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Las gafas negras de Amparito Conejo, de Guillermo Roz y Oscar Grillo - Zenda
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Las gafas negras de Amparito Conejo, de Guillermo Roz y Oscar Grillo

La editorial La Huerta Grande publica Las gafas negras de Amparito Conejo, de Guillermo Roz, de la que Zenda adelanta las primeras páginas. La novela fue ilustrada por Oscar Grillo porque al finalizar la escritura, Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973) soñó durante varias noches con que sus personajes se movían dibujados por la pluma de...

La editorial La Huerta Grande publica Las gafas negras de Amparito Conejo, de Guillermo Roz, de la que Zenda adelanta las primeras páginas. La novela fue ilustrada por Oscar Grillo porque al finalizar la escritura, Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973) soñó durante varias noches con que sus personajes se movían dibujados por la pluma de Grillo. Así que después de dudar algunos días, el autor de novelas como Les ruego que me odien y Tendríamos que haber venido solos se animó a contarle la experiencia. Grillo se entusiasmó tanto con la novela, que la hizo suya. Esta es la única parte real de toda esta aventura imaginaria.

Oscar Grillo (Buenos Aires, 1943), vive en Londres desde 1971. En 1980, en sociedad con Ted Rockley, fundó el estudio Klactoveesedstene Animations con el que realizó, por encargo de Linda y Paul McCartney el corto animado Seaside Woman, Palma de Oro al mejor cortometraje en Cannes, y otros cortos animados para los McCartney. Colaboró además en varios proyectos de películas de efectos especiales para Hollywood a través de I.L.M. y Pixar y produjo Monsieur Pett, mediometraje de animación. Se retiró de la animación en el año 2000 pero continuó ilustrando libros y exponiendo su trabajo en galerías de Europa y Sudamérica. En el 2013, en el marco de los Annie Awards fue honrado con el Windsor McCay, el máximo galardón honorífico que pueda obtener un artista vinculado a la animación.

Desde el mismo instante en que el policía salió del despacho, se quitó la gorra e impostó la voz para darnos la mala noticia, sentí que aquella afición adolescente iba a servirme también para entender. Por un lado, para entender la realidad, el primer escalón que hay que subir para llegar al segundo, al de la aceptación, y después al tercero, al de vivir conscientemente el dolor. A mí me dolía terriblemente esa partida, porque ése era el hombre que yo amaba. El único que he amado y que amaré. Por otro lado, escribir desde ese instante significó la posibilidad de retratar a los que yo considero los sospechosos… Porque si no lo he dicho, lo digo ahora: esta historia trata de un crimen. Alguien lo ha matado y esto que relato es el trazado de un camino, una investigación, un diario de viaje hacia una verdad que la escritura y la lectura construirán de la mano.

El policía volvió a colocarse la gorra en la cabeza. Los que escuchamos la noticia nos conmovimos cada uno a su manera: algunos lloramos, otros suspiraron, quizás alguno, entre aquel corro de estudiantes, profesores, padres y otros, simplemente asintió con la cabeza y se le escapó una sonrisa. Los asesinos, en este tipo de acontecimientos, no se pierden ninguna escena del teatro general del dolor, porque gozan más del camuflaje posterior que del momento mismo en el que hunden sus dagas. Como en el sexo, dicen los que saben, el momento de mayor satisfacción se consigue al final. No obstante, esa gloria resulta tan breve que se hace necesario reincidir.

Durante ese tiempo en el que comencé a escribir esto que empiezo a terminar, me pregunté por qué iba a ser yo la persona que encontrara al asesino. He concluido una respuesta que me satisface cada vez que la dibujo: un enamorado es como un perro custodio alerta de un peligro, uno que puede distraerse por un segundo en el cual atacan y matan a su protegido. Ese perro descuidado es, aunque descuidado y distraído, aunque hayan matado cerca de sí a quien protegía, quien más sabe sobre el asesino. La orejas y el rabo levantado, los ojos abiertos sin parpadear, toda la tensión del cuerpo mientras no se distrajo siguen siendo un tesoro; no para devolver la vida al muerto, sí para buscar adentro de esa actitud las respuestas al enigma final.

Ese perro que soy, ese animal enamorado y distraído, reconstruye los perfi les de los sospechosos, olfatea con cada palabra escrita las migas de pan del verdadero y único culpable, que estoy segura se esconde entre las personas que paso a presentar.

Los enamorados bajaron apurados por las escaleras del hotel alojamiento. Era el mediodía de un día señalado. El conserje les contó a los peritos que la pareja salió haciéndose bromas, que ella habló de que llegaba tarde a algún lugar, que él jugaba a que la iba a raptar para siempre. Pagaron y salieron soltándose las manos, pero corrieron juntos para cruzar la calle, asomándose, desprevenidos, por detrás de un camión de basura detenido. Ella llevaba una pamela beige, unos anteojos oscuros, unos bucles naranjas y amarillos, y un tapado de piel de nutria que se permitía pasear en contadas ocasiones. En la cara le chispeaba una jornada agitada y feliz. Salió detrás del camión antes que su amante. El Zurdo, así lo llamaban, se detuvo una centésima de segundo, acaso porque quería seguir con ella. Al hombre zurdo, quizás, le chilló la alarma de la muerte, una que hasta el último día trabaja para el equipo de la vida. Cuando desde el otro sentido, el chofer de la línea 59 vio a esa elegante palidez en medio del cemento, frenó y fue tarde. Alguna vez leí que en reuniones del gremio de choferes, a los atropellos mortales los llaman bautismos. La mujer voló por un lado, la nutria por otro, la pamela salió hacia el cielo como una paloma blanca para suspenderse de la rama de uno de los jacarandás, que hacen más violeta a Buenos Aires. En el aire, los bucles se abrieron formando una fl or, una telaraña, un pulpo de mil tentáculos. Se partió la cabeza con una grieta larga, cual rayo de Zeus. Los vecinos y los pasajeros más curiosos que la rodearon y no se animaron a tocarla porque ya nadaba en un charco de sangre, dijeron que desde la cabellera se escapaba la tibieza de la colifl or cerebral. El Zurdo que le soltó la mano a la mujer, salvándose, era el socio de mi padre.

La mujer era mi madre.

Yo tenía once años y la que me había abandonado, todavía con las chispas en la cara de los orgasmos prohibidos, era la única madre que Dios me había dado.

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Autores: Guillermo Roz (texto), Oscar Grillo (lustraciones). TítuloLas gafas negras de Amparito ConejoEditorial: La Huerta Grande. VentaAmazonFnac y Casa del libro

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Guillermo Roz

Guillermo Roz (Buenos Aires, 1973), vive en Madrid desde 2002. En 2016 ganó la edición XXVII del Premio de Narración Breve de la UNED con el relato "Carpinacci no vuelve". Es autor de la novela Malemort, el Impotente, con la que ganó la XVI edición del Premio de Novela Fernando Quiñones. En 2014, se le otorgó la beca para escritores de la Villa Marguerite Yourcenar, en Francia, y ha publicado Flotarium (Universidad del Salento. Italia, y Universidad Autónoma del Estado de México). Otras novelas del autor son Les ruego que me odien, I Premio de Narrativa Francisco Ayala, 2013; y Tendríamos que haber venido solos, con la que fue distinguido como Nuevo Talento Fnac en 2012. Ha ejercido la docencia y el periodismo cultural. Colabora con El País de España y El Universal de México. @GuillermoRoz1

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