Un concepto muy estudiado en filología es el de lengua pidgin. Este fenómeno es un código simplificado construido con estructuras intuitivas por parte de dos grupos que no cuentan con una lengua común. El caso más canónico, quizá uno de los primeros de cuantos se tiene registro, es el sabir, también conocido como la lengua franca del Mediterráneo. Es un italiano simplificadísimo, que los comerciantes de la península itálica difundieron por toda la costa de Berbería. Este código elemental terminó calando en todos los viajeros que paseaban por el Nostrum Mare: desde comerciantes a piratas, pasando por esclavos e incluso los propios habitantes de las regiones levantinas. Finalmente, aquella especie de recurso comunicativo terminó aglutinando elementos léxicos del francés, del italiano, del español, del árabe, del turco y de casi cualquier lengua de la cuenca mediterránea. Aunque quizás quien mejor la definió fue Cervantes en el sempiterno Quijote: «una lengua que en toda la Berbería y aun en Constantinopla se habla entre cautivos y moros, que ni es morisca, ni castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las lenguas, en la cual todos nos entendíamos».
El afán comunicativo de la lengua queda bien representado en este primer párrafo. Pero, ay, qué será de esta función ahora que los códigos lingüísticos, que en su día facilitaban la conexión entre individuos y comunidades, son utilizados para separar, para crear un desafecto artificial entre hablantes. En las últimas semanas vemos varios ejemplos de esta inquina que se nos ha inoculado a través del idioma: lo mismo nos topamos con la imagen de un repartidor y un usuario a la gresca por un ponme aquí este número en catalán que leemos cómo un profesor pide apedrear la casa de una niña cuyos padres exigían un veinticinco por ciento de clases en castellano. Es la infamia a la que nos han sometido una serie de políticas lingüísticas que más unidas se encuentran a términos como colonialismo, imperialismo y otras paparruchadas que a la verdadera pretensión de todo lenguaje, ya suficientemente glosada en este texto.
Las políticas identitarias que se ciernen sobre las distintas lenguas son más un peligro que una solución. En aras de un supuesto proteccionismo, han conseguido que las lenguas sean de alguien, tendencia que me parece peligrosa, porque todo lo que es de alguien tiende a dejar de ser de otros. Del mismo modo, instrumentos lingüísticos que llevan siglos al servicio de una comunidad dejan de ser útiles porque hay quien no se siente identificado con ellos. Identificación, identidad, y en última instancia nacionalismo. Rasgos que poco a poco calan en toda política lingüística hoy promulgada, y que disparan directamente contra el carácter universal que códigos como aquellos viejos pidgin perseguían. Y es aquí donde pienso, inevitablemente, en la frase que da título a este texto, que firma el gran Fernando Savater, y a la que suelo recurrir muy a menudo: las lenguas tienen dos enemigos, quienes la prohíben y quienes la imponen.
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