peregrinación ya desde los primeros tiempos. Nada es fácil en este territorio de religiones, y Nazaret no iba a ser menos. En 1954, junto a la antigua ciudad, se funda una de nueva planta, bautizada como Nazareth Illit, según la visión e instrucciones de David Ben-Gurion, entonces Primer Ministro de Israel, con el objetivo de convertirse en la contraparte judía de la ciudad musulmana de Nazaret. En 1956 llegaron los primeros habitantes a esta nueva ciudad y su nombre fue cambiado a Nof HaGalil, para no entrar en conflicto con el nombre bíblico. En la década de 1990, Natzrat Illit fue la ciudad con más rápido desarrollo en el país. Hoy, la mayoría tiene el árabe como lengua materna.
Es muy tarde y mi compañera de habitación hace tiempo que descansa plácidamente, pero yo no puedo dormir. Desde la ventana de la habitación de mi hotel en la antigua Nazaret, la impresionante cúpula de la basílica de la Anunciación, como un faro alejandrino, ilumina la noche. Apenas unas horas antes caminábamos bajo esa cúpula sobrecogidos por las piedras de la gruta que señalan el lugar donde el ángel visitó a la joven María.
Mateo, Lucas y Santiago hablan de esta mujer en sus evangelios, así como el Corán, donde igualmente se la presenta como madre de Isa o Jesús bajo su nombre árabe, Maryam o Miriam. No es fácil deshacerse de siglos de declaraciones dogmáticas y doctrinales marianas, pero esa tarde, mientras caminaba entre aquellas piedras o trataba de imaginar a la atareada pareja de esposos en la cueva bajo la Iglesia Carpintería de José, los concilios y sus milenarios ecos perdían cualquier valor, todo era mucho más sencillo, y el recuerdo de esa chica asustada por la suerte de su vientre abultado, como yo misma lo estuve hace trece años, me devolvía con claridad el eco de unas palabras antiguas memorizadas quien sabe cuándo: Sub tuum praesidium / confugimus / Theotoke.
La voz dulce del almuédano cruza la noche. El tilawa que escapa de sus labios es una de las bellas artes del mundo musulmán, y no puedo evitar pensar en el hombre que entona, tal vez de memoria, como un buen hāfiz, las 6 236 aleyas del Corán al otro lado de mi ventana. Yo apenas he podido recitar 7 versos en latín a la memoria de la asustada Miriam y su singular visitante, lo que me lleva a recordar que aquel arcángel Gabriel de la Anunciación cristiana es el mismo Ğibrīl que ocho siglos después revelará a Muhammad la palabra de Allāh. Chico listo ese Mahoma: demasiado bien sabía él que, aunque podían existir dos o tres Libros Revelados, el mensajero celestial debía ser solo uno.
Antes de apagar las luces oigo un sonido seco que recorre la calle desierta. Tatata. Tatatatata. Un rumor de voces sofocadas y luego el silencio. Aprieto el off del interruptor y a oscuras me asomo a las sombras, sabiendo que no debería hacerlo. No hay nada, así que vuelvo a la cama. Esa noche, en la vieja ciudad de la Anunciación del Ángel del Señor a la Virgen María, sueño con un futuro de soldados muertos en las interminables guerras de Dios.
(Continúa con Las piedras de Dios (II): Monte de las Bienaventuranzas – Taghba – Cafarnaúm – Monte Tabor – Lago Tiberiades)
Agradecimientos: https://trianaviajes.com/ travelgold.es/ @mijoyeraana. A mis 60 maravillosos compañeros de viaje.
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