Alguna vez se refirió Álvaro Cunqueiro (Mondoñedo, 1911-Vigo, 1981) a la importancia que en su vocación de contar tuvo el descubrimiento temprano de las cartografías de Fontán. Domingo Fontán, ilustrado gallego, matemático y político, fue el autor del primer mapa topográfico y científico de su tierra. «Un día, en los pasillos del instituto, me encontré con el mapa de Fontán», relataría en una conversación recogida en el volumen Entrevistas a Cunqueiro (Nigra, 1994). «¿Quién le ponía entonces puertas a la embriaguez viajera? Fue mi gran encuentro con el país gallego: allí estaba mi tierra, la tierra de mi vocación y de mis días, la tierra temporal y la eterna, la tierra que mi lengua, la lengua de mi oscuro acento labriego, necesitaba para existir». El joven Cunqueiro, que se encontraba estudiando el bachillerato en Lugo, observaba aquellos trazados de líneas sinuosas y enigmáticos sombreados a través de los cristales de sus gafas y entendió que los dibujos escondían una invitación a explorar sus propias raíces biográficas y sentimentales. Aún no sospechaba que esa visión inédita y alucinada supondría el primer paso de un camino que le llevaría a ingresar en una estirpe —la de Valle-Inclán, la de Camba, la de Blanco Amor, la de Fernández Flórez, la de Torrente Ballester— que hizo de Galicia no sólo motivo y fuente de inspiración, sino todo un género literario con sentido propio.
No tardaría mucho en darse a conocer. Los estudios de Filosofía y Letras en la Universidad de Santiago de Compostela llevaron aparejados el ingreso en algunas de las tertulias literarias de más fama de la época y la cristalización de unas veleidades poéticas que pronto darían sus primeros frutos en forma de libro —Mar ao norde, Poemas do si e non, Cantiga nova que se chama Riveira— y a través de iniciativas tan pintorescas como la que le llevó a liderar en su Mondoñedo natal la fundación de lo que, no sin sorna, llamó Oficina Lírica do Leste Galego. Galleguista convencido y firme defensor del Estatuto de Autonomía cuya aprobación tenían pendientes las cortes de la II República, la Guerra Civil terminó dando un vuelco a su vida. Tras la sublevación de Marruecos, decidió acercarse al bando franquista y, gracias a la intercesión de un amigo suyo que oficiaba de párroco en el lugar, se trasladó a Ortigueira para dar clases al tiempo que se ocupaba de la publicación falangista local. Lo hizo tan bien que, al poco tiempo, el jefe de Falange en Pontevedra quiso fichar a todos los periodistas que fungían en aquel panfleto para engrosar la nueva redacción de El Pueblo Gallego. Descubrió así que tales redactores no existían y que era el propio Cunqueiro quien escribía todos los artículos, que firmaba empleando varios seudónimos.
Con esa anécdota —por lo demás, netamente cunqueiriana— inauguró una trayectoria periodística que, tras un breve paso por San Sebastián, le condujo a Madrid. En la capital permaneció hasta que en 1946 un asunto poco claro le obligó a regresar a Galicia. Se dice que tuvo que ver con un encargo de la embajada de Francia que cobró y nunca realizó. Fue una cosa seria, porque se le retiró el carnet de prensa —lo que suponía la inhabilitación para trabajar como periodista— y los responsables de Falange iniciaron los trámites para expulsarle de sus filas. No pudieron hacerlo porque descubrieron, no sin sorpresa, que nunca había llegado a afiliarse.
Durante una década, pues, Álvaro Cunqueiro se encerró en Mondoñedo, y lo que por un lado fue un serio contratiempo laboral por otro supuso el acicate para ir apuntalando los cimientos de lo que constituiría el grueso de su obra. En la vieja villa episcopal retomó el contacto con sus orígenes, con los usos y costumbres de unas tierras a las que incorporó el bagaje de sus lecturas y sus ensoñaciones, y en la síntesis de ese encuentro gozoso se conformaron los mundos que inventó para resistir a despecho de una época que le disgustaba. Escribió en aquel tiempo Merlín e familia e outras historias, As crónicas do sochantre y Se o vello Simbad volvese ás illas, tres novelas que se tradujeron pronto al castellano —la segunda le valió el Premio Nacional de la Crítica en 1959— y con las que se revelaría como un narrador portentoso y en perpetua disonancia con las modas que imperaban en la literatura española de su tiempo, por entonces ocupada en corrientes existenciales y sociales. Ciertos sectores de la crítica reiteran que lo suyo era una anticipación del realismo mágico, cuya auténtica meca no estaría en Macondo, sino en Mondoñedo. Otros, como el escritor Xuan Bello, ven en Cunqueiro al representante más egregio del único realismo, a secas, que resulta digno de tal nombre, aquél que se caracteriza por una mirada maravillada a la maravilla del mundo. El traslado a tierras pontevedresas para incorporarse a la redacción del Faro de Vigo, diario del que acabaría siendo director, no interrumpió, aunque sí llegó a ralentizarla en determinados momentos, una trayectoria creativa de intereses tan variados como inabarcables y en la que se suceden títulos como Vida y fugas de Fanto Fantini della Gherardesca, Un hombre que se parecía a Orestes (ganadora del Nadal en 1968), Las mocedades de Ulises, Flores del año mil y pico de ave, Xente de aquí e de acolá, El año del cometa con la batalla de los cuatro reyes, Os outros feriantes o Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos. Y todo ello sin descuidar los miles de artículos que constituyen verdaderas piezas maestras del género, accesibles hoy en día gracias a varios volúmenes recopilatorios, ni su querencia por los temas gastronómicos, que dieron pie a ensayos tan prodigiosos como La cocina cristiana de occidente o Viaje por los montes y chimeneas de Galicia. La muerte le sorprendió cuando aún tenía ases en la manga. Se encontraba preparando una novela del oeste en la que los vaqueros hablaban en castellano y los indios en gallego, y también le ocupaba el borrador de un libro que iba a titular Ceniza en la manga de un viejo y en el que un personaje entrado en años —acaso él mismo, porque siempre era él mismo el que de un modo u otro hablaba desde sus libros— recordaba su vida no como había transcurrido, sino de acuerdo a la forma en que él la imaginaba.
Pese a esta producción, tan notable en cantidad y calidad, no llegó a obtener Álvaro Cunqueiro el beneplácito de su tiempo. Se le vio más como una extravagancia del ecosistema literario que como el escritor mayúsculo que verdaderamente era, y a sus escasísimos momentos de gloria rutilante sucedieron etapas de oscuridad que volvían a sumir su obra en un segundo plano fronterizo con el olvido. La situación, cuando ya han transcurrido más de 35 años desde su muerte, no ha cambiado mucho. ¿Por qué no es tan conocido como debiera uno de los narradores más imaginativos, originales y divertidos de cuantos dio la literatura española a lo largo del siglo pasado? ¿Cuál es la razón de que muchos de sus libros únicamente puedan encontrarse hoy en librerías de segunda mano y sólo de vez en cuando alguna editorial se anime a reeditar algún que otro título? Puede que su doble militancia idiomática, su uso del gallego y del español —aunque él reconociese siempre el gallego como su única lengua literaria—, dificultara su incorporación al canon en el que debería figurar de pleno derecho. En Galicia se conocen mucho sus obras escritas en la lengua vernácula, pero poco o casi nada las que vieron la luz directamente en castellano. En España ocurre lo contrario, al menos entre los pocos que alguna vez se han animado a leerle.
Si alguien visita Mondoñedo, encontrará diseminadas por algunos rincones de la ciudad unas placas doradas presididas por las gafas de Cunqueiro que conforman un singular via crucis que los iniciados en el misterio recorren igual que los ojos miopes de aquel joven aprendiz de escritor recorrían los entresijos del mapa de Fontán. También es posible que se encuentre con el mismísimo mago Merlín, que sin duda le abrirá las puertas de su librería-museo, y que acabe descubriendo que hay lugares en los que el tiempo deja de existir. A las afueras, en el cementerio municipal, reposan los restos del escritor en un nicho a ras de tierra. La lápida lleva incorporado su famoso epitafio: «Aquí yace alguien que con su obra hizo que Galicia durase mil primaveras más». Sólo por haber consagrado su vida a tan importante misión merece don Álvaro ocupar un lugar de privilegio en el no siempre ecuánime panorama de las letras españolas. Hay otra razón de peso: su literatura es un auténtico festín. Una vez que se sienta uno a la mesa, no quiere levantarse nunca.
Algunas referencias:
Novelas
Merlín y familia (Destino)
Un hombre que se parecía a Orestes (Destino)
Las mocedades de Ulises (Destino)
Cuando el viejo Simbad vuelva a las islas (Destino)
El año del cometa (Mar Maior)
Vida y fugas de Fanto Fantini (Mar Maior)
Gastronomía
La cocina cristiana de occidente (Tusquets)
Artículos, relatos, leyenda, misceláneas
El pasajero en Galicia (Tusquets)
Fábulas y leyendas de la mar (Tusquets)
Tertulia de boticas prodigiosas y escuela de curanderos (Mar Maior)
El laberinto habitado (Trea)
Por el camino de las peregrinaciones (Siruela)
Flores del año mil y pico de ave (Mar Maior)
De santos y milagros (Fundación Banco Santander)
Internet
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